‘Arte y transformaciones sociales en España’, en el Prado: pintar la más convulsa de las épocas
Una ambiciosa exposición se aproxima al arte que reflejó la profunda transformación en España entre 1885 y 1910, cuando la pintura de historia cedió terreno a la de tema social
En 1884, Galdós se enfrentó a la pintura de historia que dominaba las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes: “Pintad la época presente, pintad vuestra época, lo que veis, lo que os rodea, lo que sentís”. Al principio, los artistas burgueses no le hicieron mucho caso, pero la medalla de oro de la Exposición Universal de París de 1889 a Luis Jiménez Aranda, con Una sala del hospital durante la visita del médico en jefe, terminó dando la razón al escritor. A partir de este éxito inesperado, la pintura de te...
En 1884, Galdós se enfrentó a la pintura de historia que dominaba las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes: “Pintad la época presente, pintad vuestra época, lo que veis, lo que os rodea, lo que sentís”. Al principio, los artistas burgueses no le hicieron mucho caso, pero la medalla de oro de la Exposición Universal de París de 1889 a Luis Jiménez Aranda, con Una sala del hospital durante la visita del médico en jefe, terminó dando la razón al escritor. A partir de este éxito inesperado, la pintura de temática social quedó respaldada por la academia y revestida con un aura de modernidad, así que los armiños y las armaduras fueron cambiados por la sarga obrera y la yunta de los bueyes. Las exposiciones nacionales y los salones de París se llenaron de obreros, campesinos, huelguistas y lumpenproletarios. Al menos, en el interior de los cuadros.
Ahora, el Museo del Prado muestra en dos plantas más de 300 obras dedicadas a ilustrar este cambio de intereses en Arte y transformaciones sociales en España (1885-1910). Solo un 12% de los cuadros son de su colección propia, puesto que su catálogo ha tendido, en consonancia con la tradición decimonónica, a priorizar la pintura de historia frente a ese desvío temático de fin de siglo que no siempre se ha visto con buenos ojos. El museo busca cubrir este vacío a través de un arduo proceso de investigación, en el que también ha puesto a prueba sus límites cronológicos: en 1995 se estableció que al Prado le corresponden los artistas nacidos antes de Picasso (1881), y al Reina Sofía, los posteriores.
Su comisario, Javier Barón, jefe de conservación de pintura del siglo XIX en el Prado, ha separado las obras por temática: el trabajo (la más extensa), la educación, la religión, la enfermedad y la medicina, la prostitución, la pobreza, el colonialismo o las huelgas, y ha añadido unos gabinetes para cada tema con fotografías, placas de vidrio estereoscópicas y material gráfico y documental que completan los diversos acercamientos a la cuestión social. El resultado es un paseo por las nuevas preocupaciones de los artistas en una modernidad española eternamente incipiente, cuya desigualdad geográfica, tensiones e injusticias dominan también en los cuadros.
Algunos de los artistas acogieron el cambio de tema sin modificar excesivamente su técnica y se apoyaron en la moda naturalista sin comprometerse con la política de sus representaciones. Sorolla, que ganó la medalla de oro en París en 1900 con ¡Aún dicen que el pescado es caro!, muestra su dominio de la composición efectista y de la iluminación que le hicieron famoso, aun para narrar un accidente laboral. Tampoco cambia su técnica cuando pinta enfermedades: a pesar de apoyarse en muletas, los niños afectados por la polio en ¡Triste herencia! recuerdan a los idílicos bañistas en el Mediterráneo de sus cuadros más amables. Lo mismo sucede en La preparación de la pasa, donde el pintor se esfuerza más por dirigir la luz hacia la figura del campesino que a reflejar la labor ardua del pisado de la uva.
Fueron otros pintores los que quisieron ver en el cambio de temática la exigencia de una forma diferente en la representación. Para ellos, el sufrimiento de un país que no había tenido un siglo XIX ejemplar se debía manifestar en una paleta —y en unas pinceladas— radicalmente distinta a la favorecida por entornos más académicos. Darío de Regoyos parece inaugurar este cambio de perspectiva: su tétrico Víctimas de la fiesta está inteligentemente situado frente a los campesinos vinateros de Sorolla. En esta obra, dos caballos muertos durante el rejoneo taurino son descuartizados en una escena campestre sombría y anticlimática. Aunque De Regoyos se adelanta a todos, unos años después su propuesta, contraria al heroísmo realista, será secundada por algunos artistas, sobre todo catalanes y españoles afincados en Francia, que se enfrentarán con avidez (y con gran éxito) al sorollismo: Fillol, Casas, Anglada Camarasa o el primer Picasso serán sus principales representantes. Habrá también otros espacios y otros artistas que van trasladando su particular incomodidad con diferente nivel de riesgo. Romero de Torres, desde Córdoba, plantea una sutil oposición a la estética del valenciano. O Cutanda, en Bilbao, que pinta los movimientos sociales con la misma conciencia con la que pintaba los pogromos medievales. Una huelga de obreros en Vizcaya (1892) domina la segunda planta con su portentoso tamaño y con un marco que replica vigas metálicas en madera policromada, fabricado en 2004 a partir del original, perdido.
A lo largo de la muestra, interesan las transformaciones sociales que refleja el arte, pero casi más aquellas que quedan fuera del lienzo: los artistas, que aunque pinten a obreros son todos burgueses o aristócratas; la tensión entre esos cuadros oficiales que no huyen de la grandilocuencia técnica y ese otro arte que queda inteligentemente expuesto en los gabinetes y en las obras de menor tamaño; la esperanza de que se produzca algún cambio en el país y la fuerza represiva para evitarlo; la ficción de un liberalismo estético tapado por el “turno” entre Cánovas y Sagasta y la red de caciques… Todo eso puede verse en los cuadros sin necesidad de hacer muchas carambolas teóricas. Las fotografías de la Virgen de San Roque de Sevilla, en uno de los gabinetes, replican la misma sorpresa ante el encuentro entre la modernidad y lo atávico que el cuadro Viernes Santo en Castilla, de De Regoyos. Una autopsia, de Enrique Simonet, mezcla el simbolismo, la imagen erótica de un cuerpo femenino muerto y el interés realista por los objetos médicos en una imagen que hoy es prácticamente ininteligible. ¿Es un cuadro moderno? ¿Una suerte de decadentismo higienizado?
La autoría femenina, ínfima en la muestra, es también crucial aquí para entender qué no pasó o qué tardó en ser observado: Elvira Santiso pinta a sus alumnas para En la clase de dibujo. Ordenadas frente a sus caballetes, sus presencias ilustran frágilmente ese cambio en la educación superior femenina, que creció en más de un 10% entre 1890 y 1910. En los gabinetes destinados a la educación, las fotografías muestran estas tensiones institucionales y sus contradicciones: la educación dominada por una Iglesia represora y deprimente (muy elocuente Entrada en el colegio, de Ricardo Baroja); los intentos de reforma representados por la Escola del Bosc, en Barcelona; la ILE y el Instituto Internacional, o la extensión de las prácticas coloniales a través de los misioneros católicos.
La inclusión de artistas de Cuba y Filipinas, todavía colonias pero no por mucho tiempo, es también un acierto: la escultura Pobre vencido, del manileño Domingo Teotico, es un grito de auxilio sobre las condiciones materiales de los filipinos a finales de siglo. En toda la muestra, el arte oficial acusa la tensión entre una renovación excesivamente lenta de los temas y la creciente sospecha, que infectará los salones académicos, de que las formas decimonónicas no podrán contener el impulso de un siglo que empezará tarde para España, pero que la cambiará para siempre. Para entender cómo sigue la historia, habrá que perseguir a Picasso en París.
‘Arte y transformaciones sociales en España (1885-1910)’. Museo del Prado. Madrid. Hasta el 22 de septiembre.
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