‘Los papeles de Admunsen’, la primera novela de Manuel Vázquez Montalbán que permanecía inédita
El padre del detective Pepe Carvalho retrató su época a mediados de los sesenta en un manuscrito reencontrado en 2022 que ya refleja su estilo y sus preocupaciones y que visibiliza la represión de la dictadura. Navona la publicará el día 16 y ‘Babelia’ adelanta ahora sus primeras páginas
Yo quería ahorrarle inútiles preocupaciones. Por eso le había ocultado durante todos estos días pasados las incidencias de mis relaciones profesionales con Laarsen y con Bird’s, el lubrificante que es a la vida de los motores lo que la jalea real a la de los hombres. Pero Ilsa las había adivinado a través de mis largos paseos por el piso, las horas y horas muertas al lado de la cama, el silencio de la máquina de escribir sobre el portador metálico. Hoy ha comentado extrañada todos esos síntomas y se ha quejado de mi silencio. La discusión la ha ido entristeciendo otra vez más y finalmente dos ...
Yo quería ahorrarle inútiles preocupaciones. Por eso le había ocultado durante todos estos días pasados las incidencias de mis relaciones profesionales con Laarsen y con Bird’s, el lubrificante que es a la vida de los motores lo que la jalea real a la de los hombres. Pero Ilsa las había adivinado a través de mis largos paseos por el piso, las horas y horas muertas al lado de la cama, el silencio de la máquina de escribir sobre el portador metálico. Hoy ha comentado extrañada todos esos síntomas y se ha quejado de mi silencio. La discusión la ha ido entristeciendo otra vez más y finalmente dos lágrimas a punto de desprenderse le han hecho volver la cara hacia el ventanal. Le he acariciado las mejillas y de improviso me ha besado la palma de una mano.
—Tengo ganas de que no tengas que hacer esas odiosas campañas de publicidad. Escribe... Hace meses que no intentas nada.
He compuesto un bonito discurso de disculpa. Nunca se cansa de oírlo y lo he repetido con cierta periodicidad a lo largo de nuestros cinco años de matrimonio. Nunca queda convencida, pero sirve para que busque urgentemente otro tema de conversación.
Hoy se ha quedado más triste que otras veces. He permanecido sentado al lado de la cama mucho rato, con una mano suya entre las mías. Poco a poco su brazo ha ido quedando inerte y por fin se ha dormido. Ilsa tiene el sueño ligero y la penumbra del crespúsculo me ha hecho caminar receloso hasta el ventanal. El rincón del parque estaba como cada día, como ha estado siempre. He recordado aquellos dos años en los que evocar este rincón se asociaba con la imagen de esta alcoba, de la ausente Ilsa, de toda la tristeza por la vida que perdíamos. Después todo ha adquirido un cierto aire rutinario; incluso la tristeza que nos invade cuando mencionamos algo referente a todo aquello también es rutinaria; una manera más de comportarnos ante un estímulo muy percibido.
Pero hoy era un poco distinto. Ilsa está en cama desde hace unos meses y, aunque ya se acerca el fin de su postración, se han acumulado los días y las impaciencias constantes. Ilsa se consume lentamente. Casi me da angustia tocarla, tan frágil me parece. Por otra parte, la imagen de Laarsen y su maldito producto me producen cierta desazón.
Desde mi prestación a las campañas publicitarias de las pastas para sopa Raid había estado varias semanas sin trabajo. Arturo me proporcionó una tarjeta de recomendación. Ni siquiera la escogió. Era la primera del montoncillo que llenaba un compartimiento de su billetero.
—¿Queda bien así? No te quejarás.
No podía quejarme. «Técnico publicitario»… «Gran amigo mío»… «Competente»… «Atiéndalo como si de mí se tratase». Las entrevistas con el señor Laarsen fueron poco propicias al principio.
—¿Arturo? Gran chico. Mucha vista…, mucha… ¿Quién hubiera dicho que su sistema de mueble aplicado cuajaría? ¿Eh? Estos jóvenes pitan. Ya era hora. Ideas. Nuevas ideas. Eso es lo importante, ¿no?
Yo le iba contestando que sí; con ese sí mecánico y silencioso que mi cuello ha aprendido a hacer con suma destreza y discreción. Idéntico gesto he compuesto ante las sucesivas correcciones que Laarsen ha ido formalizando contra mi proyecto de lanzamiento de Bird’s, el lubrificante que es a la vida de los motores lo que la jalea real a la vida de los hombres.
—Abusa usted de los datos, Admunsen. Impacto, impacto. Todo el proyecto de montaje del stand en la Feria de Muestras carece de…, eso es…, agilidad.
Por fin nos hemos puesto de acuerdo últimamente. Esta mañana, por ejemplo, la coincidencia no ha podido ser más total. Laarsen ha estado toda la mañana prodigándome elogios y me ha retenido a su lado hasta las primeras horas de la tarde. No parecía tener prisa. Le he pedido permiso para usar el teléfono y su asombro por mi pregunta ha constituido una afirmación absoluta y campechana. Yo telefoneaba a casa de mis padres y mientras esperaba una voz al otro lado del hilo he alargado el cuello para descifrar las anotaciones que Laarsen hacía sobre mis bocetos. Luego he explicado a mi madre la conveniencia de que bien ella o la madre de Ilsa fueran a nuestro piso para prepararle la comida que yo ya había dejado comprada ayer por la tarde. Le he dicho también que besara a Ilsa de mi parte, bajando un tanto la voz, pero Laarsen lo ha oído porque ha levantado la cabeza y me ha sonreído, cómplice.
—¿Algún asuntillo?
—No. No. Mi esposa.
—¡Ah! Es verdad. ¿Sigue bien? Es decir, ¿está mejor?
—Sí. Mucho mejor. Ya…
Pero Laarsen se desparramaba sobre su silla giratoria y clavaba en mí sus ojos pequeños y sonrientes, bajo las cejas canosas.
—Esto va mucho mejor, Admunsen. Los slogans pueden utilizarse casi todos: «Bird’s en su coche, un coche para toda la vida», me encanta.
—Este slogan, señor Laarsen, sirve para revistas de mecánica aplicada, revistas de divulgación no muy caras… En fin, para propietarios del único coche de su vida. Un coche utilitario. O de camionetas de transporte, ¿comprende?
—Bien visto. En cambio: «Bird’s acorta las distancias» es para otra clase de consumidor y «Con Bird’s su coche será envidiado», «¡Alto! ¡Pasa Bird’s!»… Bien. Bien. Las cuñas radiofónicas también bien, y las televisivas. Lo que hemos de acabar de fijar es lo del stand de la feria. Pero no es cosa de hoy. ¿Querrá creer que todavía no nos han confirmado los metros cuadrados que pedimos en el palacio número dos?
Laarsen enlazó los dedos sobre su abdomen y cabeceó para alejar un mosquito. El mosquito permaneció unos segundos curioseando la invisibilidad de las hélices del ventilador y decidió zambullirse en sus vueltas.
—¿Quiere usted tomar algo?
—No. No.
—¿Un Campari? ¿Vermut? En un momento nos lo traen.
Laarsen apretó con el pie un timbre y la puerta de su despacho forrado de cuero hasta media pared se abrió. La secretaria con medias Zenith, rouge Loca, tinte de pelo Zodiaco y busto propio, se presentó con el carraspeo de otros días y el «¿Me llamaba?» insuficiente de voz. Laarsen encargó un Campari para mí tras interrogarme con la mirada y dar mi vacilación por respuesta.
—Y para mí un jerez. Traiga algunos canapés, ya sabe usted. Más o menos como otras veces. Conoce bien mis gustos. ¿Son los suyos, Admunsen?
—¡Oh, sí, sí! Desde luego.
—No, si no quiere…
—¡Oh! Sí, sí… No faltaba…
Laarsen cerró los ojos en un utilísimo gesto que despedía a la secretaria, ratificaba complacido nuestra similitud de gustos y mostraba su satisfacción por una mañana bien aprovechada. La secretaria desapareció y Laarsen se pasó la mano por la calva cercada por el pelillo gris de los parietales, indicándome con la otra mano su deseo de que me aproximara a la mesa.
—¿Me puede tararear usted esa melodía que servirá de sintonía para las cuñas radiofónicas?
Me puse serio, miré fijamente hacia un ángulo de la habitación donde los cristales abotonaban trabajosamente sobre las estanterías los tomos de información comercial y comencé a silbar «Siempre hace buen tiempo». Laarsen seguía la melodía con los dedos peludos y gruesos tamborileando sobre el vidrio que cubría la imponente mesa.
—Me parece bien. Muy oída. Pero no me importa. La melodía de las cuñas televisivas ha de ser más…, cómo le diría yo…, ligera, pícara. ¿Cómo hace?
Le silbé «¿Qué tiempo hace en París?» y «Torrente».
—Muy tristona la primera.
—Son cuñas de sobremesa. Es algo más bien apacible. Recordará al matrimonio o a la familia el verano pasado, las carreteras, la posibilidad de unas vacaciones, el cochecito, Bird’s.
—Sí. Sí. No está mal. Bueno. Como ya escucharé las pruebas en cinta magnetofónica, aplazo mi opinión definitiva. Lo que he observado es que usted critica algo los dibujos…
—Los noto descentrados. Este, por ejemplo, es demasiado descriptivo para una revista de modas y este, en cambio, es excesivamente alegórico para una revista de motores a explosión. Los destinados a la prensa diaria me parecen correctos.
Laarsen dio varias vueltas a una de las fotografías de los diseños.
—En fin. De momento parece que vamos por buen camino.
Y al decir esto levantó bruscamente la cabeza hacia mí y me enfrenté a su sonrisa abierta y fija durante unos segundos. Por fin se relajaron sus mejillas y la magnífica dentadura postiza desapareció detrás de los labios violáceos. Llevó una mano hasta el bolsillo superior de la chaqueta y acarició la punta del pañuelito de seda azul con topos rojos mientras volvía a mirar las fotografías.
—Guapa chica, ¿eh? Está pero que muy buena.
Me miraba interrogativamente y asentí. La muchacha aparecía en la fotografía mirándose las medias, curiosidad que no terminaba en las rodillas, sino que precisaba el alzamiento de las faldas y la satisfecha comprobación de la calidad de la malla sobre los muslos. A unos metros estaba un coche aparcado y un pícaro otoñal de buen ver sacaba la cabeza por la ventanilla, guiñaba el ojo al espectador y exclamaba:
¡Suave! ¡Como Bird’s!
—Bien escogida, Admunsen. Bien. Tiene mucha gracia. Esta foto ampliada como fondo de nuestro stand en la feria conseguirá un magnífico aspecto. Laarsen retiró las fotografías hacia delante y meditó algún tiempo antes de hablarme.
—Se le ve a usted poco por todas partes, Admunsen.
—Salgo poco.
—Hace usted mal. Muy mal. ¿Por qué no se pasa algunas mañanas por el Pequeño Salón? Allí nos vemos muchos amigos. Gente con talento y con poder. Tendría usted magníficas oportunidades. Ya ve. La concesión de la publicidad de Bird’s la obtuve allí. Usted se encontraría un poco desplazado. ¿Qué edad tiene?
—Veintiocho años.
—¡Huy! Mucho antes empecé yo. Claro que eran otros tiempos. Más fáciles… Sí. Pese a lo que se diga, más fáciles. Se lo digo yo a usted y sé lo que me digo. El que era listo sacaba partido. ¿Comprende? Diez años bien aprovechados. Pero ahora también hay campo abierto para la juventud. Si yo pudiera coger su edad.
Laarsen regresó los ojos nostálgicos hacia la mesa.
—Y a esta preciosidad.
Deslicé la mirada por las paredes forradas de cuero y la biblioteca repleta de libros impersonales: dietarios, colección de Razas Humanas, El hombre de negocios…
—Inmediatamente pondré todo esto en marcha. Dentro de dos días iniciaremos la campaña y el stand de la feria debe estar ultimado en esta semana. A ver si a última hora fallan los del filmlet. Y usted, Admunsen. ¿Qué me dice de usted mismo?
—¿Yo?
—¿Por qué no presta sus servicios de una manera regular, aquí en la agencia, por la mañana…?
—Mi esposa…
—¡Ah! Ya. Lo olvidaba. Pero después. ¿No le interesaría? Una situación como la suya no la he respetado en ningún otro. La agencia tiene porvenir. Esto de Bird’s la ratificará. No cabe duda.
Entonces penetró la secretaria en el despacho y Laarsen acogió con una sonrisa la policromía de las tapas en los platillos azules. Me señaló el sofá y me senté a unos palmos de la mesa, alargando los dedos en cuya punta se sostenía el palillo, selectivo. Laarsen impidió la retirada de la secretaria.
—Berta, siéntese. Se lo pido por favor. Tome algo con nosotros. Es la mejor mecanógrafa del mundo, Admunsen.
Me apresuré a ceder el sofá a la sonriente Berta. Fui a por una de las sillas alineadas a lo largo de la pared y al regresar con ella Berta ya había cruzado las piernas, dejado los lentes ahumados sobre la mesa, comido una aceituna rellena y pinchado una almeja que goteaba implacable sobre el platillo ante la mirada interesadísima de Laarsen, que intuitivamente apartaba las carpetas del derredor.
—¡Ah! Berta. ¡Berta! Ya la conocerá usted, Admunsen. Ya la irá conociendo. No adivinaría usted nunca de qué nacionalidad es su novio. Berta emitió una risita de familiaridad con la futura broma del señor Laarsen.
—¿Americano?
—No. No. Más raro. Berta es una chica muy imaginativa.
—Bantú, ¿acaso? Reí mi broma, con cierta discreción.
—Mi novio es australiano.
—Y por correspondencia. Dígalo todo, mujer, dígalo todo.
Berta y Laarsen iniciaron un dueto de risas que yo coreé perdiendo la oportunidad de masticar la almeja que colgaba peligrosamente del palillo despuntado.
—A mí me gustan estas cosas.
Y Laarsen alargó y abrió los brazos intentando abarcar todos los contenidos en la habitación. Por lo que dijo a continuación sobre nosotros y el trato cordial adiviné que las «cosas» eran las tertulias con los subordinados, la comunicación humana. El contenido de los platos desaparecía al socaire de nuestras miradas y nuestros silencios, cada vez más largos. Laarsen se bebió dos copas de jerez y yo repetí mi Campari. Berta optó por el jerez y solo consumió media copa.
—A mí las almejas me encantan.
Y rítmicamente bajaba y subía la cabeza, miraba ahora a uno ahora a otro y con las manos se estiraba la falda sobre las rodillas. Contagiado, afirmé dos o tres veces y Laarsen rio satisfecho. Repentinamente, ojeó su reloj y se golpeó la frente con la punta de los dedos.
—¡Dios mío! ¡Qué hora es ya! Tendrán que disculparme. Había olvidado una cita.
Miré el reloj y cabeceé contrariado por la contrariedad de Laarsen. Se puso en pie, engulló el último canapé de caviar y nos invitó a proseguir sin su presencia.
—¡Oh, no! Desde luego que no —dijo rápidamente Berta.
Yo añadí que también tenía prisa y Laarsen, mientras se abotonaba el chaleco y la chaqueta, musitó «Como quieran» varias veces. Me tendió una mano y ante la interrogación que le planteaba mi otra mano que señalaba las cuartillas derramadas sobre la mesa, me observó perplejo…
—Ah. Sí. Vuelva dentro de dos días. Trabaje sobre todo lo de la Feria de Muestras. Es la piedra de toque. La materialización. ¿Entiende? Ya está casi bien, pero falta un…, ¿eh? Bueno.
Laarsen salió del despacho y yo cedí el paso a Berta. Accedimos al despacho colectivo, donde un par de empleados aguardaban de pie, con los brazos cruzados y ademanes impacientes que diluyeron al vernos salir. Perdí de vista a Laarsen y me encontré a pleno sol, a las dos y media de la tarde, semivacío el bulevar bajo los plátanos. El aperitivo me había aguzado el apetito y descendí sin prisa hacia las callejas traseras de la Jefatura de Policía. La ciudad estaba comiendo y el sol, excesivamente intenso para mayo, me hacía buscar la sombra de los árboles o los balcones. Escogí una cafetería que había sido nueva pero que desperezaba ahora un toldo descolorido y extendía sobre la acera sillas metálicas de esmalte desconchado.
Engullí el consomé y el bistec con champiñones en poco tiempo. La camarera tenía el cutis morenito, los ojos negros y los labios de un rouge subido. Su cuerpo abundante pero elástico me atraía. Miré mi rostro en el espejo que respaldaba toda la botellería alineada sobre una estantería forrada de plástico y puse la mano sobre mis cabellos, intentando cubrir algo las entradas escandalosas y la coronilla despoblada como en una tonsura. La camarera se acodó sobre el mostrador y con la cara entre las manos seguía los movimientos de algunos transeúntes que descendían hacia la avenida. Reclamé su atención para pedirle una botella de vino helado. La trajo y corté su movimiento espontáneo de llenarme el vaso.
Inicié un tema de conversación convencional: el trabajo, los clientes escasos.
—Ya es raro. Viene gente. Antes de entrar usted he llegado a tener quince clientes en la barra.
La muchacha sonreía y sus dientes blancos e iguales se rompían de una manera casi imperceptible en la punta del incisivo derecho. Debió de notar la constancia de mi observación porque encontró mis ojos con los suyos y me envió una lejana ráfaga irónica. Bajé los ojos hacia el vaso y aplasté la mano contra el cristal vaporoso por el frío. La botella medió en unos minutos y entre tanto la cintura de la camarera, a la altura del mostrador, parecía tensa y perfectamente ajustada sobre las caderas redondas y macizas. Notaba una cierta sensación de deseo y la imagen de Ilsa se me impuso como un borrón de sábanas blancas y aromas del parque. La botella de vino terminó y me consideré lo suficientemente bebido como para hacer sonar los dedos, señalar la botella y hacer un vuelo con la mano.
—¿Otra?
Asentí con la cabeza y me observé nuevamente en el espejo. Recordaba mi sensación de adolescente borracho ante el mundo ya entreabierto; aquella potencia súbita en mis hombros; la falsa ligereza de las piernas; la elasticidad de la lengua y las ideas. Ahora, en cambio, habitualmente mis borracheras desembocan en carga erótica o modorra. Pero urgía seguir bebiendo, por la mera necesidad de conseguir un estado distinto. Los ruidos comenzaron a remontarse, parecía como si colgaran del techo, y el sabor fresco y agrio del vino se me cebó en el olfato. La camarera paseaba indolentemente detrás de la barrera y alguna que otra vez miraba hacia mí con la más completa indiferencia. A medio terminar la botella le pedí por señas la cuenta y pagué con billetes arrugados sacados del bolsillo del pantalón.
—¿Qué buscas con no guardar el dinero en un billetero? ¿Escapar a la sensación de burgués?
Sonreí por el recuerdo de las palabras de Ilsa y distraído dejé caer un billete y descendió pausadamente hasta el suelo regado de servilletas de papel y colillas. Me agaché y al levantarme topé con la sonrisa divertida y animal de la camarera, complacida por mi esfuerzo grotesco.
Me devolvió el cambio. Dejé la propina en el platillo de baquelita.
El «gracias, señor» de la muchacha pareció engancharse en el ruido de la caja registradora mientras yo empuñaba el abridor de la puerta con decisión. Los ruidos de la calle me llegaron lejanos, casi extraterrenos. Me limpié con una manga el sudor de la frente y anduve calle abajo con una sensación opresiva en los oídos. Disponía de tiempo para dar una vuelta, para detenerme ante cualquier centro de interés. Recordaba lo maravillosa que me resultaba aquella sensación años atrás, cuando del brazo de Ilsa recorría los paisajes urbanos, aplazados luego durante dos años.
Y luego, ya en casa, un ligero dolor de cabeza era todo el resto de las primeras horas de la tarde. Después de la discusión con Ilsa, el parque anochecido y la brisa que huele a magnolias me han despejado totalmente. Me he apartado de la ventana, he ido hacia el despacho y he colocado ruidosamente una cuartilla en la máquina. Después han pasado lentamente los minutos y un cigarrillo se encendía con el que se consumía, y así una y otra vez. Finalmente he apagado la luz. El monte, enfrente de la ventana del despacho, se envolvía de noche y de lucerío de las carreteras que reptan por su falda. Entre él y yo, la ciudad, en la hondonada; ruidos lejanos y, más próximo, el rumor de las hojas del parque, exprimidas por el viento. Es el paisaje que sigue a todas las horas de frustración ante esta máquina de escribir.
Ilsa dormía. Inconscientemente había bajado la sábana hasta la cintura y el pecho subía y bajaba en la penumbra. La melena se esparcía por la almohada y he reagrupado sus cabellos en torno del cuello delgado y blanco. Los pequeños labios pálidos de Ilsa estaban entreabiertos y una leve sonrisa animaba su cara, levemente brillante por el sudor.
El reloj me advertía que había llegado la hora de prepararle la cena, pero Ilsa estaba excesivamente desvalida para que la dejara sola y todo el tiempo que he seguido a su lado lo he invertido en imaginar batallas imposibles con dragones: Ilsa derrumbada en tierra por el miedo y los sollozos y yo enfrentado al monstruo con la eficaz arma de una máquina de escribir que crujía sobre su piel viscosa y acartonada.
Los papeles de Admunsen
Navona, 2023
464 páginas. 25 euros
A la venta el 16 de octubre
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