Bella apología de la carroña
La escritura tensa y luminosa de ‘Cada día es un árbol’ que cae convierte a Gabrielle Wittkop en una figura solitaria dentro del prolífico y ambiguo género autobiográfico
Hay un continente indómito, egoísta, despiadado, y a él pertenece Gabrielle Wittkop, autora francoalemana que dedicó media vida a buscar un personaje que encajara perfectamente en aquellas tierras y sólo se encontró a sí misma. Su narrativa tensa, exigente (hará bien el lector en abordarla en uno de sus días lúcidos), confirma el hallazgo: 14 títulos (solo tres en español) fermentados en la corrupción de las convenciones: la familia, la maternidad, el amor, la beatitud.
Wittkop, nacida Gabrielle Ménardeau (1920-...
Hay un continente indómito, egoísta, despiadado, y a él pertenece Gabrielle Wittkop, autora francoalemana que dedicó media vida a buscar un personaje que encajara perfectamente en aquellas tierras y sólo se encontró a sí misma. Su narrativa tensa, exigente (hará bien el lector en abordarla en uno de sus días lúcidos), confirma el hallazgo: 14 títulos (solo tres en español) fermentados en la corrupción de las convenciones: la familia, la maternidad, el amor, la beatitud.
Wittkop, nacida Gabrielle Ménardeau (1920-2002), quedó pronto huérfana de madre, no fue a la escuela, se educó con los libros de la biblioteca familiar (“aquí no hay nada prohibido, fórmate”, le dijo su padre) y recorrió sola casi todo el mundo. A los 82 años, se quitó la vida por no enfrentarse a la decrepitud de un severo cáncer de pulmón. Tiempo después, su secretaria encontró un diario íntimo con confesiones (¿soñadas?) de la libertina, misógina y hermafrodita Gabrielle/Hippolyte/Max que rescata ahora Cabaret Voltaire, 15 años después de su publicación en Francia.
La dominatriz Wittkop es una irónica observadora de la muerte, también de la pudrición del cuerpo, aunque el amor y el apetito desencadenado los lleve hacia el finado, especialidad que ya trató en su primer libro, El necrófilo (Tusquets, 1995, primera edición en 1972), sobre la vida de un hombre gris obsesionado con los cadáveres de niños, jóvenes, viejos, que busca en cementerios, los desentierra y se los lleva a casa donde “los posee hasta que empiezan a oler”. En Serenísimo asesinato (Anagrama, 2002) también se mata sin tregua en un château ferme festoneado por las pinturas de Tiépolo y Guardi.
La narrativa de Cada día es un árbol que cae es atronadora y luminosa, una preciosa perla cubierta de musgo que nos habla sobre la maldición de vivir y donde la muerte y la decrepitud corren antes que nosotros, en los bosques mermados, los animales —Wittkop describe los esqueletos de las aves con el simbolismo de un cuadro de su admirado Mossa—, los cuerpos de las morgues, un parto (“el ser humano es un excremento evacuado por una matriz que lo rechaza de la nada”), la laguna veneciana, “ciudad gemela bajo la ciudad, réplica invertida” con sus “troncos abatidos por el hacha, tiesos y alquitranados como momias”. Allí sitúa la escena de la seducción de la monjita virgen (su “arcaica lencería sin duda prescrita por la fundadora de la orden hace dos o trescientos años, enaguas de finita gris, medias ceñidas por unas ligas y nada que pudiera parecerse a unas bragas…”), emborrachada y violada una y otra vez. No menos devastadores son los recuerdos a la diosa-madre de la niña que desde el suelo imagina un templo griego sobre “los pies de la gran arpía (…) las piernas como dos columnas”.
Fuera cual fuera la relación que tuviera con la realidad (“no hay claves del universo físico ni metafísico, solo traducciones, y el amor podría ser una de ellas”), la petite fille de Sade —así firmaba sus cartas quien decía escribir “como un hombre”— nunca perdió el combate con la muerte, pues siempre se adelantó a ella. En 1986 ayudó a morir a su esposo, Justus Franz Wittkop, 22 años mayor que ella, un soldado desertor del ejército nazi, homosexual y con quien tuvo una convivencia intelectual de cuarenta años hasta que cayó enfermó de Parkinson. Le preparó la copa con el veneno (“le he incitado, le di la cicuta”), metió una botella de champán en la nevera antes de dejarle solo y tomarse el día libre. Como su Hippolyte fantaseada, se siente libre de toda culpabilidad, “sólo se le podría objetar esa manía suya de lavarse las manos todo el tiempo”, obsesión catalogada como síndrome de Lady Macbeth.
Cada día es un árbol que cae
Traducción de Lydia Vázquez Jiménez Cabaret Voltaire, 2021
192 páginas. 18,95 euros
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