Vivir a compás
Luis Landero trenza recuerdos de su infancia sin jerga autobiográfica y sin el menor énfasis moralizante
Cuando Ortega no había llegado aún a los 30 años, escribió a un maestro vivo, Francisco Giner de los Ríos, para animarle jovialmente a escribir un libro que no escribiría ya, ni escribió tampoco Ortega: una suerte de captura de pantalla sobre lo que había aprendido en la vida, un libro sabio, breve y libre, pero no didáctico ni pedagógico, ni pegajosamente ejemplarizante. Es una modalidad sin forma ni peso específico, pero puede dar ...
Cuando Ortega no había llegado aún a los 30 años, escribió a un maestro vivo, Francisco Giner de los Ríos, para animarle jovialmente a escribir un libro que no escribiría ya, ni escribió tampoco Ortega: una suerte de captura de pantalla sobre lo que había aprendido en la vida, un libro sabio, breve y libre, pero no didáctico ni pedagógico, ni pegajosamente ejemplarizante. Es una modalidad sin forma ni peso específico, pero puede dar grandes resultados y me hago la fantasía de que Luis Landero ha pensado en algo parecido al escribir esta delicada incursión en la esencia de lo vivido, con los libros y sin los libros, sin jerga autobiográfica, sin laberintos de complicaciones confesionales, con una transparencia que sigue el impulso del don narrativo del autor. No asoma por ningún lado la pretensión de enseñar nada, o nada que vaya más allá de sus charlas iniciales a los alumnos de cada año.
Otra fantasía. No sé cómo ni por dónde, pero se me anuda la voz de este Landero con la voz de Fernando Aramburu en sus libros más personales e intimistas, menos armados de historia y más reducidos a la esencia desgranada de una sensibilidad. Los emparento instintivamente y sin que haya demérito alguno, al revés: en ambos alienta una misma disposición bondadosa y compasiva, sin rebabas y sin dobleces flagrantes, una forma de la limpieza moral que permea la página y la hace veraz e inquebrantable, mejor o peor, pero así. Pasa en este delicado y sutil libro sabio, El huerto de Emerson, lo que pasaba en El balcón en invierno y lo que pasa en algunos de Aramburu tan suyos como Autorretrato sin mí o Las letras entornadas o incluso Años lentos.
Atreverse a usar una dulzura nada empalagosa y hasta hincar los dientes en una infancia perdida e idealizada es un acto de coraje literario y moral que me desarma. Me aburren casi todas las infancias, incluida por supuesto la mía, y sin embargo el sortilegio funciona en este libro porque es creíble, porque habla la verdad de una experiencia concreta, y lo hace sin el menor énfasis moralizante. Sus excursiones al campo profundo y agrícola de la posguerra son turbadoras, como lo son secuencias amargas de hundimiento personal o como lo son los retratos de algunos personajes, sus hablas y sus actitudes (a menudo rescatados de la infancia del autor, nacido y criado en Alburquerque en 1948, y crecido después en Madrid). El deje levemente burlón, autoparódico, que imprime a casi todos los recuerdos los hace todavía más vivos, y a él más creíble.
No todos los capítulos están tocados por la misma gracia, pero en ninguno falta el guiño de Landero avisando de que va en serio aunque todo aparente no ser más que un puñado de evocaciones. Unas veces se va a cosas menores y sentimentales con modos morosos. Otras, corre el texto como si su autor pasease silbando, andariego, libre y burlón por dentro de su vida de escritor y lector, aunque todo suceda fuera, en el campo, en el aula, en el despacho y, a veces, incluso en las casas donde “la gente se reunía toda junto al fuego” para quedarse ahí un buen rato escuchando.
El huerto de Emerson
Autor: Luis Landero.
Editorial: Tusquets, 2021.
Formato: Rústica. 234 páginas. 19 euros.
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