Los lugares del sueño
Guillermo Pérez Villalta convierte la sala Alcalá 31 de Madrid en un laberinto zigzagueante de pinturas, muebles, joyas y maquetas donde el visitante parece estar invadiendo una fantasía del artista
Si lee Pérez Villalta que lo que ha planificado en Alcalá 31 es un site specific, le dará un ictus. Pero es que el artista ha convertido esa siempre compleja sala madrileña en una instalación, un laberinto de simetría asimétrica. Por medio de un entramado de muros ha remodelado un gran salón de columnas en un circuito zigzagueante que desemboca en un espacio central, presidido por un templete clásico —que oculta un secreto—, ge...
Si lee Pérez Villalta que lo que ha planificado en Alcalá 31 es un site specific, le dará un ictus. Pero es que el artista ha convertido esa siempre compleja sala madrileña en una instalación, un laberinto de simetría asimétrica. Por medio de un entramado de muros ha remodelado un gran salón de columnas en un circuito zigzagueante que desemboca en un espacio central, presidido por un templete clásico —que oculta un secreto—, generando salas dentro de la sala. Arquitecturas dispuestas para acoger arquitecturas pintadas. Comisario y artista han conformado así diversos formatos que juegan con el diálogo entre obras afines conceptual o estéticamente.
La sensación del visitante es la de invadir un sueño del creador, uno que, como todos los sueños, no establece una narrativa lineal, sino caprichosa. Un recorrido esquinado por pinturas (desde obras tempranas de los setenta hasta otras de este mismo año), pero también muebles, joyas y maquetas. Un espacio anguloso que es basílica, museo y aljibe, esto último sólo visible desde la segunda planta. A esa altura, el espectador será un feligrés que se enfrenta a la mirada del pantocrátor, la divina representación de la geometría flanqueada por dos pasillos de luz dorada, el más allá bizantino. No se confundan, ese rostro severo, llamado Faz (1995), no es el de un santo. No es el resultado de oraciones, sino de ecuaciones. Ha sido dibujado a partir de politopos regulares, cada matiz proviene de una matriz: ojos, orejas, boca, nariz, arrugas. Todo calculado en perfecta armonía. Un delirio similar al del científico obsesionado con los cuasicristales del reciente documental de Werner Herzog y Clive Oppenheimer (Fireball: visitantes de mundos oscuros, 2020), no muy alejado de los patrones en los mosaicos islámicos.
Algo de todo ello, de la alucinación de lo irrefutable, de la ciencia de la meditación, hay en esta muestra. Desde ese arriba, vigilaremos al espectador como confidente de la intimidad de los personajes de Los baños (1993-1994) y navegante perdido frente a un faro en miniatura. Testigo de los ejercicios de representación del artista, de su obstinación manierista, de la concepción espacial basada en la luz y en el punto de fuga clásico. Y en los motivos: lo líquido, lo vegetal, la siesta, los ojos. Ciudades ideales en pinturas que parecen frescos. Reflejos. Referencias a los disparates blandos de Dalí, a la metafísica nostálgica de De Chirico, a la perspectiva caballera, a la arquitectura de Marcello Piacentini, al esquematismo medieval. Escenarios, construcciones que parece que se van a caer, aspiradas por un vórtice invisible, así como los mundos representados por un artista que asiste en primera persona a sus ficciones, como el Bret Easton Ellis de Lunar Park (2005). El creador contemplativo, en estado de vigilia, en insomnio intencionado, que nunca mira fuera de marco. Permanece absorto en el paisaje de sus divagaciones, como si no hubiera sido él el autor, sino que fueran imágenes aquerópitas.
El arte como laberinto, o la exposición como obra, comisariada por Óscar Alonso Molina, contagia de ese placer sereno que abraza Guillermo Pérez Villalta, quien habla gaditano, pero crea en italiano. Su empeño en hacer real lo imaginado, en materializar sus fantasías con escuadra y cartabón, encuentra encaje en esta retrospectiva en recodo; el visitante será capaz, si se lo propone, de concluir si la carrera de Dédalo ha sido siempre recta. El catálogo, un ejercicio de hibridez entre libro de artista y biblia, nos dará pistas. Han hecho algo peligroso: incluir textos escritos por el artista hace 40, 30, 25 años. Prueba de fuego que pasa la prueba de impresión. Gracias a ellos constatamos que, efectivamente, su discurso está cincelado en mármol, desde su ensayo La pintura como vellocino de oro (1983). Hay una apuesta por el desmantelamiento de la evolución en progreso de la historia del arte, en favor de un concepto “más parecido a una cuestión arbórea, como ramas”. Su decepción por el arte del presente se refuerza por su permanencia en el canon clásico.
Ello explica el mayor protagonismo que tienen en esta retrospectiva sus últimos trabajos, no los primeros, que, no olvidemos, se compusieron en sintonía con un grupo, Los Esquizos, que declamaban el advenimiento de algo “nuevo”: la Nueva Figuración. A las reglas fundacionales se ha mantenido fiel Pérez Villalta, impermeables a la lluvia ácida de las tendencias en un medio siglo frenético. Son su faro guía en mitad de la tempestad. Refugiémonos. Estamos frente a un diseñador “de interiores”: su práctica artística es introvertida, de imaginación a mano alzada. De ahí que brote un anhelo espiritual, sobrehumano, aunque esté basada en cuadrículas. Su laberinto —artefacto de origen pagano— ha sido diseñado bajo el concepto de la geometría sagrada. Sigue ese credo, el de la fe, en una presencia divina en las formas naturales, y se aleja de aquel dogma, el de la modernidad. Laberinto que en inglés se traduce por labyrinth, pero también por maze, que proviene de amaze, asombrar. El asombro de aquel que, absorto en la belleza, sabe que la meta no es llegar a ningún final, sino perderse en el camino.
El arte como laberinto. Guillermo Pérez Villalta. Sala Alcalá 31. Madrid. Hasta el 25 de abril.