Cuando la arquitectura duda
Proyectos respetuosos con la naturaleza y que repiensan la manera de relacionarnos son el principal legado de un año que ha provocado un replanteamiento de casi todo
La arquitectura lleva décadas dudando, pero 2020 ha sido el año de la duda pública y podría marcar el inicio de su recuperación. Ya saben: se empieza a solucionar un problema en el momento en que se reconoce. Salvo la asignatura pendiente del ahorro energético, lo que definía la gran arquitectura hace un año —una forma, una idea— ya no define lo óptimo en 2020. El coronavirus podría haber afectado para siempre la idea de qué es lo mejor también en esta disciplina.
El calendario arquitectónico no coincide con el gregoriano. Los proyectos están fechados con el año de su diseño y el del fi...
La arquitectura lleva décadas dudando, pero 2020 ha sido el año de la duda pública y podría marcar el inicio de su recuperación. Ya saben: se empieza a solucionar un problema en el momento en que se reconoce. Salvo la asignatura pendiente del ahorro energético, lo que definía la gran arquitectura hace un año —una forma, una idea— ya no define lo óptimo en 2020. El coronavirus podría haber afectado para siempre la idea de qué es lo mejor también en esta disciplina.
El calendario arquitectónico no coincide con el gregoriano. Los proyectos están fechados con el año de su diseño y el del final de su construcción. Las intenciones quedan encerradas en la primera fecha. Los resultados, patentes en la segunda. Ha habido edificios deslumbrantes inaugurados en 2020 que han revelado tanta ambición como ceguera respecto al contexto actual. El estudio OMA, que capitanea Rem Koolhaas, inauguró al sur de Seúl los grandes almacenes The Galleria con forma de roca cristalizada, y el estudio de Zaha Hadid concluyó su enésimo edificio póstumo —el hotel ME en Dubái— con forma de agujero, demostrando, justamente, la reacción lenta de la arquitectura que, en muchos de los grandes estudios, ha pasado de anticipar el futuro a retrasar su respuesta al presente. Las espectaculares fotografías de ambos inmuebles han convivido con las no menos chocantes de enfermos de covid aislados en plazas de aparcamiento de Las Vegas. Ambos escenarios casi opuestos plantean la misma pregunta global: ¿cómo viviremos juntos?
Este año, ese ente en perpetua construcción que son las ciudades vivas ha demostrado que pueden ensayarse soluciones de emergencia —rápidas, económicas y temporales—. La “ciudad de los 15 minutos” que anunció la alcaldesa de París, Anne Hidalgo, o las discutidas supermanzanas barcelonesas se arriesgan a aportar ideas para la convivencia en las urbes. Ambas participan de una informalización, una pérdida de forma, para hacer las metrópolis más flexibles. Será ese último dato, precisamente, el que dé la medida de su éxito. Si se pierde la forma para ganar en calidad de vida —un descenso en la contaminación y el ruido de las calles—, el éxito podrá embellecerse. Si no se consigue, habrá sido un buen intento, como todos los que hizo el estudio del hoy aclamado Jan Gehl —con sillas plegables y sentadas ciudadanas— antes de pactar la peatonalización de Broadway, algo así como si Barcelona hiciera desaparecer los coches de la Diagonal; Bilbao, los de la Gran Vía; o Sevilla, los del Paseo de Cristóbal Colón.
Situando los logros ambientales y los sociales por encima de los técnicos o los formales, la cotidianidad se ha impuesto a la monumentalidad durante la pandemia. Más que por la osadía o la genialidad, la bondad de la nueva arquitectura respira por la relación que es capaz de establecer entre las partes: la vivienda, el trabajo, el ocio, el comercio y la ciudad. Lo que no puede ofrecer la casa —vegetación, aire, sol, espacio para el ejercicio— debería ofrecerlo la calle. Y al revés: la metrópolis no puede ser devorada por el inmediatismo económico. Por eso la vivienda se repiensa para resistir y la función de cobijo aventaja a la que dibujó la arquitectura sin ornamentos como máquina de habitar.
Unir partes, respetar legados e ingeniárselas para ampliar el espacio público es lo que Guillem Moliner y Eduard Callis, del estudio Un Parell d’Arquitectes, han hecho en el centro de Olot (Girona), donde opusieron imaginación a las demoliciones que hacen desaparecer el pasado del centro histórico. Sucedió así: a un encargo de pavimentación respondieron con una propuesta para que la historia construya una nueva urbanidad. Había una medianera que debía protegerse. Había presupuesto para pavimentar la zona y los arquitectos decidieron no cambiar el suelo. Hicieron que la pared hablase. Hoy cuatro contrafuertes escalonados son un rincón vecinal, una especie de plaza vertical que ofrece asiento, deja ver el pasado y amplía la calle. Callis y Moliner construyeron una fachada que asume la responsabilidad de dar forma a una calle. Es lo que ciudades y ciudadanos hemos necesitado este año: una escenografía de urgencia, zurcida aquí con ladrillo y rematada con tres bóvedas, que responde al presente y le habla al futuro con conocimiento y humildad. Es, como ha sido este año, un proyecto contundente y, sin embargo, indefinido: los ciudadanos lo alteran cuando lo hacen suyo sentándose en los nichos.
En Nueva York, la reconsideración de la mejor arquitectura también ha llegado hasta las vacas sagradas de la ciudad. La modélica Ford Foundation, que Kevin Roche y John Dinkeloo concluyeron en 1968 con un jardín interior de acceso público —”una rareza, un edificio que tiene en cuenta al mundo”, escribió la crítica de The New York Times Ada Louise Huxtable—, ha sido actualizada por el estudio Gensler para que las plantas no consuman tanta agua y para que todos los trabajadores, no solo los jefes, tengan vistas a ese jardín. Que hasta lo mejor es mejorable lo demuestra también la ampliación de la Fundación Helga de Alvear en Cáceres donde, tras actualizar la Casa Grande original, el equipo de Emilio Tuñón ha convertido la Fundación en un paseo amable. “Una estrategia, no una forma”, que en vez de responder al lugar lo deja hablar. La nueva galería es un lugar vivo y una tierra de tránsito. Lejos de ser el jardín trasero de un monumento, ofrece una solidez arquitectónica a la altura de los austeros palacios renacentistas cacereños: construidos con cautela y restos de antiguas iglesias.
Más allá de la convivencia urbana —entre edificios históricos y nuevas intervenciones o entre ciudadanos—, los retos energéticos han sido brutalmente descuidados en un año también difícil para la sostenibilidad. Por eso es importante anotar que VArquitectos construye la Facultad de Ciencias de las Salud para la Universidad Pública de Navarra como edificio Passivhaus, un inmueble capaz de acumular la energía que necesita para funcionar. En 2020 se ha terminado en Fráncfort el mayor hospital de la ciudad que, a diferencia del Enfermera Isabel Zendal de Madrid, también tiene el certificado Passivhaus. Lo han firmado WTR Architekten y, con 664 camas y 10 quirófanos, será capaz de, por lo menos arquitectónicamente hablando, sanar sin dañar: el gran sueño de la medicina.
Cinco proyectos arquitectónicos de 2020
Can Sau en Olot de Un Parell d’Arquitectes. Una escenografía de urgencia y una plaza vertical en lugar de un tabique.
Ampliación del Museo Fundación Helga de Alvear de Emilio Tuñón. Una intervención que tiende un puente entre el Cáceres renacentista y la vaguada que lo rodea.
El Parvulario en Chaoyang (China) con un jardín en la azotea y patios ajardinados del estudio pequinés MAD architects.
Tanzhaus, el paseo junto al río Limago, un espacio público con forma de edificio que el estudio italoespañol Barozzi Veiga construyó en Zúrich.
Estadio Education City de Fenwick Iribarren en Doha (Qatar). Un campo desmontable y menguante con refrigeración alimentada por energía solar.