Un país cabreado
Seguramente el proceso argentino sería mucho más interesante si ganara Milei. Que vivas tiempos interesantes es una vieja maldición gitana: ese proceso podría ser tan duro que muchos tenemos mucho miedo de que llegue
Nos miramos con odio, nos gritamos, nos peleamos todo lo que podemos. Detestamos al otro, lo despreciamos, queremos que lo sepa, nos gusta que lo sepa. La Argentina se ha vuelto un país cabreado. Fue, durante muchos años, un país melancólico: el tango era su representación más elocuente. Pero para ejercer la melancolía se necesita un pasado que extrañar: hace tanto que la Argentina no produce ninguno que su nostalgia se vuelve imp...
Nos miramos con odio, nos gritamos, nos peleamos todo lo que podemos. Detestamos al otro, lo despreciamos, queremos que lo sepa, nos gusta que lo sepa. La Argentina se ha vuelto un país cabreado. Fue, durante muchos años, un país melancólico: el tango era su representación más elocuente. Pero para ejercer la melancolía se necesita un pasado que extrañar: hace tanto que la Argentina no produce ninguno que su nostalgia se vuelve impracticable.
Empapada en su melancolía, la Argentina era, al mismo tiempo, un país optimista: la nostalgia se compensaba con la esperanza de un futuro. Los inmigrantes que lloraban sus terruños y se rompían el lomo se consolaban pensando que sus hijos serían “dotores”, que el progreso del país los arrastraría y viceversa. Pero hace tanto que la Argentina no ofrece ningún futuro que ese optimismo ya no tiene sentido.
Así que, sin pasados ni futuros venturosos, solo queda el presente: el sufrimiento de un presente a la intemperie. Un presente hecho de pérdidas y desespero, de quejas y rencores. La argentina pasó a ser una cultura de la bronca, del lamento, del insulto: las formas en que se expresa la impotencia. Los argentinos supieron ser rebeldes; ahora refunfuñan. Porque la rebeldía exige, pese a todo, una dirección, una meta: se es rebelde para conseguir algo. La queja, en cambio, es pura pérdida: estoy así, no sé cómo podría estar mejor, lo lamento, lloro —y busco algún culpable.
Por eso, supongo, en la Argentina tantos odian a tantos. Tantos les desean a tantos muy variados males —empezando por la muerte y siguiendo por cosas mucho peores, como perder el partido del domingo. A veces son violentos en los hechos; casi siempre lo son con las palabras.
(Ustedes disculparán que me detenga en ejemplos banales, pero hay cuestiones donde la banalidad manda. Sabemos que XTwitter es terreno de peleas y malos tratos sostenidos. Pero, para ejercerlos, cada sociedad tiene sus formas, sus gramáticas. Los tuits argentinos tienen una estructura propia. La gran mayoría, tras exponer su opinión, termina con un insulto al tuitero al que contesta: bobo, idiota, pelotudo, viejo meado, hijodeputa. Es como si mis compatriotas no confiaran en la fuerza de sus argumentos: ninguno está completo sin el ataque personal que los remata. El insulto parece ser la forma de integrar ese elemento definitorio de la conversación argentina actual: el “sentimiento”. Entendido como ese resabio futbolero que consiste en adscribirse a algo —un equipo, un político, una “patria”— porque lo exige el corazón, que tiene sus razones que la razón ignora. Tantos argentinos se regodean en el sentimiento como forma irracional de procesar el mundo. Están cabreados y se jactan de eso: los hace sentir más vivos, más acorazados.
Por eso su creación más globalizada es la más representativa: los cantitos de las hinchadas futboleras. Esos cantos son nuestra mayor exportación cultural: se gritan desde Perú a Japón pasando por el estadio Azteca o el Camp Nou. Y siempre vienen cargados de puteadas, de violencia verbal contra los otros, porque los mueve el sentimiento: “Al gallinero ya se lo prendimos fuego,/ a San Lorenzo lo corrimos en Boedo,/ a Avellaneda lo defiende un policía./ Ay ay qué putas son las hinchadas unidas./ Quiero que sepan que el Xeneize es mi alegría,/ aunque no entiendan, yo por Boca doy la vida./ Cuando me muera no quiero nada de flores,/ yo quiero un trapo que tenga estos colores./ Y dale dale dale dale dale Bo…”)
El sentimiento te hace sentir vivo, entero, partícipe de algo. Y el cabreo funciona por un rato: te ilusiona con que estás actuando. A mediano plazo se complica: no te permite pensar mucho. Al contrario, te nubla, te envalentona, te hace ver fáciles cosas que no lo son. El cabreo argentino tiene dos fuentes principales: esa realidad insoportable en que la mayoría se siente en un tembladeral, patina cuesta abajo sin amarre posible, y los “sentimientos”: yo soy de tal o soy de cual, yo a esos otros los odio y que se vayan todos al carajo, la concha de tu madre.
Las elecciones del domingo 19 van a ser la consagración del cabreo como forma de vida, de definir la vida: millones van a votar en contra, no quieren elegir a uno sino rechazar al otro. Dos señores se baten por conseguir que los vote la mitad más uno de sus compatriotas mientras más de la mitad de sus compatriotas dicen que jamás votarían al uno y más de la otra mitad dicen que jamás votarían al otro. ¿Cómo harán, entonces, para conseguir los porcentajes necesarios? Gracias a la magia de los votos en blanco y anulados, que no se cuentan y pueden ser cuantiosos.
En estas elecciones del cabreo, Javier Milei es rey. Milei es un tuitero argentino: unos pocos eslóganes, mucho sentimiento, mucho resentimiento, amenazas, insultos. Milei es odio, canal de un odio que no sabía cómo encaminarse. Lo decisivo de su ascenso fue su capacidad para expresar la rabia circundante: su violencia. Violencia contra las mujeres, contra la justicia social, contra cualquiera que no opine como él. Durante 40 años hubo un pacto —la democracia— que pretendió apartar las violencias del juego político. Desfilar con una motosierra es la manera torpe en que el señor Milei anuncia que quebró ese pacto.
(Javier Milei me recuerda mucho a un tal Galtieri, general y presidente argentino marcadamente etílico que lanzó a su ejército mal equipado y comandado a ocupar esas islas del Sur, 1982, porque creía que le alcanzaría con asustar a los ingleses, que les ganaría “con la camiseta”. Con esa fuerza rota consiguió que la mayoría de los argentinos lo respaldara, lo vivara y cantara alborozada que los vamo’ a reventar y demás bravatas de tribuna; él les siguió diciendo que ganaban y que todo estaba bien hasta que un día, de pronto, les confesó la derrota estrepitosa.)
Si Milei es un fiel representante de estos tiempos, Massa es, de algún modo, contracultural: intenta aparecer sereno, calmo. Su problema es que esa calma quiere esconder sus trampas, sus engaños. Massa es uno que habla sonriente para mentir con su sonrisa, uno cuyos renuncios no es necesario suponer porque son tan notorios. Uno que justifica a su rival: tantos votantes dicen que “el primer objetivo es sacar a los peronistas como Massa, el resto después vemos” y que “a Milei por lo menos no lo conocemos, no sabemos qué va a hacer; a Massa, en cambio, lo conocemos demasiado”. Los analistas políticos no siempre factorean el agobio de vivir día tras día con un fracaso que ya ha durado 20 años.
Massa se defiende con palabras gastadas. Su personaje sería otra versión de la poesía popular argentina, una más vieja: no los cantos de cancha sino la gauchesca. “Hacete amigo del juez./ No le dés de qué quejarse/ y cuando quiera enojarse/ vos te debés encojer,/ pues siempre es gŭeno tener/ palenque ande ir á rascarse”, le decía en 1879 el Viejo Vizcacha a Martín Fierro, el héroe nacional, un gaucho desertor perseguido por la ley.
Los “jueces” ahora son políticos, empresarios, sindicalistas y demás poderosos. Y por supuesto cambian todo el tiempo, así que las formas de hacerse amigo —sus puntos débiles, sus precios— cambian con ellos. Pero Massa sabe interpretarlos, interpelarlos, interesarlos en sus planes y comérselos con papas: es el mejor en ese noble arte de decirle a cada quien lo que quiere escuchar y sacarle lo que no quiere darle. Y consigue incluso convencer —no con gritos sino con susurros— de que él no es el que es, que no hace lo que hace, que todo en la vida es sueño y los sueños con pan serían más sueños.
Así, entre el oportunismo y el cabreo se armaron dos estilos, dos maneras de engañar al prójimo: una más elaborada, otra más brusca: el Pícaro contra el Desaforado. Son dos formas centrales de la argentinidad, solo que la violencia parece más actual, más revulsiva; la picaresca es más antigua, se le pueden achacar los viejos males.
Una de las dos —las encuestas están muy empatadas, leve ventaja mileísta— va a ganar las elecciones y se va a quedar con la vaca en los brazos. Los dos se enfrentarán este domingo en un debate TV que promete violencia y podría ser decisivo —o no. Mientras, tantos argentinos siguen con la pregunta en la punta de la lengua, la comparten, intentan contestarla: entre un fullero y un desquiciado, ¿cuál será menos horrible para gobernarnos?
Si gana el Pícaro, lo más probable es que la lenta decadencia —lenta según se mire— siga y siga, viejo barril sin fondo, camino conocido hacia el desastre. Si gana el Desaforado lo más probable es que todo se precipite: que sus ideas delirantes, sus delirios sin ninguna idea, su intolerancia, la debilidad de su poder, sus agresiones permanentes, conviertan su mandato en un conflicto terminal, el bruto incendio. De sus cenizas podría surgir algo distinto, nuevo —por oposición a la larga decadencia que promete el otro. Seguramente el proceso argentino sería mucho más interesante si ganara Milei. Que vivas tiempos interesantes es una vieja maldición gitana: ese proceso podría ser tan duro, tan doloroso para tantos, que muchos tenemos mucho miedo de que llegue.
Y sin embargo acecha, porque hay muchos otros que lo quieren: un país, decíamos, que se relame en la violencia.