Al humo de las candelas
Es frecuente encontrar en el trabajo de Antonio Ballester Moreno, expuesto en el Artium de Vitoria, dinámicas colaborativas e intereses pedagógicos. Se trata de uno de los ejes centrales de su trabajo: el intento de ‘secularizar’ el objeto artístico
Antonio Ballester Moreno (Madrid, 1977) ha preparado una exposición a la que el espectador llega tarde. En una sala amplísima, alta y larga, se reparten asientos, mesas y tarimas. Un mural reiterativo, compuesto por elementos blancos, negros, amarillos, verdes, azules y rojos ocupa la enorme pared izquierda. El mobiliario ha sido armado por los alumnos de Barrutia Ikastola, un colegio público de Vitoria. Las serigrafías que forman el mural fueron impresas durante un taller impartido por el artista en c...
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Antonio Ballester Moreno (Madrid, 1977) ha preparado una exposición a la que el espectador llega tarde. En una sala amplísima, alta y larga, se reparten asientos, mesas y tarimas. Un mural reiterativo, compuesto por elementos blancos, negros, amarillos, verdes, azules y rojos ocupa la enorme pared izquierda. El mobiliario ha sido armado por los alumnos de Barrutia Ikastola, un colegio público de Vitoria. Las serigrafías que forman el mural fueron impresas durante un taller impartido por el artista en colaboración con Dinamoa Sormen Gunea, en Azpeitia.
Es frecuente encontrar en el trabajo de Ballester Moreno dinámicas colaborativas e intereses pedagógicos. Se trata, de hecho, de uno de los ejes centrales de su trabajo: el intento de secularizar el objeto artístico, sacándolo de su supuesta excepcionalidad y huyendo de las tentaciones del virtuosismo. Podemos señalar tres líneas de trabajo en torno a esta preocupación. La primera, el acercamiento al trabajo de artistas o autores que se han ocupado de esta cuestión, como Benjamín Palencia, Ángel Ferrant, Alberto Sánchez o, en esta ocasión, Enzo Mari o Simon Nicholson entre otros. Segundo, la producción de la obra en cooperación con otros (ya sean niños, adultos, aficionados o entendidos), diluyendo así su autoría y la solemnidad asociada a ella. Finalmente, el empleo de una estética amable y hospitalaria, que no intimida ni al neófito ni al curioso.
Los enseres distribuidos por la sala están construidos con la unión simple (con clavos y martillazos no muy precisos o con ataduras) de maderas sin pulir. La nube de fotografías que abre la exposición nos enseña a la chavalería metida en faena. Fabricar una mesa puede ser divertido, pero, en rigor, no es un juego: los objetivos de este son internos, y desaparecen (o se vuelven absurdos) cuando este termina. Meter una pelota en un redondel o mover una figurita por un damero tiene sentido solo en una partida de baloncesto o de ajedrez. Después es una pamplina. Sin embargo, al hacer una mesa uno no se rige por reglas arbitrarias y autosuficientes, sino por unos principios elementales: conviene poner una pata en cada extremo y fijarla bien si se quiere que aquello no se desbarate tan pronto se coloque algo encima. Hacer para que perdure no es lo propio del juego, sino de una acción que lo sobrepasa: cuando los niños hacen su propio mobiliario (que volverá a su escuela una vez transcurrida la exposición) están interviniendo en el mundo. Haciéndose cargo de él.
Autoconstrucción. Piezas sueltas. Juego y experiencia, en el Artium de Vitoria, apunta hacia un horizonte entusiasmante, donde los lugares no son estáticos, sino incansablemente modificables por unos usuarios que practican, felizmente, juegos de libre combinatoria. Los referentes históricos de estas prácticas quedan convenientemente detallados en el texto curatorial de Ángel Calvo Ulloa y el proyecto está acompañado por trabajos de Carme Nogueira, Raphael Escobar y Abraham Cruzvillegas, que han sido colocados en salas aledañas y no terminan de integrarse en el recorrido de la exposición. Al final está la plaza del museo, hacia donde la exposición quisiera abrirse.
Empleo el subjuntivo a conciencia, porque más que un entorno abierto y jovial, las mesas desnudas y las sillas vacías generan un panorama angustiante, ya que hacen evidente (de un modo insistente) que allí falta gente. Las imágenes desoladoras que nos ha dejado la pandemia, de plazas vacías y calles desiertas, pueden condicionar esta lectura, pero una exposición no es indiferente a sus circunstancias. Así, la gran sala de Artium donde los niños no pueden jugar por miedo (de la institución) a las caídas, las astillas o los contagios, nos ofrece el vestigio de algo que nos hemos perdido. Los taburetes y las rampas claveteadas no son un fin en sí mismo, sino un instrumento para esas otras cosas (la cooperación, la alegría, la curiosidad, el orgullo, la diversión) de las que nosotros siquiera somos testigos.
Autoconstrucción. Piezas sueltas. Juego y experiencia. Artium de Vitoria. Hasta el 1 de noviembre.
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