A la basura
Hay coleccionistas que compran desperdicios porque saben que siempre se encuentra algo interesante
En las aceras de la ciudad donde vivo, hace tiempo también viven muchos hombres y mujeres con sus hijos, rodeados todos ellos por el cúmulo deshilachado de sus enseres, pilchas y basura todavía no examinada para averiguar si conserva algún valor de uso o de cambio, ya que, en el rubro de la basura, quienes la recogen diferencian las cosas con los mismos conceptos que utilizó Marx en la sección primera de El capital. La basura que se distingue por su valor de uso tiene valor de cambio. Puede ser ...
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En las aceras de la ciudad donde vivo, hace tiempo también viven muchos hombres y mujeres con sus hijos, rodeados todos ellos por el cúmulo deshilachado de sus enseres, pilchas y basura todavía no examinada para averiguar si conserva algún valor de uso o de cambio, ya que, en el rubro de la basura, quienes la recogen diferencian las cosas con los mismos conceptos que utilizó Marx en la sección primera de El capital. La basura que se distingue por su valor de uso tiene valor de cambio. Puede ser empleada como moneda para adquirir otra basura que resulte más necesaria para quien realiza la operación. Si carece de valor de uso, carece también de valor de cambio.
Hay coleccionistas que compran basura porque confían más en su propio ojo que en el de quienes la recogen entre los desperdicios. Saben que siempre se encuentra algo interesante: las tapas de un libro encuadernado, las manivelas de un buen mueble de estilo, dos cubiertos de colección con empuñaduras de plata que los recogedores de basura hayan pasado por alto, aunque su ojo, huelga decirlo, es mejor que el de los coleccionistas. Daré otros ejemplos: un ruedo de puntillas que se ha desgarrado de una pollera de fiesta y tiene el mérito de haber permanecido sin roturas ni manchas; la hebilla trabajada por un artesano platero que se ha desprendido a tiempo de un cinturón y se ha mantenido intacta; o mejor todavía, la cabeza en coral de una mujer hermosa, enmarcada en oro, un camafeo de comienzos del siglo XX, que fue cubierto por una costra de tierra e inmundicia. En la basura quedó la palita de servir tortas en la mesa del té o el redondo y barroco molde para helados. Con suerte, en la basura puede hallarse una peineta que se usó hace más de cien años. Trabajar en la basura es una tarea para miradas expertas y sensibilidad de anticuario.
Basura es una categoría variable de objetos. Lo que pertenece a la basura para alguno puede ser el placer de otro, la felicidad de una adolescente que nunca tuvo en su pelo nada lujoso y que así, recogido hacia un costado y apresado por la hebilla de carey, la vuelve parecida a una imagen de novela romántica o litografía fin de siglo.
Para los más chicos, la basura está llena de juguetes. Son raperos inspirados no por sonidos, sino por restos materiales. Captan fragmentos y los rearman, toman lo que ha sido olvidado o lo nuevo que ha sido destrozado por sus propios dueños, y producen nuevas canciones. Los chicos muy pobres son baqueanos basureritos. Saben, antes de empezar a discutir con el posible cliente, cuánto deben pedirle y hasta dónde les conviene rebajar el precio. Saben decir con tono sincero y convincente: “Fíjese, señor, si esta gorra se ha mantenido como nueva”.
Como nueva también parece la cabeza de porcelana de una muñeca, cuyo cuerpo de paja y tela fue carcomido por el agua o los malos tratos que, sin embargo, dejaron intacta la cabeza perfecta, con uno de sus dos ojitos azules y luminosos. El vestido que la cubría se ha deshecho, como se ha deshecho su peluca rubia, pero la porcelana de la cara se conservó lisa y fina por algún milagro de la selección natural entre basuras. Y todavía están relucientes dos enseres de una cocinita de juguete, de la que se han perdido todas las demás piezas o se disimulan en otras montañas de basura de esa cuadra. Todos restos del regalo encontrado al pie del pino en la mañana de Navidad. En la basura también se esconde el buen premio de una pelota de fútbol de cuero, sobre la que se trabajará varios días para arreglarla, devolverle su forma, darle la oportunidad de una segunda o tercera vida.
Para los más viejos, la basura es un baúl de recuerdos. Caminan alrededor de esos restos y reconocen fragmentos de objetos pretéritos, el broche de un vestido de fiesta o el manguito de piel que ha perdido casi todos los pelos y más parece un cuero seco que un adorno. A veces se encuentra exactamente lo que se necesita: un señor elegante, empobrecido y muy anciano, que avanza con dificultad por las hendiduras del pavimento y que ha perdido su último bastón, porque además de viejo es distraído y olvidadizo (como todos los viejos, se dirá), encuentra en la basura un bastón al que solo le falta enderezar y poner en ángulo la empuñadura. Lo toma velozmente, temiendo que alguien se lo dispute, y empieza a caminar con la naturalidad de quien toda la vida ha sido un caballero.
Los biempensantes llaman recicladores a quienes tienen la basura como lugar y objeto de trabajo. Me inclino por llamarlos artistas de la necesidad, artistas del frío y del hambre, aunque no hay razón para convertirlos en artistas porque lo que hacen con la basura tiene la utilidad y no el goce ni la belleza como principio.
Del otro lado están los que tiran las cosas a la basura en cuanto descubren una imperfección, una rajadura o una mancha. Fuertemente amonestados hoy por ecologistas que los acusan de conspirar contra la vida en el planeta, los tiradores de basura son mal vistos, excepto por los que recogen lo que ellos tiran y convierten los restos de la abundancia en auxilio de su pobreza.
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