“Mi galería es la calle”: Yast y el NO Graffiti
Al igual que Jean Michel-Basquiat, Richard Hambleton, Raymond Pettibon o Egon Schiele, quienes lograron una ‘desestetización’ de lo estético para liberarse de las cadenas de las lecturas cultas o intelectuales, YAST es un personaje emergente de las calles, de las cuales se apropia a través de lo que él mismo llama el “post-graffiti” o “graffiti del futuro”.
Un pasaje sobre precocidad, celeridad y volumen. En su libro La viuda Basquiat, la autora y ex compañera sentimental del célebre artista norteamericano de ascendencia puertorriqueña y haitiana Jean-Michel Basquiat, Jennifer Clement, relata una de las escenas cotidianas en la vida íntima de ambos, previo a la llegada al éxito comercial en el circuito artístico del Nueva York de principios de los ochenta:
“Jean-Michel nunca lee. Coge libros de mitología e historia, de anatomía, tiras cómicas o periódicos. Busca las palabras que siente que lo agreden y las reproduce en sus lienzos. Escucha cosas que dice Suzanne y las escribe sobre sus dibujos. Escucha la televisión.
Un día dice:
- Suzanne, ya casi soy un pintor famoso y no sé dibujar. ¿Crees que deba preocuparme?
- Bueno, aprende y no habrá problema.
Ese mismo día Jean-Michel regresa a casa con siete libros sobre cómo dibujar -Cómo dibujar caballos, Cómo dibujar flores, Cómo dibujar paisajes, etcétera. Todo esto era una ironía”.
Antes de ser reconocido como el último enfant terrible del arte moderno, Jean-Michel Basquiat era un personaje místico y legendario en las calles del Nueva York de la segunda mitad de los setenta, mejor conocido como SAMO: mensajes subversivos, dislocados, graffiti precario y críptico que sembraba mensajes desconcertantes a disposición de los transeúntes.
Hay una frase recurrente en el mundo de la literatura: “Muchos desean escribir como Charles Bukowski, pero nadie quiere vivir como vivió Bukowski”. Esta sentencia viene a cuento dentro del mundo de las artes, en donde personajes como el escritor francés Antonin Artaud o el brasileño Arthur Bispo do Rosário ejemplifican a la perfección la relación histórica entre el arte y lo que el filósofo húngaro Peter Pál Pelbart ha denominado “La comunidad de los sin comunidad”, aludiendo a las personalidades marginales, nihilistas o neuro divergentes.
Al igual que Basquiat, Artaud, do Rosario, Richard Hambleton, Raymond Pettibon o Egon Schiele, para un personaje críptico, místico y emergente como YAST, pseudónimo de este enigmático personaje callejero que procura no revelar su identidad, la expresión humana desde el impacto visual es un medio vital que escapa del cada vez más acotado y normalizado mundo de las esferas culturales, intelectuales, pero sobre todo de los ámbitos artísticos.
Desde hace ocho o nueve años algunos edificios, bardas elevadas, puentes y construcciones de la ciudad despiertan y confrontan al conductor y el transeúnte con extraños símbolos de gran formato: cruces de distinto tipo, pentagramas escurridos y logos esotéricos que cuentan historias. ¿Cuáles son esas narrativas?, ¿es una campaña publicitaria más de una serie próxima a estrenar?, ¿por qué están ahí, quién las hizo y qué nos quieren decir? No lo sabemos. Pero imaginamos cosas, y en ese imaginar libremente intuimos algo, imaginamos algo. Está ahí, pero aún no nos atrevemos a nombrarlo.
La gente rastrea en Instagram el nacimiento de otra leyenda del arte callejero local como Zombra o Siler, otro héroe local que regrese la vitalidad de la gráfica callejera a su esencia, fuera de los libros, las galerías y los artículos estéticos de consumo. No es arte, no es graffiti, a lo sumo graffiti del futuro, no graffiti o post graffiti como su autor lo llama. ¿Su nombre? Casi no firma ya pero los entendidos lo conocen: YAST.
Amistad, tags y travesuras
En una aparente cuenta falsa y abandonada de Instagram de Yast, se puede leer su biografía en letras mayúsculas: EL EGO NO ES EL CAMINO. Por su parte, en la cuenta oficial dice casi con la misma intención y actitud, la cual a su vez parece una declaración de principios: NO ME IMPORTA SER LO QUE TE GUSTA. NUNCA LO INTENTÉ.
En una entrevista acalorada y a media luz, derivada de las coincidencias y las voluntades, YAST, el autor de estas enigmáticas y gigantes pintas que han despertado el morbo y el interés de la ciudad, conversa de forma íntima, afable y pausada, mientras se pone y se quita su gorra pintarrajeada por sus amigos de forma constante, alternando con un bocado a una rebanada de pizza y un trago a su cerveza, la cual se va calentando de forma casi inmediata.
Con 33 años de edad en el atribulado 2022, YAST cuenta los orígenes de su amor por la ilegalidad, las pintas, la calle y la búsqueda de una voz propia que destaque del resto. “Desde pequeño me gustaba pintar, lo hacía en todas partes. En la secundaria tuve problemas porque una vez fuimos a un concurso de poesía coral y pinté el baño del teatro en donde nos presentamos; nos descalificaron por mi culpa. En ese entonces rayaba como AROK, ése era mi tag [firma, etiqueta]. Y nunca lo tomé en serio, ni dije ‘quiero ser como el Zombra o el Siler’. Me gustaba más por el lado de la travesura, me resultaba divertido y me gustaba cómo se veía”, confiesa el personaje, quien huye enfáticamente de autodenominarse un artista, pero que conecta ciertos puntos de encuentro con la vitalidad y el corazón del mismo.
“Mis héroes locales eran mis amigos, el OINK, que era más punk. Él era tres años más grande que yo, pintaba muy chido y traía un estilo distinto a los demás; me gustaba lo que hacía, lo conocía y me le acerqué. Me gustaban mucho también unos amigos que pintaban por arriba, más aéreos y bombas [un estilo muy popular de tipografía-graffiti]. Había un crew que se llamaba EDH, un poco conocido en la zona norte de la ciudad. Ya cuando entré al bachillerato encontré a más gente que pintaba, a un nivel más local también, de la escuela. En el tiempo del graffiti noventero, las pintas estaban ligadas a la cultura del hip-hop, era lo que había. Cuando yo había más ska y punk, no me gusta el rap, pero la estética sí era grafitti hip-hop, los cinco elementos”.
Posteriormente, con el paso del tiempo y la llegada tardía de la subcultura rave en torno a la música electrónica, vía el estilo psychedelic trance, YAST se encontraría a otros amigos, con quienes comenzaría a insertar figuras, referencias pop y cierto colorido despegado del graffiti convencional. YAST se refiere a ellos por sus alias, crews [grupos, familias] y pseudónimos de forma afectuosa y familiar.
“Recién conocí al XOURE, a los BTM, los ATB , pues ellos eran ravers y el estilo de pinta cambió hacia algo más innovador. Ya no eran letras abombadas, sino figuras que parecían letras: DOMEK en la O metía una tele, otros en la C pintaban una luna. Y eso también coincidió con el consumo de otras drogas a las que se venían consumiendo habitualmente, los cuadros (LSD) estimulaban una psicodelia más clara y colorida en el graffiti. Y también eso lo vino a desarrollar un poco el Zombra, cuando era el PET, al inicio de los dosmiles. Ellos marcaron esa diferencia”, cuenta YAST.
Una ofrenda para un corazón roto
“El nacimiento de YAST es una historia un poco triste y melancólica: yo salía con una chava, éramos novios, nos embarazamos, primero lo quiso tener y luego ya no. En los primeros días yo me había hecho mucha ilusión, incluso tenía nombre ya, iba a ser niña y yo pensaba en que se iba a llamar Jazmín. Fue por el año 2005-2006. Se rompió todo, cortamos y me hundí un poco. Estaba sin hacer nada. Un día me planteé hacer ofrendas para Jazmín y comencé a hacer tags, al principio era con J, doble A y zeta doble, porque la chica con la que salía bailaba jazz también”, relata YAST.
La experiencia íntima y significativa llevó a YAST a engarzar sus intereses por el gran formato con una búsqueda que lo despegara de sus contemporáneos desde lo matérico (los colores e instrumental) hasta lo discursivo, yendo de la reformulación de lo tipográfico dentro de las posibilidades del graffiti no convencional, a la simbología críptica y esotérica.
Cuando YAST tomó el rodillo y lo monumental como herramientas, hace cerca de nueve años, aún firmaba como AROK, sin embargo, el traslado a YAST abriría la posibilidad de lo simbólico, mucho más potente y desconcertante a nivel visual. Un rodillo de cuatro pulgadas, pintura de agua de la más barata, un bajón [un bocadillo, comida] y nada más. “(...) Cuando seguía pintando AROK las letras no me ayudaban, y fue como cambié a YAST, con Y, S y T, así no había letras cerradas y quedaba mejor.
No le muevo ni hay por qué moverle. Tampoco inventé nada pero sí estoy tratando de establecer algo, no lo he logrado al cien por ciento, pero ya se va viendo distinto.”, confiesa YAST, quien aún se ve en una búsqueda por la consolidación pese a ya tener un lenguaje genuino y bien definido.
El método de para lograr piezas impactantes en sitios estratégicos comprende todo un ritual nocturno, el cual abstrae y concentra toda la atención de su autor, incorporando las altas horas nocturnas y la transición entre días como el momento ideal para lograrlo.
YAST es abierto y detallado en contarnos su dinámica de trabajo, la cual disfruta y le demanda a partes iguales: “Tiene todo un proceso: Voy, veo el spot [lugar, lienzo], reviso por dónde subir y en dónde pintar, qué hay alrededor. Lo dejo pasar un rato, medito y ya luego voy. Regularmente cuando hago roller me preparo muy bien, son ofrendas, nunca voy tomado. Me tardo aproximadamente tres horas y lo hago en azoteas porque los puercos [la policía] jamás ven al cielo. Me han atrapado tres veces y ha sido por denuncias de las personas que viven en los edificios que pinto”, cuenta el autor de composiciones en donde lo agreste del rojo y el negro predominan e impactan sobre las avenidas principales de la metrópoli.
Justamente el aspecto de la ilegalidad es un elemento importante para llevar las piezas a buen puerto, ya que eso conserva su esencia callejera y lo aleja de los ámbitos de consumo y normalización en los que ha caído buena parte del arte gráfico, incluyendo el graffiti mismo, el cual hoy entra en la jabonosa característica del Street Art, la cual se ha valido de la permisión y la validación cultural para evolucionar, según YAST.
“Desde que comencé sabía lo que quería: que mis pintas se vieran bien castrosas (incómodas, desconcertantes) y que estuvieran en lugares atractivos. Siempre tuve esa claridad y no titubeé al respecto. La ilegalidad me gusta porque esconde cosas y la imaginación de quien ve las piezas vuela. O al no ver cómo es, es más libre digamos. Me ha tocado estar con la gente que dice frente a mí ‘quién pintó ahí, quién se sube a hacer eso. Antes no estaba’. O no entienden nada al verlo y eso para mí es mejor, que siga existiendo por existir, eso le da magia o sabor”, considera el autor.
“La ciudad es mi galería”
Para YAST, quien prefiere no subirse a un mismo lugar donde ya pintó y lo borraron puesto que ya no le resulta emocionante, le preocupa especialmente existir, destacar de forma particular, pero sobre todo ser parte de su ciudad, la cual acoge y ama de forma especial. Y pese a que ha considerado emprender un camino formal como artista y recientemente participó con una galería independiente de arte (experiencia atropellada), YAST ha descartado este ecosistema con un objetivo claro: existir y ser parte del tiempo y el espacio que vive, respira y habita, con todos sus vicios y virtudes.
“A mí me encanta mi ciudad y quiero ser parte de ella. Tenemos que existir en esta ciudad, no ser otros. Yo soy pata de perro [nómada, alguien en constante movimiento] y la ciudad es muy grande, y pese a que cada vez más gente me conoce porque ya pinto más en lugares muy transitados, aún me falta mucha ciudad por intervenir. En un principio tenía la idea de desarrollar mi trabajo más hacia el arte, me sentía con un talento especial, pero en ese entonces aún no tenía un diálogo más sólido con la estética de la calle. Entre mi trabajo y mi estilo de vida pinto cuándo y cómo yo quiero”.
No obstante, esa libertad de la que habla YAST no excluye la disciplina y compromiso que el autor tiene con su trabajo, reconociendo que pese al disfrute y cierta ‘facilidad’ de ejecución que le brinda su acción, también demanda un grado notable de complejidad e inversión a nivel físico y creativo.
“Por ejemplo, el primer año de la pandemia fue mi mejor año porque no había gente, la policía casi no pasaba. Me propongo hacer una pinta o dos al mes y ese año hice en promedio dos por mes. Pero sí es desgastante porque implica ir, subirse, pintar toda la noche y al otro día descansar. Ahora mismo me es un tanto difícil mantener este personaje, porque cada vez más gente se acerca por eso. El no ser nada a ser algo sí cambia y sí es pesado. Como digo: el personaje demanda porque es una responsabilidad del ser. Pero que la gente lo vea me tiene contento y lo hago porque es algo que me hace sentir vivo, mientras estoy en ello no pienso en otra cosa más que en la pieza, incluso como terapia, me gusta y lo disfruto. No me cuesta trabajo”, confiesa YAST.
Ante el crecimiento en cuanto al alcance y eco de su obra dentro del ecosistema que él ubica como “graffiti del futuro” o post graffiti [algunas voces lo llaman también NO Graffiti], YAST es diáfano y puntual sobre la razón de ser y el futuro de su obra siempre vital, libre y callejera.
“Siempre me ha gustado ser un referente. Y yo veía a los más destacados de mi generación y yo no quería ser como ellos, pero sí estar en ese nivel de presencia. Mi evolución yo lo veo como ir a otras ciudades y pintar. Ése sería el siguiente paso: Francia, Madrid, Rusia o Japón, en donde el grado de penalización influye en el estilo de las pintas. No quiero llegar al ámbito artístico, no hay galería o museo. Mi galería es la calle, he vivido en Zacatecas (en donde creyeron que sus pintas eran satánicas) y en Los Cabos; son lugares que no se comparan con el caos de la ciudad.
“Se trata de reflejar lo que tú eres. Me siento parte de mi generación, que comparte ciertos intereses y eso es importante para mí: los festivales o eventos a los que voy, a veces siento que en el futuro tal vez ya no se puedan hacer y son estímulos de quiénes somos. Esta onda de subirme a una azotea y hacer lo que hago también le da cierta perspectiva de que lo que deseo se puede realizar. Ahí el mensaje es claro para los demás, porque cuando alguien ve las pintas puede leer: Atrévete, hazlo. Tú también puedes. ¡Suéltate!