El mundo en una novela
No haber leído aún una obra canónica no es una deficiencia inconfesable, sino la oportunidad de una celebración
Toda la vida leyendo novelas y he tenido que llegar a los 65 años para leer por vez primera Middlemarch. Lo peor de los prejuicios es que uno no sabe que los tiene. ¿Y si he tardado tantos años en leer esa novela incomparable porque su autora fue una mujer? Tampoco he leído nada, para mi vergüenza, de Emilia Pardo Bazán. Me disculpo diciéndome que leo y he leído muchos otros libros escritos por...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
Toda la vida leyendo novelas y he tenido que llegar a los 65 años para leer por vez primera Middlemarch. Lo peor de los prejuicios es que uno no sabe que los tiene. ¿Y si he tardado tantos años en leer esa novela incomparable porque su autora fue una mujer? Tampoco he leído nada, para mi vergüenza, de Emilia Pardo Bazán. Me disculpo diciéndome que leo y he leído muchos otros libros escritos por mujeres; y también que hay obras maestras de autores masculinos que nunca he leído: ni una sola de Émile Zola, a quien mi inolvidable amigo Thomas Mermall veneraba, y casi ninguna de Dostoievski, salvo Crimen y castigo y El jugador, las dos leídas hace muchos años. Bien es verdad que he empezado varias veces Los hermanos Karamazov, sin haber llegado nunca más allá de las 100 primeras páginas. “Hay tanta música buena que no queda tiempo para escuchar música mala”, parece que decía Robert Schumann. Hay tantas buenas novelas, y hasta magistrales, que la vida entera no da para leerlas todas, aunque uno no pierda el tiempo con las malas o mediocres. Hay novelas muy buenas que uno sabe que no ha leído, y también hay muchas otras de cuya existencia uno no llega ni a enterarse, porque pertenecen a culturas que no son dominantes, y no han salido del ámbito en el que se escribieron, y en el que son celebradas como obras maestras. Hay novelas que viajan mejor que otras, como hay vinos, y también se da el caso de novelas y de novelistas cuya universalidad se basa en gran medida en el hecho de que están escritas en inglés y en Estados Unidos. Yo me acuerdo con alegría del deslumbramiento con que algunos lectores conocidos míos de Nueva York recibieron las traducciones, tan tardías, de La Regenta o de Fortunata y Jacinta. Ahora producen un asombro parecido en el mundo literario americano las novelas de Machado de Assis, que yo mismo empecé a leer solo hace un par de años: Dom Casmurro, Memorias póstumas de Blas Cubas.
Hay personas que llegada una cierta edad consideran distinguido decir que ya solo releen. Uno tiene libros, novelas, a los que está volviendo siempre, y que ya forman parte de su vida y hasta de su manera de mirar y de escribir. Pero no hay nada como la alegría de descubrir algo completamente nuevo, de comprobar que, por mucho que los años induzcan a la melancolía o a la simple desgana, el espectáculo de lo real siempre es inabarcable. Siempre hay ciudades y libros y músicas y películas a los que llegar por primera vez, que lo toman del todo por sorpresa, despertándole la limpia pasión de admirar y aprender. Entonces resulta que no haber leído algo todavía no es una deficiencia inconfesable, sino la oportunidad de una celebración. Un espejismo mezquino de la edad es suponer que el mundo está en decadencia porque uno ya no es joven. Un cierto grado de escepticismo es inevitable con el paso del tiempo, pero no hay nobleza en el cinismo. Que tú hayas perdido la capacidad de apreciarla no quiere decir que la belleza ya no exista.
Yo agradezco no perder nunca el fervor de las novelas: de llegar a ellas como llegaba a los 20 años, ahora con más experiencia pero no con menos estremecimiento íntimo. Es la sensación de ingresar en un país inaudito. La tuve el verano pasado, en el respiro breve y engañoso de la pandemia, en una habitación junto al mar, leyendo Todo en vano, de Walter Kempowski, en la traducción de Carlos Fortea. Era ingresar en un país inaudito y sumergirse en un mundo que dejaba en suspenso la realidad cotidiana. He vuelto a tener ese sentimiento de fervor e inmersión leyendo Middlemarch, de George Eliot. Es una de esas novelas tan conocidas y tan evidentes, sobre todo en el ámbito anglosajón, que todo el mundo parece haberlas leído, o cree haberlo hecho. Es una de esas novelas que uno ha estado siempre a punto de leer, pero no ha leído, en virtud de un extraño maleficio que condena a ciertos libros a ser dejados para otro momento no lejano que por algún motivo nunca llega.
Así que no sé si lamentar mi tardanza en leer Middlemarch o agradecer que la novela me haya llegado en un momento de mi vida en el que estoy más en condiciones de apreciar su maestría literaria y su sabiduría profunda, su sobrecogedora gravedad moral. Nuestra cultura desconfía de lo abiertamente serio, a no ser que tenga una excusa ideológica. Middlemarch es una novela en la que asistimos a cada momento a la capacidad que tiene cada persona de actuar rectamente o de hacer daño, a las consecuencias que cada uno de nuestros actos desatan en nuestra propia vida y en la de los otros. El personaje central de la novela, Dorothea Brooke, es una mujer joven con una imaginación apasionada y un sentido inflexible de la responsabilidad personal, que se rebela contra los límites que su género y su condición de clase imponen a su libre albedrío, a su instinto de generosidad. De Dorothea Brooke procede en línea recta la Isabel Archer de Henry James en Retrato de una dama: su presencia radiante ilumina toda la novela, pero George Eliot posee el gen narrativo de Cervantes y Dickens, y cada uno de los personajes centrales o secundarios que pululan por la historia está animado por la misma dosis de singularidad verdadera. Con una sutileza de observación psicológica que solo es comparable a la de James o Proust, George Eliot transita de un personaje a otro, de una vida y una conciencia a otras, y por el camino abarca los matices de la vida social, del despegue de la revolución industrial, la miseria de los trabajadores agrícolas, la irrupción de los ferrocarriles, los adelantos de las ciencias naturales y de la medicina, el cambio irreversible del mundo. En su entramado de alusiones y citas están presentes santa Teresa de Jesús y Cervantes: las posibilidades de una mujer de llevar una vida activa en cumplimiento de un propósito generoso y difícil; la facilidad de los seres humanos para engañarse quijotescamente a sí mismos con fantasías tan pueriles, tan relucientes a distancia, como el yelmo de Mambrino.
Qué raro, ahora que lo pienso, que todas las grandes novelas que conozco tengan un aire de familia. Ahora Middlemarch se ha agregado a la estantería donde me gusta tener juntas todas las que más amo. Ya tengo ganas de volver a leerla.