Ohad Naharin, rapsodia para un mundo dividido
En el portugués Festival de Almada se dan cita ‘MOMO’, el espectáculo más reciente de la Batsheva Dance Company, en el que se advierte el desencuentro de dos maneras de estar en el mundo, y la lectura impecable de Peter Stein de ‘La fiesta de cumpleaños’, de Pinter
Con la luz de sala encendida, cuatro bailarines con pantalones militares y el torso desnudo avanzan al unísono, como un banco de peces. Ohad Naharin, que llevaba desde antes de la pandemia sin estrenar coreografía alguna, ha ensayado con ellos hasta imprimir a sus desplazamientos la sincronía de un coro trágico. Su avance es implacable. Son cazadores al acecho, protones del núcleo de un átomo. La entrada de un electrón libre, de movimientos desarticulados y sinuosos, no les preocupa: es poquita cosa para un grupo tan compa...
Con la luz de sala encendida, cuatro bailarines con pantalones militares y el torso desnudo avanzan al unísono, como un banco de peces. Ohad Naharin, que llevaba desde antes de la pandemia sin estrenar coreografía alguna, ha ensayado con ellos hasta imprimir a sus desplazamientos la sincronía de un coro trágico. Su avance es implacable. Son cazadores al acecho, protones del núcleo de un átomo. La entrada de un electrón libre, de movimientos desarticulados y sinuosos, no les preocupa: es poquita cosa para un grupo tan compacto. Tampoco le dedican ni una mirada a la bailarina que entra instantes después, con paso de grulla y vuelo de anátida, ni a ninguno de los bailarines excéntricos que irán dejándose caer por el escenario durante el comienzo de MOMO.
En la nueva pieza de la Batsheva Dance Company, presentada el jueves en Lisboa dentro del programa del Festival de Almada, Naharin superpone dos coreografías. Una, de concepción propia, es un mecanismo de precisión, encarnado por cuatro bailarines atléticos, inexorables, ajenos a cuanto sucede a su alrededor. La otra, es creación genuina de cada uno de los siete bailarines que la interpretan. Una vez ambas estuvieron listas, Naharin las superpuso. De ahí que el cuarteto nuclear y los siete electrones libres deambulen por la escena sin encontrarse.
Mientras el grupo compacto mantiene un contacto estrecho y se tiene a sí mismo, sus pares libérrimos andan desagregados, exaltando su individualidad u observando lo singulares que son cada uno de sus seis compañeros. El cuarteto es varonil, mientras que la sexualidad de los demás es pluriforme o incierta, como también es plural su expresión cinética, en la que cada bailarín ha dado rienda suelta a su imaginación. El ensamblaje de dos materiales tan diferentes deja mucho espacio al público para interpretar lo que acontece.
Nacido en 1952 en el kibutz Mizra, hijo de un psicólogo especializado en psicodrama y de una coreógrafa y bailarina, Naharin no empezó a bailar hasta los 22 años de edad. En los primeros kibutzim israelíes (comunidades originariamente agrícolas de inspiración sionista y socialista), todo era de carácter comunal, los niños eran criados colectivamente y las mujeres trabajaban codo con codo con los varones. Pero a partir de la segunda mitad del siglo XX, y, sobre todo, de la desintegración de la URSS, sus habitantes introdujeron la propiedad privada, se volvieron más individualistas y el trabajo tendió a ser de nuevo cosa de hombres, principalmente.
En MOMO se advierte el desencuentro de dos maneras de estar en el mundo: la de quienes se aferran a la seguridad que ofrecen el grupo y sus reglamentos y la de quienes anhelan andar otro camino, indefinido, inestable, personalísimo, como el que Naharin propuso para la danza a finales del siglo pasado con un método (Gaga, se denomina) basado en una búsqueda individual de un movimiento propio. Este espectáculo puede leerse libremente de cien maneras, pero la imagen de los cuatro bailarines masculinos, oteando el horizonte desde lo alto del rocódromo que se alza en penumbra, al fondo del escenario enorme del Centro Cultural de Belém, tiene, en este contexto, un paralelismo con la imagen de los primeros colonos israelíes de Palestina, que vigilaban sus asentamientos fortificados desde lo alto de sendas torres.
Hay no pocas imágenes sugestivas e inquietantes en MOMO (que se representará en Madrid en mayo de 2024), pero el espectáculo avanza como una cinta continua, sin los quiebros y sorpresas felices de otras piezas de Naharin.
También en el Festival de Almada se representó, la noche anterior, La fiesta de cumpleaños, de Harold Pinter, dirigida por Peter Stein, que sigue en plena forma a sus 85 años. El que fuera cabeza rectora de la Schaubühne durante dos décadas puntea con precisión la atmósfera de amenaza que sobrevuela esta obra de 1958, a partir del momento en el que el dueño de la pensión anuncia la llegada de dos individuos implacables, Goldberg y McCann.
En esta ocasión, Pinter escribió bajo el influjo de El proceso, de Kafka: su obra cuenta algo parecido, en un ambiente doméstico amable, para que el espectador sienta en carne propia e peligro que hacecha al protagonista. La interpretación excelente de los seis actores italianos responde a una dirección atenta a los contrastes, rica en detalles, conocedora hasta el extremo de todos los recursos de la convención teatral.
‘MOMO’, de Ohad Naharin. Producción: Batsheva Dance Company. Madrid, 22 y 23 de mayo de 2024.
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