Abrir la granada
La muestra ‘Invitadas’ nos exige, ya desde su catálogo, observar y analizar la pintura como una imagen y no como una creación cualitativa e ideológicamente admirable
La circularidad viciosa de esa problemática que es el despiadado e hipócrita rol del Estado como conmutador de valores sociales explica algunas reacciones a la muestra del Prado Invitadas. Fragmentos sobre mujeres, ideología y artes plásticas en España (1833-1931). Hace unas semanas, saltó la noticia de que una obra presentada “de manera preferente y simbólica” en la exposición ...
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La circularidad viciosa de esa problemática que es el despiadado e hipócrita rol del Estado como conmutador de valores sociales explica algunas reacciones a la muestra del Prado Invitadas. Fragmentos sobre mujeres, ideología y artes plásticas en España (1833-1931). Hace unas semanas, saltó la noticia de que una obra presentada “de manera preferente y simbólica” en la exposición no había sido pintada por una mujer, Concepción Mejía de Salvador, sino por un hombre de apellido igualmente inexorable, Adolfo Sánchez Megías. El aplastante machismo (“no te conoce el lomo de la piedra”, escribió Lorca en su llanto al torero) circundó enseguida a los medios de comunicación, y algunas feministas denunciaron que la muestra no planteaba “la resignificación y actualización de la calidad de las artistas”, limitándose a “la mera restauración de las obras”. Invitadas volvió a la cueva, pero ya sabemos que la cueva es un espacio femenino y pertenece a la Sibila.
Las mujeres y hombres que consideraron intolerable la exposición descuidaron que su celo iba a obstruir más aún la tarea de la demolición y reconstrucción del canon, donde debía ocupar su lugar ese Cero impotente y enigmático. ¿Habían hecho anteriormente el mismo aspaviento por cada uno de los sesgos, olvidos y falsas atribuciones en las innumerables exposiciones, en la literatura, en la política? Un hecho es que, desde su inauguración, Invitadas no ha recibido más que publicidad —una publicidad injustamente mala—, cuando lo que aporta (atentos al subtítulo) es infinitamente más importante que la anécdota de la falsa atribución o el hecho de que haya pocas mujeres, hasta 40.
Para empezar, el catálogo, que excitará la fascinación del lector por la historia y la denuncia del áspero patriarcado, en la descripción que los/las ensayistas hacen de “la vulnerabilidad de las mujeres artistas ante la ausencia de debate público” (Eugenia Afinoguénova), el descrédito y mofa de las mujeres copistas —”Maria Fiter pinta figuras y naturalezas muertas como quien organiza una cocina”—, el desnudo y su codificación, la censura (Carlos Reyero), la ansiedad hacia la autoría o la obstinación en la búsqueda de su deseos de unas pocas heroínas artistas —llama la atención la abundancia de apellidos extranjeros— atrapadas en una serie de ficciones monstruosas que las privaban de su independencia (María Dolores Jiménez Blanco).
En su versión museística, Invitadas es un primer avance para señalar los vacíos y reunir los fragmentos olvidados, esas hojas de la Sibila que nos obsesionan a las mujeres, porque si podemos componer los trozos de nuevo, formarán un todo que nos contará la historia del arte. España va con retraso, y este no es ni tan siquiera el primer capítulo, sino el prefacio a partir del que poder hacer la radiografía de la feroz ignominia hacia las mujeres, cómo debían representarse —las fake news de entonces— o lo que estaban obligadas ellas mismas a representar si osaban coger los pinceles. El superego, en fin, de una España (en la que reinaban ellas) sentada en el diván de un analista que ha llegado con noticias del infierno: Carlos G. Navarro, conservador de pintura del largo e invisible siglo XIX en el Prado, quien nos da una oportunidad de gobernar nuestra ira. Su tesis sobre la poiesis patriarcal, sobre el Estado como primer coleccionista (el museo como institución coercitiva) es templada como la palidez del mármol y quirúrgica a la hora de desplegar el relicario visual de lo que debían ser las virtudes de las mujeres —vulnerabilidad, cortesía, represión— y también sus vicios —locura, monstruosidad, lujuria—.
Invitadas no es una exposición feminista pero está hecha desde el feminismo, una posición liberadora que no deberían arrogarse sólo las mujeres (como el machismo, opresor, no es sólo de los hombres). El feminismo no nació como esencialista ni puede revolucionar con ese lastre. Un ejemplo: oír a algunas activistas históricas, y aún en las filas del Gobierno actual, negar la condición de mujer a las mujeres trans suena a ese desprecio histórico a las mujeres que no quisieron retirarse al silencio angelical de la casa y se las tachó de “hombres frustrados”, imitaciones que disfrazaban su identidad, renegadoras de sí mismas. Si quisiéramos ver a artistas feministas, Goya en Sólo la voluntad me sobra —inaugurada hace un año por estas fechas en el Prado— lo era, y extraordinariamente.
Recorrer Invitadas es abrir una granada, retirar cuidadosamente las pepitas de las celdillas, una a una, cuadro a cuadro, no como el que pela un plátano; la imagen aquí es menos fálica que pop porque, de tan fácil, la cáscara nos puede hacer resbalar. Su análisis plantea interrogantes y sienta certezas, al tratar las obras no por su condición de pintura, fotografía, escultura o cine, sino como imagen: ¿qué han escondido las mujeres? ¿Cómo bailaron para salir del espejo de la autoridad hasta construir los cimientos de su estima propia? O el hecho de que algunas pintoras superaron tanto la modestia femenina como la imitación masculina, tratando temas y creando significados sumergidos debajo del contenido “público”, de modo que sus representaciones pudiesen ser valoradas, un hecho que pasaron por alto los “maestros” y críticos de la época.
Se aprecia en los bodegones —¿por qué habríamos de considerar las frutas y las flores vinculadas a lo doméstico?— de Julia Alcayde y María Luisa de la Riva, que parecen disimular sus impulsos más subversivos y que recuerdan a la Dinner Party de Judy Chicago, al señalar que los temas formales eran algo en lo que su contenido tenía que ocultarse para que su obra fuera tomada en serio. Las películas coloreadas de una pionera del cine, Alice Guy-Blaché y sus Escapadas de Pierrette, de 1900 —Estrella de Diego aporta un enfoque inédito de cómo ya a principios del XX las mujeres se implicaron en el proceso de producción cinematográfica más allá de su rol como objeto del placer visual (Laura Mulvey) o consumidoras—, también responden a la urgencia de ocuparnos del relato más allá de la imagen complaciente de la mujer que ha sido grabada misteriosamente en la superficie del espejo.
Por una vez, el Prado cuida a su público local sin recurrir a tal o cual celebración o al gancho del gran genio para atraer multitudes. Además de revaluar/repudiar la misoginia implícita y explícita en el sistema del arte, avisa que le pondrá freno. Estaremos vigilantes. Tras el debate, quedará el libro. Pocas veces un catálogo ha expresado mejor aquello que Sylvia Plath testamentó en Ariel, eso que incluso las mujeres condenadas a la oscuridad tienen: “Un yo que recobrar, una reina”.
Invitadas. Museo del Prado. Madrid. Hasta el 14 de marzo.
Invitadas. Carlos G. Navarro (ed.). Museo del Prado, 2020. 448 páginas. 30 euros.