‘Licorice Pizza’: Paul Thomas Anderson vuelve al Beverly Hills de la clase obrera
El cineasta regresa al Valle de San Fernando, el área de la periferia norte de Los Ángeles donde ha ambientado varias de sus películas
Joan Didion decía que somos el paisaje en el que crecimos y que, por eso, ella era tan dura y resistente como la tierra de Sacramento. El cineasta Paul Thomas Anderson creció a unos 600 kilómetros al sur, en San Fernando Valley, pero podría afirmar algo parecido. En ese punto de la periferia de Los Ángeles, al norte de Hollywood, ha situado buena parte de su filmografía, incluida su última película, Licorice Pizza, que llegó ayer a los ci...
Joan Didion decía que somos el paisaje en el que crecimos y que, por eso, ella era tan dura y resistente como la tierra de Sacramento. El cineasta Paul Thomas Anderson creció a unos 600 kilómetros al sur, en San Fernando Valley, pero podría afirmar algo parecido. En ese punto de la periferia de Los Ángeles, al norte de Hollywood, ha situado buena parte de su filmografía, incluida su última película, Licorice Pizza, que llegó ayer a los cines convertida ya en uno de los filmes del año. A Anderson le gusta definir el Valle como el Beverly Hills de la clase trabajadora, un lugar poblado por los técnicos anónimos de la fábrica de sueños, en la que floreció la industria porno que él mismo retrató en su segundo filme, Boogie Nights (1997). En el Valle, la idílica postal de las palmeras choca con los cables de alta tensión que alimentan la ciudad.
El título de Licorice Pizza evoca una desaparecida cadena de discos de los años setenta de Los Ángeles que, a su vez, homenajeaba un gag de los cómicos Abbott y Costello. En él, la pareja intentaba vender vinilos haciéndolos pasar por pizzas de regaliz (licorice, en inglés). El detalle no es banal, porque eso es en gran medida esta película, un canto melancólico en una tienda de ricas chucherías. A sus 51 años, Anderson evoca la sutil frontera que separa los dientes picados y el acné del preciso momento en el que la vida se abre paso a todas sus posibilidades y uno cree, literalmente, que puede volar. Eso hace Alana, la chica de 25 que, buscándose a sí misma, se deja llevar por la corriente y por Gary, 10 años más joven.
Unidos por el ansia de crecer y de experimentar, Alana y Gary sobrevuelan juntos una ciudad que ha encontrado en Anderson a una de sus mejores y más enamorados cronistas. Como Ruth Gordon y Bud Cort subidos en la moto en Harold y Maude (1971), la ácrata comedia de Hal Ashby, los actores Cooper Hoffman y Alana Haim corren por correr en una urbe en la que el simple hecho de caminar, como dice Thom Andersen en su fundamental película-ensayo Los Angeles Plays Itself, es una declaración de intenciones sobre la verdad oculta de la ciudad del cine. Y no es que en Licorice Pizza no conduzcan, no. Al volante siempre se sienta Alana —Gary es demasiado joven aún—, y en una de las secuencias más memorables de la película, que ocurre durante la crisis del petróleo de 1973, la chica lanza colina abajo un camión marcha atrás y en punto muerto. Gozosa imagen del despertar a la vida en una ciudad donde nadie camina.
‘Boogie Nights’, ‘Magnolia’ o ‘Punch-Drunk Love’ también pasan en el lugar donde el director creció
Si Boogie Nights (1997) se detenía en la escena de la industria porno de una zona rebautizada como San Pornando Valley, Magnolia (1999) intercalaba una serie de relatos que el cineasta había escrito inspirándose en el mismo rincón de la ciudad. La muerte de su padre estaba tras el mejor episodio, en el que un agónico Jason Robards recibía los cuidados del enfermero al que encarnaba Philip Seymour Hoffman, padre del actor protagonista de Licorice Pizza y uno de los actores de cabecera del director. En la piel del atormentado hijo de Robards destacaba un Tom Cruise en la cumbre de su carrera, capaz de desplegar en las arengas de sus agresivos monólogos toda su rabia y poderoso magnetismo. De una forma u otra, todos los personajes estaban construidos sobre dos de los pilares de la vida californiana: los coches y el mundo del entretenimiento.
A partir de finales de los sesenta, ese ambiente fue indisociable de la televisión y de sus nuevas formas de fama, una mutación que también asoma en Érase una vez en Hollywood… (2019), en la que Quentin Tarantino logra un maravilloso homenaje a aquel tiempo a caballo entre décadas, verdadero punto de inflexión en la vida de Hollywood. Pese a su cercanía geográfica, el Valle casi siempre fue ignorado. Solo directores como Steven Spielberg supieron ver su fotogenia: situó E. T. en el vecindario de Sunland-Tujunga. Anderson, en cambio, escribió una vez que de niño recreaba en su cabeza las película llevándolas a su propia épica y que, por eso, cuando veía Lawrence de Arabia no imaginaba el desierto, sino el infinito Ventura Boulevard.
‘Puro vicio’ representa el ocaso de la California feliz que terminó con la matanza de los Manson
En Punch-Drunk Love (Embriagado de amor, 2002), Anderson se aventuró de nuevo en ese paisaje de los márgenes de Hollywood. Entonces se trataba de un horizonte de concesionarios de coches y naves industriales, una zona inhóspita del Valle en la que el cineasta situaba una historia de amor cuyo inesperado romanticismo se bañaba en ese cielo rosa-azul tan propio de la ciudad de los sueños rotos. El patetismo del personaje que interpretaba Adam Sandler entronca con ese gusto del director de Pozos de ambición (2007), The Master (2012) y El hilo invisible (2017) por los personajes desubicados a los que solo el amor redime.
La última vez, antes de Licorice Pizza, en que Los Ángeles se convirtió en su plató fue en 2014 con la adaptación de la novela de Thomas Pynchon Puro vicio. Más que ninguna otra, esta película rodada en la plácida zona de Manhattan Beach captura el aire crepuscular de una ciudad asaltada por nuevos terremotos. Protagonizada por Joaquin Phoenix, Puro vicio representa el fin del viejo Hollywood, con sus detectives privados a lo Philip Marlowe y Sam Spade, desplazados de las calles por los nuevos y robóticos policías de la nueva era televisiva. La historia se sitúa en plena resaca de la contracultura, en la encrucijada donde termina la película de Tarantino. Dentro de un coche en la ciudad de las mil autopistas, con el coro de la segunda y espectacular banda sonora que Jonny Greenwood creó para el cineasta, sus personajes representan el ocaso de la California feliz y relajada que quedó hecha añicos con la cruenta matanza de la familia Manson en el 10050 de Cielo Drive, a 15 kilómetros escasos — o unos 20 minutos, salvo en hora punta— del Valle de San Fernando.
‘Licorice Pizza’. Paul Thomas Anderson. Estrenada este viernes en cines.
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