Los cajones de sastre de Néstor Sanmiguel Diest
Arrinconado durante años, el artista protagoniza una doble muestra en Madrid y Vitoria-Gasteiz con aires de consagración definitiva, que renuncia a la retrospectiva clásica para dibujar un mapa mental de sus obsesiones
Néstor Sanmiguel Diest vive y trabaja en Aranda de Duero desde pequeño, cuando en 1956 su familia se mudó allí desde Zaragoza. Que esto casi exija una explicación dice mucho de nuestra inercia mental a la hora de ubicar supuestos centros y periferias. Él la despachó en una entrevista con el Diario de Burgos: “A mí me gusta estar aquí, y además Aranda es un centro”. Algo muy cierto en un puro sentido físico, porque Aranda queda cerca de Euskadi y de Madrid, de Zaragoza y de León, lugares con los que ha mantenido siempre contacto intelectual y donde expone a menudo desde la gran ...
Néstor Sanmiguel Diest vive y trabaja en Aranda de Duero desde pequeño, cuando en 1956 su familia se mudó allí desde Zaragoza. Que esto casi exija una explicación dice mucho de nuestra inercia mental a la hora de ubicar supuestos centros y periferias. Él la despachó en una entrevista con el Diario de Burgos: “A mí me gusta estar aquí, y además Aranda es un centro”. Algo muy cierto en un puro sentido físico, porque Aranda queda cerca de Euskadi y de Madrid, de Zaragoza y de León, lugares con los que ha mantenido siempre contacto intelectual y donde expone a menudo desde la gran muestra de 2007 en el MUSAC, que comisarió Beatriz Herráez y detonó su “descubrimiento”: otra idea/inercia que cuestionar, porque Sanmiguel no tenido jamás ínfulas de maldito o misántropo. Ni en lo civil ni en lo artístico: fue responsable de CCOO en Aranda y militante del Movimiento Comunista de Euskadi; fundó colectivos artísticos como A Ua Crag o el Segundo Partido de la Montaña; y ha expuesto donde le han invitado desde los setenta: en Teruel y en Logroño, en Barcelona y en Pinto, en Bilbao y en Abarca de Campos. Siempre ha estado ahí para quien supo mirar.
Y aparte, su frase también es cierta en un sentido simbólico. Sanmiguel, siempre en su propio centro, dice que el suyo es un “oficio de esquivar”: modas, pandillas, políticos y prebendas, desde luego. Y también de alejarse de la idea romántica y tardocapitalista del arte como expresión personal y branding que convierte al artista en logotipo fácil de vender. Con todo y con eso, su obra no para de ganar fama y fans dentro y fuera de España desde 2007, gracias también al esfuerzo decidido de Maisterravalbuena, su galería desde 2013. Ahora Herráez comisaría una nueva gran muestra, La peripecia del autómata, a caballo entre las salas del Reina Sofía en el Palacio de Velázquez, en Madrid, inaugurada a principios de junio, y el Artium de Vitoria-Gasteiz, que ella dirige, donde abrió sus puertas ayer.
Acierta al renunciar de partida a una retrospectiva enciclopédica e imposible para un proyecto y una figura de este tipo, y la plantea más bien como un mapa mental que ayude a neófitos e iniciados a ver más claras sus líneas de fuerza, motivos y ritornelos. Sanmiguel se considera “artista de taller”: es metódico, prolífico y tenaz. Echa en él horas incontables de trabajo minucioso y manual. Su atención al detalle milimétrico y al resultado final, sin prisas ni pausas, la aprendió de sus muchos años practicando el oficio heredado de su padre, como patronista, sastre industrial o bordador. Desde los noventa sus obras sobre lienzo son variaciones y declinaciones de series de poderosas y simbólicas “formas madre”, entre lo orgánico, lo mecánico y lo sexual, como letras de un alfabeto propio que de nuevo remiten al patronaje industrial. Compone palimpsestos de imágenes sacadas de recortes y papiers collés, que cubre de dibujos y textos literarios copiados a mano y satina con barnices y lacas. Acompaña esos grandes formatos de mucho trabajo complementario: dibujos, esquemas y pequeños formatos que sirven de retroalimentación, referencia y bajo continuo. Lo suyo es una carrera de fondo y largo recorrido, en mutación perpetua y gran coherencia evolutiva y formal.
Su atención al detalle milimétrico la aprendió ejerciendo el oficio de su padre, patronista textil
En el Retiro, Herráez acierta al seleccionar obras tempranas de los ochenta como prólogo y aprovechar los grandes espacios para dejar que respire la monumentalidad modular de series magnas como los 73 paneles de Las emociones barrocas (1997-2005) o los 107 de El buscador de perlas (2005). En Artium opta por un clima más íntimo, casi un buceo en la cabeza, la manera de pensar y trabajar del artista. Arranca con un despliegue de “formas madre” en distintos formatos a modo de diapasón y se centra en trabajos muy recientes. Los articula como frisos que trazan referencias de ida y vuelta a las hojas de su cuaderno de trabajo de 2019 en las vitrinas centrales (un esquema que remite por cierto al de muchos de sus dibujos biomorfos, como grandes células, protozoos y filamentos). Aquí está también la excelente colección del propio Artium, con referencias llenas de cachaza al contexto vasco como Los sentimientos no expresados del lehendakari, de 2004.
Porque el arte de Sanmiguel nunca es altisonante o forzadamente solemne. Sin duda es un artista complejo y exigente que trabaja muy en serio, pero también plásticamente disfrutón, capaz de imprimir a su obra dosis triunfantes de retranca y humor. En su texto para la exposición del MUSAC, Herráez daba en el clavo al hablar de su mordacidad, palabra-hallazgo que va como anillo al dedo al peculiarísimo sabor de boca que dejan sus obras. He buscado mordaz en el Diccionario de Autoridades de 1734, y se dice de algo “corrosivo, y que tiene acrimonia, o actividad para gastar, como mordiendo. Vale también áspero, y picante y acre al gusto o paladar”. Y vaya que si sabe así su trabajo y vaya que si corroe prejuicios y modas y expectativas sobre lo que hace o debe hacer el arte o lo que es o debe ser un artista.
Su obra es fascinante no solo por inventar su propio régimen creativo, sino por su gracia, poesía y misterio
Porque la misma pereza mental que llevaría a considerar Aranda de Duero como un sitio exótico o remoto es la que se dará por satisfecha tildando a Sanmiguel de artista “inclasificable”. Es verdad que su distanciamiento de lo dramático y lo personal ha resultado paradójico en una obra personalísima, de esas que nos hacer exclamar la trivialidad fatal del “¡Es que no se parece a nada!”. Pero solo los vagos mentales confunden inconfundible con inclasificable. Y de ahí, además, de propina, sólo hay un paso para la clasificación a traición en los cajones de sastre del art brut, los falsos primitivos y hasta de los idiots savants. Sería otra inercia mental, y fatal. Está por ver que sea deseable o posible clasificar a un gran artista, pero entre muchos otros posibles podemos encontrar un contexto y un horizonte para el trabajo de Sanmiguel en su inclusión en Locus Solus, la muestra que dedicó en 2012 el Reina Sofía a Raymond Roussel y la constelación de artistas y escritores e híbridos diversos (de Ashbery a Broodthaers, Duchamp o Perec) que como Néstor entienden su trabajo como desarrollo implacable de un procedimiento: su invención primero, y luego su conjugación inagotable y potencialmente infinita de variaciones.
En La clave unificada, un ensayo fundamental publicado al hilo de aquella exposición, César Aira hablaba de los “artistas de procedimiento” y postulaba una “clave unificada” para explicar este tipo de trabajos obsesivos y metódicos: su motivo último sería la ocupación del tiempo de vida del artista, la dedicación a un trabajo liberador y liberado de adherencias sentimentales, biográficas y anecdóticas, convertido en mundo autónomo. “Debió de inventar modos de escribir, marcos, formatos, que ocuparan la mayor cantidad posible de tiempo, la fusión de un máximo de significado con un mínimo de sentido” dice Aira de Roussel, y algo así podría decirse de Sanmiguel. Él mismo ha hablado a menudo del momento revelador en que hacia el año 2000, con 50 años, tras mucho experimentar, entendió que había dado con su modo propio de lograrlo, y que “no había límite, que podía pasarme el resto de mi vida trabajando en estos esquemas”. Pidió ese mismo día la cuenta en la fábrica textil donde trabajaba como patronista para ser artista a tiempo completo, y el resto es la historia cuyas trazas vemos ahora.
Por supuesto, el arte basado en procedimientos tiene un riesgo: que no haga falta leerse los libros o fijarse en las obras que resulten. Lo recordaba el propio Roussel: los procedimientos son herramientas y disciplinas voluntarias, como las rimas: de ellas pueden resultar buenos o malos versos. Sanmiguel resulta fascinante no solo por haber inventado y desarrollado férreamente su propio régimen creativo, sino por su magnífica formalización, llena de rigor y de precisión, sí, pero también de gracia, de poesía y de misterio. Y al fin y al cabo, como decía otro gran riguroso como Duchamp, la poesía es la única manera de decir algo.
‘La peripecia del autómata’. Néstor Sanmiguel Diest. Palacio de Velázquez. Madrid. Hasta el 19 de septiembre. Artium. Vitoria. Hasta el 1 de noviembre.
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