Socializar la soledad
Al lector, convertido en la terminal del proceso de producción del libro, le toca padecer una orfandad como efecto de haberse visto reducido a la condición de mero consumidor
Si quiere que algo se sepa pero sin que obtenga una gran repercusión, cuéntelo en un libro. Probablemente constituya en nuestros días la mejor manera de dejar una constancia escrita que, por paradójico que a primera vista pueda parecer, apenas genera eco alguno. Si, por el contrario, quiere que algo obtenga la máxima difusión, escriba un tuit, que presenta la ventaja añadida de poder borrarse en caso de arrepentimiento de lo escrito.
Es cierto que, en el momento de su aparición, de algunos libros se habla, incluso hasta el punto de ser reseñados en suplementos literarios y revistas espe...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
Si quiere que algo se sepa pero sin que obtenga una gran repercusión, cuéntelo en un libro. Probablemente constituya en nuestros días la mejor manera de dejar una constancia escrita que, por paradójico que a primera vista pueda parecer, apenas genera eco alguno. Si, por el contrario, quiere que algo obtenga la máxima difusión, escriba un tuit, que presenta la ventaja añadida de poder borrarse en caso de arrepentimiento de lo escrito.
Es cierto que, en el momento de su aparición, de algunos libros se habla, incluso hasta el punto de ser reseñados en suplementos literarios y revistas especializadas. Pero no habría que sobrevalorar esta inicial repercusión. Los autores (que conocen sus textos hasta el menor detalle, como el amante conoce la ubicación precisa de los lunares en el cuerpo de la amada) de inmediato perciben la apresurada, cuando no superficial, mirada de muchos críticos.
Últimamente, Felipe González gusta de reiterar la sensación que experimenta de haberse convertido en un huérfano de la política. Lo formula así para expresar la idea de que no termina de reconocerse en sus representantes públicos. Algunos, perturbados por el hecho de que a la derecha parece haberle entrado un súbito enamoramiento hacia la figura del expresidente, no quieren ni pararse a pensar en sus palabras. Hacen mal, porque tal vez se refieren a algo que desborda la esfera de la política. Habría que empezar a considerar seriamente la posibilidad de que no sea esta la única orfandad que muchos experimentan en estos días. O, con otras palabras, que la sensación de orfandad parece haberse convertido en el signo de los tiempos (si quieren ustedes ponerse estupendos, pueden sustituir esta expresión por Zeitgeist, que siempre viste mucho más).
Aunque, bien pensado, tal vez esa clave para describir una sensación no constituya en el fondo otra cosa que una diferente manera de nombrar una necesidad que desde muchos puntos de vista experimentan los sujetos a la vista de la evolución de nuestra sociedad, y que está dando lugar a la reclamación, cada vez más generalizada, de cuidado. (A este respecto, véanse, además del reciente libro de Victoria Camps Tiempo de cuidados, la incitante sugerencia, planteada por Alicia García Ruiz en su libro Impedir que el mundo se deshaga, a conectar dicho concepto con la idea de fraternidad).
Lo que nos permite regresar al motivo inicial del presente texto, ahora desde un diferente ángulo. También al lector, convertido en la terminal del proceso de producción del libro, le toca padecer su específica orfandad como efecto de haberse visto reducido a la condición de mero consumidor. Los hay que, quizá ansiosos por poder convertir la necesidad en virtud, teorizan la condición inevitablemente solitaria de la lectura como si constituyera el último eslabón de una cadena que se inició con otro acto solitario, el del escritor en su gabinete (por decirlo con las viejas y literarias palabras). Pero hay algo, bien importante por cierto, que se omite al plantear así las cosas y que, como consecuencia, convierte la omisión en confusión.
Porque una cosa es escribir (una carta, por ejemplo) y otra publicar (un libro, decíamos). No diferenciar ambos actos desliza una identificación engañosa. Como si escribir un libro fuera algo extremadamente parecido a dirigir a muchas personas a la vez una misma carta. Pero no en vano se encuentran en escalones diferentes las obras de un autor y su correspondencia privada (incluso cuando esta se ve publicada). La obviedad de que cualquier grupo esté compuesto de personas no debería ocultar un aspecto fundamental del asunto. Publicar es hacer público, esto es, presentar en sociedad el resultado de un trabajo en soledad.
Lo que significa que el autor se dirige a un grupo, más o menos amplio, sobre el que quiere influir, entre cuyos miembros quiere obtener un cierto reconocimiento, en el que quiere darse a conocer o sobre cuya situación, en general, pretende intervenir. Es por ello, y no por otras razones, más o menos profanas, por lo que le importa conocer cómo ha funcionado su libro: porque le proporciona una medida de hasta qué punto el mensaje lanzado llegaba al grupo al que pretendía dirigirse.
Si nos situamos ya en la etapa final de todo el proceso, no cabe negar la evidencia de que en la realidad del mundo no encontramos nada parecido a una comunidad de lectores, sino una mera yuxtaposición amontonada de un número variable de solitarios dedicados a la lectura. Ahora bien, aunque ellos puedan ignorarlo o incluso se resistan a reconocerlo, los lectores de un autor forman parte de una secreta comunidad, cohesionada por las palabras de quien les da que pensar o les emociona, de idéntico modo que también solemos decir, con toda normalidad, que forman parte de una comunidad los lectores de un mismo diario. De ahí que me resista a extraer de todo lo expuesto la conclusión, tan paradójica como indeseable, de que en nuestros días publicar tal vez no sea otra cosa, en el fondo, que una manera de contribuir a socializar la soledad.
Manuel Cruz es filósofo.
Puedes seguir a BABELIA en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.