Delicias (y malicias) musicales turcas
ABAO Bilbao Ópera estrena hoy ‘El rapto del serrallo’, en la que Mozart se apuntó a la moda de representar la música turca con procedimientos codificados, y en gran medida inventados, durante el Clasicismo y con estereotipos discriminatorios
En las apropiaciones o reproducciones interculturales suelen predominar los estereotipos sobre la fidelidad, el cliché sobre la objetividad, la simplificación sobre la complejidad, la brocha gorda sobre el trazo fino, la caricatura sobre el retrato fiel. La tendencia normalmente se acentúa cuando quien retrata (o desfigura) es Occidente y el retratado (o deformado) es Oriente. Así lo denunció Edward Said, perfectamente pertrechado de razones y bisturíes analíticos, en Orientalismo, un ensayo que obligó a ver bajo u...
En las apropiaciones o reproducciones interculturales suelen predominar los estereotipos sobre la fidelidad, el cliché sobre la objetividad, la simplificación sobre la complejidad, la brocha gorda sobre el trazo fino, la caricatura sobre el retrato fiel. La tendencia normalmente se acentúa cuando quien retrata (o desfigura) es Occidente y el retratado (o deformado) es Oriente. Así lo denunció Edward Said, perfectamente pertrechado de razones y bisturíes analíticos, en Orientalismo, un ensayo que obligó a ver bajo una luz diferente las concepciones y representaciones eurocéntricas de, sobre todo, el Levante, dominadas secularmente por lo que él llamó un “retrato discriminatoriamente ideológico de nosotros y ellos”.
En el estudio de Said sólo se encuentra una mención de pasada a El rapto del serrallo, de Mozart, que él cita hermanada con La flauta mágica. Mientras que en esta “los códigos masónicos se entremezclan con visiones de un Oriente benigno”, el Singspiel anterior, que se estrena hoy en el Palacio Euskalduna de Bilbao en una nueva producción dirigida escénicamente por Mariano Bauduin, compartiría con ella “una forma de humanidad en el Oriente especialmente magnánima”. Quizá resulta más discutible que fuera esto, como afirma el crítico literario palestino, lo que despertó la simpatía de Mozart por la exótica ambientación del libreto de Gottlieb Stephanie, y no tanto el furor de sus contemporáneos vieneses por la música escrita con profusión de “turquerías”, habida cuenta de que encontramos también esta misma influencia en obras puramente instrumentales del salzburgués, como el famosísimo rondó de la Sonata para piano K. 331, que ya en la primera edición de Artaria (hacia 1784) llevaba en su encabezamiento la indicación “Alla Turca”, o la sección central del rondó final del Concierto para violín núm. 5, también en La mayor, conocido espuriamente como “Turco”. Pero aquella moda no fue flor de un día, ni mucho menos, y su sombra es tan alargada que la utilización de instrumentos (con el prominente añadido de un flautín) y elementos musicales supuestamente turcos u otomanos llega, lo que es en cierto modo comprensible, hasta la Marcia alla turca de la música incidental para Las ruinas de Atenas, de Beethoven, o, lo que resulta mucho más sorprendente, el episodio marcial (“Alla Marcia”) del último movimiento de su Novena sinfonía, tan universal y —aparentemente— deslocalizada.
El porqué hemos de buscarlo en que durante el clasicismo se dio forma a lo que podría calificarse de una sinécdoque musical, tomando una parte muy concreta de la música turca (la que tocaban las bandas militares de jenízaros para infundir valor a los soldados) por el todo. Por eso encontramos, por un lado, una serie de instrumentos habituales en este tipo de música marcial, como bombo, platillos (un invento turco exportado a Occidente), panderetas y, como un añadido orientalista, triángulo, quizá para suplir el tintineo constante de un artilugio que sí era habitual al frente de la banda jenízara o mehter, una suerte de paraguas del que colgaban multitud de cascabeles y campanillas metálicas que sonaban al girarlo o agitarlo. Conocido con nombres muy diversos (jingling Johnny o Turkish crescent en inglés, chapeau chinois en francés, Schellenbaum o “árbol de cascabeles” en alemán, chinesco o creciente turco en español, mezzaluna turca en italiano, por la media luna que coronaba el palo central), Berlioz llegó a requerir su empleo, esta vez con el nombre de pavillon chinois, en la Apothéose de su Symphonie funèbre et triomphale, una obra compuesta para la inauguración de la Columna de Julio de la plaza de la Bastilla de París en 1840.
Con música desprovista de las sutilezas de la occidental, se lanza un mensaje muy claro: civilización versus barbarie
Pero, más allá de los timbres percutivos, se estandarizaron también una serie de procedimientos estrictamente compositivos que, en el imaginario europeo de la segunda mitad del siglo XVIII, pasaron a ser sinónimos de una música turca idealizada y, en gran medida, euroinventada. Entre ellos son especialmente frecuentes los saltos de tercera, los grupetos (escritos, no reducidos a un símbolo, como sucede desde el primer compás del rondó “Alla Turca” de Mozart), notas contiguas repetidas, mordentes de tono o semitono respecto a la nota principal, ritmos binarios con una fuerte acentuación de la primera parte, armonías inmutables o bruscamente cambiantes y escritura al unísono. Podría decirse que es música desprovista de las sutilezas, las modulaciones o la complejidad rítmica y armónica de la música occidental, lo que está lanzando un mensaje subliminal muy claro: esta última es muy superior a la oriental —llámese turca—, cuyas principales señas de identidad en el constructo clásico son la simplificación y la repetitividad. En otras palabras, civilización versus barbarie, si bien esta se muestra ya domesticada al presentársenos reflejada en los espejos cóncavos del callejón del Gato. El esperpento, sin embargo, funcionó y muchos grandes compositores lo hicieron suyo.
El rapto del serrallo es lo que en la época se conocía como una ópera de rescate, a la manera de Le rencontre imprévue, de Gluck, o L’incontro improvviso, de Haydn, dos variantes de un mismo tema y con rasgos musicales turcos ya desde la obertura de una y otra. Un rescate sería también, andando el tiempo, el desencadenante de la trama de Leonore, de Beethoven, aunque el protagonista es en este caso un preso político. Ambas comparten un elemento español, así como el nombre simbólico de sus protagonistas: tras disfrazarse de hombre, Leonore se hace llamar Fidelio, mientras que el nombre de la española presa en el serrallo del bajá Selim es, cómo no, Konstanze, dos mujeres, por tanto, fieles a sus maridos aun en la mayor adversidad. Esto se contrapone a la inconstancia y brutalidad de los turcos, no ya tanto de sultanes o bajás como de sus inferiores, que es lo que sucede justamente en el Singspiel de Mozart con Osmin, retratado como una persona violenta, malvada y vengativa.
En los libretos de la época abundan los tópoi asociados comúnmente con los turcos, comenzando, claro, por su promiscuidad, de ahí que, ya desde el título, la ópera de Mozart se desarrolle en un serrallo, puesto que pocos lugares pueden desatar tantas fantasías sexuales de un hombre occidental como un harén, que es también un espacio de poder y dominación. De su fe musulmana, el aspecto que más juego da y más burlas permite en una comedia es su aversión al alcohol, una imposición que Osmin olvida rápidamente en cuanto Pedrillo le convence para que pruebe las bondades del vino. La magnanimidad de Selim al perdonar a Belmonte y permitir que se lleve a Konstanze se aparta del deus ex machina de la fuente de inspiración del libreto de Stephanie (donde ellos son padre e hijo) y propone una vuelta de tuerca aún más antiturca al convertirlo en un renegado español.
En uno de sus escritos, fechado en 1835, más de medio siglo después del estreno vienés de El rapto del serrallo, Robert Schumann relata por medio de uno de los dos egos en que le gustaba escindirse, Florestan (apasionado y tempestuoso), cómo, tocando al piano uno de los Nocturnos de John Field, con Eusebius (su otro yo, nostálgico e introspectivo) pasándole las páginas, “me tropecé con el registro jenízaro”. Y es que la efervescencia turca no amainaba y no faltaron tampoco avispados constructores de pianos que inventaron un pedal mediante el cual, sin dejar de tocar, el intérprete podía contar, a modo de acompañamiento, con sonidos que emulaban a los de bombo (al golpear una baqueta la tabla armónica), platillos y triángulo o campanillas. Es decir, un piano con grupo de percusión —o banda jenízara— incorporado. El caso era hacer ruido.
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