IDA Y VUELTA

Visibilidad de lo invisible

Tomoko Yoneda fotografía lo que ya no existe, lo que estuvo durante mucho tiempo y ya no está o lo que sucedió atrozmente y no ha dejado ni un solo rastro

Bosque en el que tuvo lugar la batalla del Somme (Francia) en 1916, retratado en 2002 por Tomoko Yoneda.©︎Tomoko Yoneda; cortesía de la artista y ShugoArts

Lo específico del arte de la fotografía es atestiguar lo que ha existido: “Ça a été”, dice cada foto, en las palabras de Roland Barthes, en sí mismas tocadas de melancolía, porque eso que ha sido ya no es, alterado por cada uno de los minutos que han pasado desde que se disparó la cámara. Más tarde o más temprano no hay foto que no sea el retrato de un fantasma. ...

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Lo específico del arte de la fotografía es atestiguar lo que ha existido: “Ça a été”, dice cada foto, en las palabras de Roland Barthes, en sí mismas tocadas de melancolía, porque eso que ha sido ya no es, alterado por cada uno de los minutos que han pasado desde que se disparó la cámara. Más tarde o más temprano no hay foto que no sea el retrato de un fantasma. La fotógrafa japonesa Tomoko Yoneda hace algo distinto. Lo que ella retrata no es la visibilidad de las cosas y de las personas presentes sino su ausencia, su ya lejana desaparición. Tomoko Yoneda se crio en Japón, pero emigró muy joven a Estados Unidos y luego a Inglaterra, donde vive ahora, y desde donde viaja con su cámara a lugares con frecuencia remotos para fotografiar lo que ya no existe, algunas veces las huellas débiles de un hecho o una presencia y muchas más lo borrado por completo, lo que estuvo durante mucho tiempo y ya no está o lo que sucedió atrozmente y no ha dejado ni un solo rastro.

En una de sus fotos más sobrecogedoras, toda de azules y grises tamizados de bruma, se ve el mar desde la orilla, una línea de olas que van formándose al acercarse a ella, un horizonte encapotado como de inminencia de amanecer. Es una lejanía sin referencias, sin figuras, un amanecer en el mar que puede ser de ayer mismo o de hace un millón de años. Podríamos estar viendo uno de los horizontes marinos de Hiroshi Sugimoto, pero en ellos hay una serenidad que en este no percibimos. Los mares de Sugimoto son intemporales. Este mar de Yoneda lo parece también, pero algo turbulento y hasta ominoso intuimos en él antes de mirar el pie de la foto: este es exactamente el mar que veía cada amanecer Josef Mengele, el viejo vigoroso y metódico asesino que pasó sus últimos años refugiado en Brasil y se ahogó cuando salió a nadar muy temprano una mañana de 1978. Desde el final de la guerra, con la ayuda de su familia, y de ciertas autoridades de la Cruz Roja y la Iglesia católica, el doctor Mengele se había esforzado con éxito en volverse invisible. Su desaparición fue tan perfecta que sus perseguidores tardaron años en saber que estaba muerto. En la foto de Tomoko Yoneda esas tinieblas azul oscuro del amanecer se convierten en las del Reino de los Muertos, el anonimato definitivo, la huida sin rastro del criminal que nunca recibió castigo: la ausencia que nos estremece en la foto es también la de las víctimas innumerables de las que no quedó rastro alguno; lo inmenso del espacio sin nadie atestigua la inmensidad del crimen y de la tragedia: también lo trivial de la presencia humana sobre la faz del mundo.

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Yoneda se educó en Occidente, pero su estética es del todo japonesa, entre taoísta y budista, porque en su centro está la plenitud del vacío, el magnetismo de la ausencia. Un parasol debajo del cual no hay nadie o el hueco de la huella de un pie sugieren respetuosamente la presencia de Buda. La mirada se educa para apreciar la cualidad de tránsito incesante que hay en todas las cosas, su impermanencia, la interconexión entre todos los fenómenos y todos los seres, humanos y no humanos, vegetales y animales, vivos y muertos. Un bosque de árboles fornidos y altos como columnas de un templo —de un espacio como el de la mezquita de Córdoba, para ser más precisos, donde no existe una dirección forzosa, sino una pluralidad de itinerarios— resulta ser uno de los escenarios de la batalla del Somme, en la que murieron más de 20.000 soldados tan solo en el primer día, el 1 de julio de 1916. En las fotografías el campo de batalla es un barrizal de cráteres, de trincheras abiertas como cicatrices en la tierra pelada, de marañas de alambre espinoso. Un siglo después, un bosque de arces resplandece con el verdor fragante de la savia en verano: los árboles, tan próximos entre sí, alcanzan con sus raíces los restos orgánicos más resistentes de la batalla, el estiércol antiguo de los muertos: son los muertos los que parecen alzarse de la tierra, transmutados en árboles, en una nutrida procesión más solemne que la de las cruces blancas en los cementerios militares.

Yoneda pertenece a la estirpe de los fotógrafos errantes. Pero sus viajes la llevan por el tiempo tanto como por el espacio, y su punto de destino es casi siempre el de un acontecimiento atroz de monumentalidad invisible. Del verano de la batalla del Somme en 1916 viaja unos centenares de kilómetros para explorar el escenario de otra gran carnicería ocurrida tan solo 26 años después. (Hay que señalar que Yoneda no está cautiva de la superstición del estilo: sus fotos cambian según la época o el asunto que trata; cambia su estética y hasta la cámara que usa. Ella misma es tan mudable en su manera de mirar como el mundo hacia el que mira). Ahora lo que vemos no es un bosque deshabitado y umbrío, sino una playa en toda la claridad de una mañana de verano, con el espectáculo plácido y vulgar de los bañistas, las tumbonas rayadas, los cuerpos enrojecidos, los flotadores con figuras de animales. Muy al fondo, en la línea del horizonte, se distingue la silueta diminuta de lo que debe de ser un enorme crucero. Otras siluetas innumerables de buques se vieron en esta misma playa el 6 de junio de 1944, en una mañana que no era de sol sino de cielos oscuros y mal tiempo: es la playa Sword, en la que murieron millares de hombres en las primeras horas del desembarco aliado. El cielo y el mar tienen azules muy saturados de postales de veraneo de los años sesenta. Tomoko Yoneda, quizás cubierta con una pamela contra el sol, va discretamente con su cámara por esa playa, oyendo el mar al fondo de las risas y las voces de la gente, y quizás ella es la única persona que en ese momento se acuerda de lo que sucedió allí mismo 60 años atrás, y no ha dejado rastro alguno. En los antiguos campos de batalla, en la frontera entre las dos Coreas, en Beirut, en Sarajevo, en Argel, en las dependencias abandonadas de la policía secreta en Seúl, Tomoko Yoneda se dedica con perseverancia a la extraña tarea de retratar el olvido.

Tomoko Yoneda. 17 proyectos fotográficos. Fundación Mapfre. Madrid. Hasta el 9 de mayo.

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