Alguien que no está allí habla con alguien que no existe

La capacidad de las máquinas para generar textos que parecen escritos por humanos no significa que puedan ser creativas, sino que tiene más que ver con la creciente uniformización de la producción literaria

Un robot lee un libro durante una demostración de inteligencia artificial para niños en Londres.Jeff Spicer

No hay ninguna buena razón para ello, pero lo cierto es que títulos como El caso del loro Perjuro, La venganza elfa y Amarse con los ojos abiertos existen de verdad: alguien, por algún motivo, ha titulado así algunos de los 60 libros cuyas reseñas evalúa el participante de un estudio en curso de Guillermo Marco y Julio Gonzalo, investigadores de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) en el campo del Procesamiento del Lenguaje Natural, y también poeta el primero, cuyo objetivo es evaluar “la creatividad de una intel...

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No hay ninguna buena razón para ello, pero lo cierto es que títulos como El caso del loro Perjuro, La venganza elfa y Amarse con los ojos abiertos existen de verdad: alguien, por algún motivo, ha titulado así algunos de los 60 libros cuyas reseñas evalúa el participante de un estudio en curso de Guillermo Marco y Julio Gonzalo, investigadores de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) en el campo del Procesamiento del Lenguaje Natural, y también poeta el primero, cuyo objetivo es evaluar “la creatividad de una inteligencia artificial para escribir sinopsis de libros”.

¿Es la redacción “gramaticalmente correcta”? ¿Tiene sentido? ¿Guarda relación con el título? ¿Cuánta información proporciona sobre la obra, su contenido y su género? ¿Hace “apetecible” leerla? ¿La sinopsis es “creativa”? Quien participa en el estudio debe evaluar el cumplimiento de estos criterios sin saber si se encuentra frente a un texto escrito por un ser humano o por un transformer, una “red neuronal artificial” diseñada para redactar textos en español a partir de premisas mínimas; como GPT-3, el generador de textos que en septiembre pasado publicó un editorial en The Guardian, la red neuronal creada en la UNED es un “modelo preentrenado” que, como explica Julio Gonzalo, “ha aprendido un modo general del lenguaje que puede después especializarse para la realización de tareas específicas muy diversas: traducción, clasificación de textos, búsqueda de respuestas, chatbots, etcétera”. El modelo concibe sinopsis a partir de un título, y se le pueden hacer propuestas en Twitter (@apocrifosbot).

“Que los transformers sean capaces, en ciertas condiciones, de generar textos que parecen escritos por humanos no quiere decir que esos textos tengan sentido, que aporten información, ni que puedan ser creativos”, explica Gonzalo. “De hecho, los transformers no entienden lo que escriben, son similares al teclado predictivo de un móvil: te sugieren cuál puede ser la siguiente palabra que tienes intención de escribir basándose en las asociaciones entre palabras que han observado antes, tanto de textos generales como de tu forma particular de escribir; así que lo único que entienden realmente es que una palabra es más probable que otra en un contexto determinado, pero no conectan las palabras con ningún significado en el mundo físico. En cierto modo, los transformers son como ‘loros estocásticos’ capaces de leer miles de millones de textos, con una memoria virtualmente infinita y con una sorprendente capacidad de generalización”.

Diseñado a partir de un total de 39.155 reseñas de libros disponibles online, el cuestionario desarrollado por los investigadores no apunta a que el participante reconozca qué sinopsis han sido escritas por el transformer y cuáles por un ser humano, sino a que éste evalúe la fluidez, la coherencia, el carácter informativo, el atractivo y la creatividad (en un sentido amplio) de los textos. De “mucho” a “nada”, el participante califica textos algunas veces descriptivos y de cierto interés, pero, en muchos casos, descabellados, el parloteo insensato de alguien que no está allí hablando a un interlocutor inexistente.

“Lorca es una mujer de mediana edad que vive sumida en un accidente de trafico de drogas”, se lee en una. En otra, “el protagonista, Juan Luna, es un joven que vive en una casa de campo con sus abuelos, y que vive con su tía, que vive en una granja con sus abuelos”. “A pesar de los esfuerzos de su compañero con la ayuda de su inseparable compañero, X irá descubriendo que, en realidad, no es otra cosa que la suya”, se dice de un personaje que podría ser, tautológicamente, “uno de los personajes más carismáticos, uno de los más famosos de todos los tiempos, uno de los personajes más entrañables de todos los tiempos”. “Una mañana de enero de 1941, el cadáver de un hombre es hallado muerto (sic) en una playa de la ciudad de Santiago de Compostela […] con una pistola clavada en la espalda y el cadáver de un niño de ocho años. ¿Quién es ese hombre muerto? ¿Y quién es ese hombre? ¿Y quién es el muerto?”, se lee en la reseña de una novela titulada, misteriosamente, Mañana tendremos otros nombres, “la vida se ve alterada por una serie de acontecimientos que cambiarán su vida para siempre” y a Lorca “su marido la ha dejado en herencia de su marido, un accidente de trafico que la deja en coma” además de su amante, “que acude a la consulta de un amigo de la víctima y el detective le comunica que se ha suicidado: a partir de ese momento se dará cuenta de que su marido ha desaparecido”. Nada rivaliza, sin embargo, con el desconcertante destino de Jack Crawford, “un joven huérfano londinense que vive con su madre en una casa de campo”, quien, “el día en que cumple treinta y cinco años” y “el día que cumple quince años, recibe una llamada telefónica que le anuncia que ha sido secuestrado por un chico de catorce años. Jack está convencido de que no es un niño cualquiera, pero cuando descubre que su padre es un impostor, se da cuenta de que no es el único que puede ser él”. Determinar qué edad tiene Jack y si vive en Londres o en una casa de campo y qué es exactamente lo que le sucede exige algo más que leer entre líneas.

Kacper Pempel (Reuters)

A lo largo de los últimos años, la industria editorial ha avanzado en un proceso de automatización de la toma de decisiones que, de una forma todo menos casual, ha coincidido con la marginación de muchos de sus trabajadores más cualificados, cuyas decisiones acerca de la conformación del catálogo, las adquisiciones de títulos y su promoción parecen más y más constreñidas por la presión de los departamentos comerciales; como en el periodismo, en la industria editorial se fantasea desde hace tiempo con el perfeccionamiento de herramientas informáticas que limiten el factor humano, aumentando, supuestamente, el rendimiento y la eficacia. La fantasía de la desaparición del libro físico y su reemplazo por el libro digital, que hubiera supuesto una importante reducción de costos de producción y, por lo tanto, una mayor rentabilidad, ha sido reemplazada tras diez años de inversión por la ficción de que el audiolibro y los podcasts harán posible el acercamiento a la literatura de quienes no quieren leer, en un desplazamiento de la forma en que se concibe al destinatario de los productos de esa industria, que pasa de “lector” a “consumidor”, con todo lo que esto significa: pérdida de diversidad de la oferta literaria, reducción del riesgo en la apuesta por libros y tendencias, uniformización del gusto, seriación, una edición que responde a una cierta percepción de la demanda en lugar de crearla y transita unos carriles ya trazados por las redes sociales y cierto sector del periodismo, que en este momento pasan por la maternidad, la infancia, la identidad nacional, el conflicto entre padres e hijos.

“El hype excesivo en torno a estas tecnologías llega a plantear si, en un futuro cercano, la mayoría de las noticias serán redactadas por robots”, afirma Julio Gonzalo; el estudio del que es responsable se pregunta por una cualidad, en principio, específicamente humana, que los transformers todavía no pueden imitar, la creatividad. Pero lo que las sinopsis que lo conforman ponen de manifiesto es que, desafortunada y predeciblemente, las máquinas no tienen ninguna dificultad en reconocer las frases más habituales a las que recurre la edición perezosa: “un mundo lleno de magia y peligros”, “aventuras trepidantes”, “una época convulsa y llena de contrastes”, “corrupción y violencia”, “un halo de misterio”, “un mundo en el que nada es lo que parece”, “una noticia que cambia sus planes para siempre”, “en que el amor y la pasión se entremezclan en la búsqueda de la verdad”, “una historia que duele”, “un retrato lírico y honesto”, “un día que cambió la vida de todos”.

De los primeros resultados del estudio se desprende, afirma Gonzalo, que “a las máquinas les cuesta más escribir cosas con sentido que cosas que resulten atractivas o creativas”, de lo que se deriva que “un texto no necesitaría tener sentido para que resulte atractivo o creativo”; la proliferación del lugar común en cierta crítica literaria y, por supuesto, en los textos concebidos para facilitar la comercialización de los libros constata esa opinión. A pesar de algunos deslices, las máquinas ya pueden producir una literatura maquinal que es puramente su forma; mientras disfruta de discernir la paja del trigo en el cuestionario del grupo de investigación, el lector tal vez se pregunte qué separa los textos que se le presentan en él de aquellos con los que en ocasiones tropieza en las páginas de un periódico como este y en las librerías. No parece una pregunta innecesaria porque de ella depende el futuro de una literatura que alguna vez no se conformó con su condición de mercancía y fue una manera radical de estar en el mundo, de “leerlo” y de darle forma.

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