El hombre que inventó el Olimpo de Hollywood
El crítico Andrew Sarris fijó hace medio siglo el canon de la era dorada del cine norteamericano en un libro que se edita ahora en España. Su rivalidad con Pauline Kael, autora del ensayo sobre ‘Ciudadano Kane’ en el que se inspira la película ‘Mank’, marcó una época
En 1962, Andrew Sarris publicó su célebre Notas sobre la teoría del autor, el sonoro aterrizaje en Estados Unidos de las tesis sobre la autoría en el cine que los críticos franceses habían desarrollado en las páginas de Cahiers du Cinéma. El artículo suscitó una respuesta furiosa por parte de Pauline Kael, que con esa réplica cimentó una temible reputación en The New Yorker y una rivalidad que marcó durante décadas la crítica estadounidense.
Kael vuelve a protagonizar ...
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En 1962, Andrew Sarris publicó su célebre Notas sobre la teoría del autor, el sonoro aterrizaje en Estados Unidos de las tesis sobre la autoría en el cine que los críticos franceses habían desarrollado en las páginas de Cahiers du Cinéma. El artículo suscitó una respuesta furiosa por parte de Pauline Kael, que con esa réplica cimentó una temible reputación en The New Yorker y una rivalidad que marcó durante décadas la crítica estadounidense.
Kael vuelve a protagonizar conversaciones cinéfilas a raíz del estreno de Mank, la película de David Fincher que se inspira parcialmente en Raising Kane, el controvertido ensayo en el que Kael desplegaba la tesis —desacreditada después— de que el guion de Ciudadano Kane por el que Orson Welles y Herman Mankiewicz ganaron el Oscar era esencialmente obra del segundo. De hecho, ese extenso artículo formaba parte de la inacabable batalla entre Sarris y Kael. Restándole méritos a Welles y presentando el hito que constituyó Ciudadano Kane, epítome del cine de autor cuando el concepto ni existía, como un logro colectivo, Kael abundaba en su crítica a aquella “política de los autores” formulada por primera vez por François Truffaut e importada a tierras estadounidenses por Sarris.
Así lo interpretó este, que replicó con una durísima reseña a Raising Kane en The Village Voice en la que no discutía el mérito que Kael concedía a cada uno de los dos guionistas —como sí harían Peter Bogdanovich, en The Kane mutiny, y Robert L. Carringer, cuyo Cómo se hizo Ciudadano Kane (Ultramar) ha quedado como la última palabra (fundamentada) sobre el asunto—, sino que negaba la mayor: “Orson Welles no queda disminuido significativamente como autor de Ciudadano Kane por las revelaciones sin aliento de la señora Kael sobre Herman J. Mankiewicz en mayor medida de lo que queda disminuido como autor de El cuarto mandamiento por el hecho de que todas las mejores líneas y escenas fueran escritas por Booth Tarkington [el autor de la novela en que se basa la película]”.
Cuando en 1971 se publicó Raising Kane ya hacía casi una década de pugna feroz entre el metódico Sarris y la visceral Kael, y tres años que el primero había formalizado sus tesis en la que es considerada su obra magna: The American Cinema: Directors and directions 1929-1968, una propuesta de canon de los cineastas que habían trabajado en Hollywood desde el advenimiento del sonoro hasta la caída del sistema de estudios, y que ahora edita por primera vez en España Cult Books con el título Grandes directores del cine americano. La era dorada (1929-1968).
Sarris, que ya había esbozado las líneas maestras del libro en un artículo publicado cinco años atrás, en 1963, en Film Culture, divide a los directores en categorías bautizadas con nombres como “Seriedad forzada”, “Discretos y agradables” o “Casi el paraíso”, entre otras, de las que resalta, claro, the Pantheon, el panteón de los directores, ese “Olimpo” de la edición española integrado por Griffith, Chaplin, Lang, Flaherty, Murnau, Lubitsch, Von Sternberg, Ford, Renoir, Keaton, Hawks, Hitchcock, Ophüls y Welles.
Sarris comenta virtudes y defectos de dos centenares de cineastas, y demuestra tanta erudición como pericia a la hora de perfilarlos. A veces en un párrafo, o incluso en una frase. John Ford “perfeccionó su habilidad en los años veinte, en los treinta cobró fuerza dramática, arrolló en los cuarenta y en los cincuenta fue evocación simbólica”; Fritz Lang “es el trágico cerebral del cine, y sus caídas en lo absurdo son la prueba de una sagacidad lejana, de un intelecto que transforma las imágenes en ideas”; Hitchcock “exige una situación de normalidad, aunque desde fuera parezca aburrida y gris, para recalcar la infame anormalidad que se arrastra bajo la superficie”, aunque “su reputación se ha visto afectada” “los puritanos” del “cine serio” consideran que “nadie que divierta tanto puede ser profundo”.
La elocuencia de Sarris está a menudo recubierta con una capa de fino sentido del humor, que puede derivar en sangrante mala leche cuando lanza dardos a aquellos que él considera sobrevalorados. Así, John Huston “sigue aprovechándose de su reputación de individualista agraviado, con un buen pretexto para cada mala película que hace”, y David Lean puede respirar tranquilo tras sus Oscar por El puente sobre el río Kwai y Lawrence de Arabia porque “consagrado por las diversas Academias, su sensibilidad artística, cualquiera que haya tenido, está ya embalsamada y a salvo en la tumba del cine impersonal”.
De algunos cineastas, como Ford, Sarris también comenta la cambiante apreciación por parte de los analistas a lo largo de sus carreras, porque el libro no solo propone una historia crítica del cine norteamericano, sino también un juicio de la propia crítica estadounidense, de la que Sarris ataca su “atrasado provincianismo”. Tanto la categorización, rabiosa y orgullosamente subjetiva, como la vehemencia a la hora de valorar el método y la mirada de sus colegas, resultaron campo abonado para las polémicas y la esgrima dialéctica con otros críticos. Eso sí, pese a esa continua invitación a lo que Sarris llamaba el “debate dentro del espíritu dialéctico de conocimientos mancomunados”, sus intercambios con Kael fueron de todo menos amables. En el libro, le reserva a su más enconada rival una única referencia, y sin nombrarla. “Una señora con un agudo sentido de la atrocidad”, se limita a llamarla.
En su canon, Sarris no solo eleva al Olimpo o destierra del mismo a los considerados maestros clásicos. También perfila a cineastas con mucha carrera aún por delante y esboza apuntes sobre otros de trayectoria aún incipiente. Hoy resultan muy llamativas sus reticencias ante un Sam Peckinpah que aún no había estrenado Grupo salvaje y, sobre todo, ante un Kubrick al que situaba en la categoría de la “seriedad forzada”, y que sí había estrenado ya 2001: Una odisea del espacio, una película que, para Sarris, confirmaba “la incapacidad de Kubrick para relatar un suceso en la pantalla con coherencia y un punto de vista armónico”. Con Cassavetes se muestra prudente —”sigue siendo un talento todavía no resuelto”, advierte—. E intuye el genio mayor que atesora un Coppola del que escribe que es posible que “dé la sorpresa”. Cuatro años después la daría con El Padrino, erigiéndose en uno de los puntales de ese Nuevo Hollywood en el que el director era la estrella, una nueva era que arrancó en 1968, el año de Easy Rider y en el que Sarris publicó su libro, y que, con su reivindicación del director como autor, tuvo en el crítico neoyorquino a algo así como un padre espiritual.
Así que Sarris se impuso, pese a que muchos de los que él despreció —Mankiewicz, Wyler, Kubrick— o de los que desconfió —Peckinpah, Lumet— estén hoy situados en el Olimpo o sus inmediaciones. Al fin y al cabo, la lectura hoy de ese canon escrito hace más de medio siglo entre los estertores del viejo Hollywood y la irrupción del nuevo permite volver a reflexionar sobre la evolución de la percepción crítica de los cineastas, evolución que el propio Sarris abrazó, dispuesto a revisar sus postulados, por vehementes que fueran.
Ahí está el caso de Billy Wilder, a quien en su libro enmarcó en el grupo de los que son “menos de lo que dejan ver”, y al que desdeñó tachándolo de “Lubitsch entorpecido”. Años después, acabó concediéndole el lugar en el Olimpo que primero le había negado. Lástima que la básica edición de Cult Books –que se limita a retocar muy mínimamente la traducción utilizada en 1970 en la edición que sacó la editorial mexicana Diana, la única publicada en castellano hasta ahora– no incorpore ninguno de los textos con los que Sarris se corrigió sobre Wilder.
En lo que no hubo marcha atrás fue en la rivalidad con Kael, cuyo Raising Kane también ha recuperado ahora Cult Books, en un volumen titulado El libro de Ciudadano Kane y que incluye asimismo el guion de la película y un artículo de Jonathan Rosenbaum que le enmienda la plana a la autora. Cuando Kael falleció, en 2001, Sarris, que la sobreviviría 11 años, le dedicó un artículo en el que le reprochó, entre otras muchas cosas, su negativa a ver dos veces la misma película y, por tanto, a darse la oportunidad, como él con Wilder, de cambiar de opinión. Ese obituario ponía fin a cuatro décadas de enfrentamiento entre, en palabras de Sarris, dos “provincianos y poco sofisticados arribistas” que “chocaron en un laberinto de malentendidos que ocultaban el hecho de que ambos estaban consumidos por las películas con la misma intensidad emocional”.
Grandes directores del cine norteamericano. La era dorada (1929-1968)
Andrew Sarris. Cult Books, 2020. 304 páginas. 22 euros.