TRIBUNA LIBRE

El azar de las palabras

Ella leía sin que nadie le hubiera impuesto el manual de los elementos químicos. Lo leía libre de cualquier imperativo externo

Una mujer lee un libro en un parque.Jaime Villanueva

La encontré sentada sobre el césped, cerca del monumento a Simón Bolívar, tan majestuoso como el héroe de la independencia sudamericana que lo homenajea en una plaza de Buenos Aires. Muy morocha y flaquita, cubierta con los restos de algo que había sido un vestido floreado. Estaba leyendo, lápiz en mano, un libro amarillento, con las sueltas hojas gastadas. Soy indiscreta y me quedé mirándola.

Cuando levantó la vista, no porque yo la hubiera molestado sino porque quizá se había abierto la ocasión de conversar un poco, le pregunté qué estaba leyendo. Junto con la pregunta, le ofrecí una ...

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La encontré sentada sobre el césped, cerca del monumento a Simón Bolívar, tan majestuoso como el héroe de la independencia sudamericana que lo homenajea en una plaza de Buenos Aires. Muy morocha y flaquita, cubierta con los restos de algo que había sido un vestido floreado. Estaba leyendo, lápiz en mano, un libro amarillento, con las sueltas hojas gastadas. Soy indiscreta y me quedé mirándola.

Cuando levantó la vista, no porque yo la hubiera molestado sino porque quizá se había abierto la ocasión de conversar un poco, le pregunté qué estaba leyendo. Junto con la pregunta, le ofrecí una de las tortitas de panadería que llevaba en mi bolso. Con agradecida distancia, eligió una y dijo: “Me la quedo para después, porque acabo de tomar la merienda en el albergue”.

Me sentí autorizada a un trueque y le pregunté qué estaba leyendo. Me corrigió: “No estoy leyendo, estoy estudiando un libro sobre los elementos químicos”. La respuesta no era sorprendente, porque la gente que vive en la calle, como a todas luces vivía mi interlocutora, lee lo que encuentra por allí, ya que la pobreza impone algo así como una curiosidad por lo que venga, como también es mi curiosidad cuando hablo con desconocidos que me sacan de un disciplinado sistema de interlocutores. Su régimen de lecturas es azaroso como el de una biblioteca sin ficheros. Casi podría decirse que es tan azaroso como sus comidas. Estas diferencias los convierten en aficionados abiertos a todo, dispuestos a probar lo que ofrece la casualidad. Una vez encontré, en el metro, a un lector de Sarmiento. Me dijo que había encontrado varios tomos de las Obras Completas, olvidados en la acera por un camión de mudanzas. Estaba contento porque tenía lectura para rato.

Sin embargo, el manual sobre los elementos químicos, de entrada, me pareció una lectura difícil, ardua, casi inverosímil. Seguimos conversando sobre las diferentes valencias de los elementos que regulan sus posibilidades combinatorias. Yo recordaba vagamente lo que había aprendido, décadas atrás, en la escuela secundaria. Mi interlocutora, en cambio, era precisa en sus explicaciones, porque leía sin que nadie le hubiera impuesto el manual de los elementos químicos. Lo leía libre de cualquier imperativo externo.

Le pregunté después, cuando se hubo acabado mi capacidad de seguir un diálogo sobre los elementos químicos, si había un libro o muchos libros que deseaba leer. Me miró asombrada. Ella no sentía ese deseo incumplible, ni tenía un plan de lecturas como los que muchos elaboramos en nuestra adolescencia. Su lectura estaba gobernada por el azar. Me dijo que, antes de los elementos químicos, se había aprendido un atlas y, antes del atlas, un divertido tomo de El Tesoro de la Juventud, colección que estaba muy de moda en mi infancia, y donde vi, sin saber lo que estaba viendo, las primeras ilustraciones art nouveau y dibujos que hoy me inclino a atribuir a Aubrey Beardsley.

Como me pareció inevitable, le ofrecí regalarle un libro. Allí me di cuenta de mi error. A la lectora del libro sobre elementos químicos no se le había pasado por la cabeza un libro en particular. Su régimen era el encuentro, no la selección de títulos. Insistí, de todas formas, y caminamos hacia los puestos de una feria de segunda mano que está sobre la misma plaza del monumento a Bolívar donde había encontrado a mi interlocutora.

Miramos las pilas, los lomos y las tapas de mucho de lo que se ofertaba en la feria, donde habitualmente conviven todos los autores, géneros y estilos. Yo no quería forzarla en ninguna dirección, ni sugerirle nada. Dio vueltas, sin apresurarse. Y finalmente eligió una novela de Stefan Zweig que había sido best seller en los años cincuenta. Invadida por la nostalgia, no pude evitar decirle que ese libro y ese autor fueron lecturas predilectas de una tía. Me miró sin interesarse por la bibliofilia de mi tía, ya que esos datos evidentemente nos interesan a quienes, cuando éramos niños, hemos visto que los adultos hablaban de libros, se los prestaban y regalaban. Ella no había tenido una tía que leyera a Zweig ni a Vicki Baum. Nadie le había leído un capítulo de Tom Sawyer a la noche. Nadie le había regalado Mujercitas para su cumpleaños.

Todo el amable diálogo era una secuencia de malentendidos provocados por la diferencia de nuestras biografías. Yo debía haberlo previsto. Pero lo mejor vino al final. De uno de los puestos de libros, sacó una edición de la Odisea. Estuve por aconsejarle que eligiera otra cosa. Por suerte, ella se me adelantó: “Yo sé que debería haber leído la Odisea antes, para enterarme de dónde nos viene la idea de decir que un trámite es tan largo y difícil como una odisea. Ahora voy a saberlo”.

Habría debido decirle que lo largo y difícil era el camino que ella había recorrido, sentada en la calle, leyendo lo que el azar ordenara. Pero me pareció una despedida demasiado edificante, que yo no le dedicaba a mi nueva amiga sino a mi mala conciencia de haber tenido siempre libros y bibliotecas a dos pasos, desde mucho antes de hacerme la pregunta ¿de dónde vienen los libros?

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