Alice Neel, la coleccionista de almas
El Metropolitan de Nueva York dedica una retrospectiva a la gran pintora estadounidense, que retrató a sus vecinos y amantes, pero también el aliento de una sociedad abonada a las metamorfosis
En el espacio comprendido entre el bohemio Greenwich Village, el Harlem latino y el más establecido Upper West Side, Alice Neel (1900-1984) logró radiografiar los afanes y los anhelos de todo Nueva York, su vida incandescente, sin necesidad de plasmar un solo rascacielos en sus lienzos. Neel retrató la presencia anímica, muchas veces porfiada resistencia, de sus vecinos o amantes, pero también el aliento de una sociedad abonada a las metamorfosis. Fue compañera de viaje de la lucha obrera en la Gran Depresión, del empoderamiento de las mujeres y luego el de la comunidad LGTBI, de la tímida epi...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
En el espacio comprendido entre el bohemio Greenwich Village, el Harlem latino y el más establecido Upper West Side, Alice Neel (1900-1984) logró radiografiar los afanes y los anhelos de todo Nueva York, su vida incandescente, sin necesidad de plasmar un solo rascacielos en sus lienzos. Neel retrató la presencia anímica, muchas veces porfiada resistencia, de sus vecinos o amantes, pero también el aliento de una sociedad abonada a las metamorfosis. Fue compañera de viaje de la lucha obrera en la Gran Depresión, del empoderamiento de las mujeres y luego el de la comunidad LGTBI, de la tímida epifanía de los migrantes. También testigo de ciclos de violencia y sangre y del triunfo de los derechos civiles. Siempre a la izquierda —a veces peligrosamente, como cuando en 1935 retrató a Pat Whalen, líder comunista y sindical, en un país que no tardaría en arrastrar los pies bajo el macartismo—, murió en el Nueva York de principios de los ochenta, cuando el sida empezaba a hacer estragos en sus calles y entre algunos de sus modelos pictóricos.
Lo social, lo cotidiano y una vocación estilística inasequible a las tendencias convirtieron a Neel en una de las retratistas más importantes de la pintura estadounidense del siglo XX. La fuerza expresionista de sus retratos, con un trasfondo psicológico tan señalado como sus trazos, abundantes en negro, es la imagen de marca de una artista inclasificable que sólo atendió a la curiosidad de su entorno, entendido como fermento creador y a la vez gozosa condena. La condena que la ligó de por vida a un mundo restallante, proteico y coriáceo como solo Nueva York puede serlo.
La fuerza expresionista y el marcado trasfondo psicológico de sus retratos son su imagen de marca
Cierto que, aunque artista indesmayable —pintó durante seis décadas, hasta su último aliento—, su nombre decía poco, hasta no hace tanto, fuera de Estados Unidos. Esta relativa ignorancia puede deberse al hecho de que alcanzó dimensión pública tardíamente, en los últimos 20 años de su carrera, gracias en parte al movimiento feminista y los estudios de género. Hasta 1970 expuso pocas veces; de ese año hasta 1984 realizó 60 muestras. People Come First, la retrospectiva que acaba de inaugurar el Metropolitan de Nueva York, podrá verse en el Guggenheim de Bilbao en septiembre, pero han sido contadas las exposiciones de su obra en Europa.
El escaso conocimiento de Neel fuera del milieu artístico también puede deberse a la circunspección con la que ella asistió al desfile de vanguardias artísticas de su tiempo, del expresionismo abstracto al arte conceptual y la emergencia de la performance, sin resentirse un ápice de ellas. La no adscripción consciente, su personalidad reacia al gregarismo y a la veleidad de las modas la dotaron de un pincel libérrimo, capaz de reinventarse en cada cuadro, pero también la privaron de la comodidad de la etiqueta. Realismo contemporáneo, zanjan los expertos obligados a caracterizar su pintura, pero eso puede querer decir muchas cosas y ninguna.
Descubrió el arte como quien experimenta el aguijón del destino y ya nunca abandonó los pinceles. “El momento en que me senté frente a un lienzo fui feliz. Porque era un mundo y podía hacer lo que quisiera en él”, escribió sobre ese hechizo, siendo apenas una veinteañera matriculada en la Escuela de Diseño para Mujeres de Filadelfia. Había salido del cascarón familiar —de un hogar peculiar: empresarios del ferrocarril y cantantes de ópera por parte paterna, y una madre descendiente de un firmante de la Constitución— para estudiar en la escuela femenina, que pronto abandonaría de la mano del pintor cubano Carlos Enríquez, con quien tendría dos hijos y a quien no tardaría en rebasar artística y personalmente. Con Enríquez conoció la exuberancia de las vanguardias en Cuba, sin que estas hicieran mella en sus pinceles.
Su personalidad reacia al gregarismo la hizo libre, pero la privó de la comodidad de la etiqueta
La huella corporal de la maternidad, del preparto a las fases del puerperio, se convierte en sus manos en un material pictórico descarnado; también los desnudos femeninos, incluidos sus autorretratos, el último de ellos a los 80 años. La abundante presencia de mujeres embarazadas, o una transida Madona degenerada, con los pechos exhaustos, es un recordatorio del trauma que le supuso perder a su primera hija. Todo su universo creativo es de primera mano: los hijos, sus amigas, los familiares y vecinos; incluso las celebridades que se acercaron a ella, como Andy Warhol, debieron someterse a su franca percepción de la condición humana. El retrato de su hijo Hartley, de 1965, refleja su maestría introspectiva.
A Warhol lo retrató en 1970 desnudo, expuesto y vulnerable; la persona dentro del personaje resuelto y cautivador que se enseñoreó de la escena artística neoyorquina de la época. El cuadro, que cuelga en el Whitney neoyorquino, no contemporiza con su fama y le muestra hundido en el corsé que el dandi se vio obligado a llevar tras el intento de asesinato sufrido dos años antes a manos de su antigua colaboradora Valerie Solanas. “Como Chéjov, soy una coleccionista de almas…; si no hubiese sido artista, habría sido psiquiatra”, decía Neel del trasfondo psicológico de sus retratos. Esa penetración intuitiva de su mirada igualó sin distinciones al artista Warhol con los golfillos que poblaban el Harlem latino (Niños dominicanos de la calle 108, de 1955), donde Neel recaló huyendo de la excesiva bohemia del Village, o con dos niñas negras del barrio, retrato de 1959, en los que los expertos ven trazos de la estética documental de fotógrafas como Berenice Abbott o Dorothea Lange.
Es curioso que Nueva York, el bastidor sobre el que se apoyó siempre, esté prácticamente ausente de su imaginario pictórico. Sólo en Síntesis de Nueva York (1933) pintó un par de rascacielos, una vía elevada del metro, sirenas luminosas como manchas de congoja y un desfile de figurantes con calaveras en lugar de rostros (era la Gran Depresión, cuando Neel vivía gracias a una beca del programa artístico del new deal de Roosevelt, mientras luchaba para criar sola a sus hijos; sus sucesivos amantes, un cúmulo de ausencias). Sólo esa vez se rindió a lo inhumano, en un escenario carente de las almas a las que ella insufló vida para habitarlo. Como Penélope en Manhattan, volviendo una y otra vez sobre sus calles.
People Come First. Alice Neel. Metropolitan Museum. Nueva York. Hasta el 1 de agosto de 2021.
Puedes seguir a BABELIA en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.