Un año de desorden
En medio de una izquierda y de una derecha que no ven lo que hay, sino lo que les gustaría ver, una cosa es innegable: la magnitud del caos que rodea al Gobierno de Gustavo Petro. Despertaremos después de meses de discusiones y el desorden seguirá allí
Lo más grave de lo que ocurre en Colombia, como suele suceder, se encuentra extraviado entre las dos vociferaciones de los dos extremos; pero nadie parece dispuesto a mencionarlo, no vaya a ser que se les desbaraten sus versiones distorsionadas.
De un lado está el espectáculo infantil de nuestra derecha más elemental, tan aquejada por estos días de lo que en alemán se llama schadenfreude: la satisfacción por el mal ajeno. Del otro, el negacionismo de tanta izquierda delibera...
Lo más grave de lo que ocurre en Colombia, como suele suceder, se encuentra extraviado entre las dos vociferaciones de los dos extremos; pero nadie parece dispuesto a mencionarlo, no vaya a ser que se les desbaraten sus versiones distorsionadas.
De un lado está el espectáculo infantil de nuestra derecha más elemental, tan aquejada por estos días de lo que en alemán se llama schadenfreude: la satisfacción por el mal ajeno. Del otro, el negacionismo de tanta izquierda deliberadamente ciega, convencida de que al gobierno de Petro le van mal las cosas porque hay una gigantesca conspiración que nada tiene que ver con el presidente, ni con su comportamiento, ni con sus decisiones, ni con la gente de la cual se rodea. De un lado, la derecha que durante el mediocre gobierno de Duque se dedicó a sabotear la implementación de los acuerdos del Teatro Colón igual que antes había saboteado el plebiscito; del otro, la izquierda para la cual esos acuerdos “quedaron incompletos”, como dijo Petro en su momento, y la respuesta no es ni completarlos ni tratar de hacer lo posible por aplicarlos, sino hacer otros más atropellados, menos estudiados y, sobre todo, menos responsables. De un lado, la derecha fanática y obstruccionista que disimula mal su descontento con la llegada al poder de toda esta gente que nunca lo había tenido; del otro, la izquierda de doble rasero que tolera o condona los mismos comportamientos que condena cuando los tienen los otros.
En medio de esas dos posiciones antagónicas que no ven lo que hay, sino lo que les gustaría que hubiera, Petro cumple su primer año de gobierno decepcionando a muchos que no estaban ni en un extremo ni en el otro: los que creyeron, ingenuamente, que era posible hacer un gobierno distinto después de una campaña tan sucia y corrupta como las de siempre. (O los que se negaron a ver la suciedad y la corrupción, o los que la justificaron con el argumento de que los otros siempre lo han hecho. Lo cual es a la vez cierto y no justifica nada). Y no: no es posible. No es posible hacer un gobierno distinto acudiendo a los mismos clientelistas, a los mismos corruptos, a los mismos traficantes de influencias que han ensuciado la política colombiana desde hace décadas. No es posible hacer un gobierno distinto con campañas de desprestigio del opositor tan deshonestas que lindan con la calumnia; ni “quemando” a los contrincantes con estrategias iguales a las que usaba cierta derecha cuando quemaba a su manera; ni “corriendo la línea ética”, según la infame expresión de un responsable que luego fue debidamente premiado, y no con cualquier contrato con el Estado dadivoso, como les ha ocurrido a tantos, sino con un consulado en una capital importante.
Al parecer, tenía razón otro de los candidatos: se gobierna como se llega al poder. Si se llega con malas artes, o haciendo concesiones a los peores vicios de nuestra política, o simplemente doblando las reglas por una convicción extraña de que el fin justifica los medios, tarde o temprano se recibe la factura. Eso es lo que ha pasado en los últimos meses, cuando cada escándalo parece superar al anterior y, al mismo tiempo, presagiar uno que será peor todavía. No he podido recordar quién dijo, acerca de alguna época nefasta, que por entonces había que comerse un sapo vivo en la mañana para asegurarse de que nada peor le ocurriría a uno en el resto del día. No es muy distinto lo que sentimos a veces en estos tiempos, pues no sólo se trata de sobrellevar el caos inefable que rodea a Petro, y hacerlo con la esperanza de que no salga dañada la dignidad de las instituciones, sino de encajar las revelaciones horribles, venidas como fantasmas de otros tiempos, que nos van cayendo encima gracias a las instituciones creadas en buena hora por los acuerdos de paz: la Comisión de la Verdad y la Justicia Especial para la Paz.
Después de las últimas elecciones escribí que la victoria de Petro era lo mejor, en aquellas circunstancias, que podía pasarle al país; lo pensaba de verdad, aunque sin alegría, porque el otro candidato me parecía y me sigue pareciendo una catástrofe de ignorancia, oportunismo y frivolidad, y, además, una especie de recipiente vacío que llenarían a su antojo nuestros bukelitos y bolsonaritos. Pero si un presidente de izquierda hace alianzas con predicadores homófobos y antiabortistas (para conseguir el voto influyente de las mismas iglesias evangélicas que también sabotearon con sus mentiras los acuerdos de paz), o si declara que quiere luchar contra la corrupción de las elites dominantes mientras pone en puestos de importancia a corruptos reconocidos (o a gente que sólo inspira confianza a los corruptos), los menos seducidos podemos preguntarnos si el voluntarismo no le estará impidiendo ver la realidad con la claridad necesaria.
Yo tengo que decirlo: el caos no me ha sorprendido, o más bien me ha sorprendido por su magnitud, pero no por su existencia. También durante su alcaldía Petro demostró ser un hombre de grandes ideas, algunas muy loables y algunas incluso de una sensatez evidente, pero al mismo tiempo un pésimo gestor de equipos, incapaz de ejecutar y demasiado llevado por las emociones más oscuras de la ideología, y además condenado a verlo todo a través del prisma del mesianismo. Petro no logra sacarse de la cabeza la idea, tan insoportablemente caudillista, de que la salvación de todo y de todos está en sus manos: “Si fracaso, las tinieblas arrasarán con todo”, le dijo a este periódico en tonos muy similares a los que usó Uribe, otro caudillo (u otro Mesías), para anunciar que estaría dispuesto a reelegirse por segunda vez “sólo en caso de hecatombe”.
Pero lo que ocurre ahora es un desorden de magnitud distinta. El desorden es grande y es microscópico, afecta lo general y lo particular. Es gravísima la falta de control que tuvo Petro sobre su campaña, en la cual se colaron los peores intereses y las más ramplonas corrupciones; pero son incomprensibles, y deberían ser intolerables, los retrasos, las ausencias, los incumplimientos y los mil desplantes con que el presidente no sólo entorpece su propia agenda, sino que rompe canales de diálogo y lanza este mensaje inequívoco, que es el mismo tratándose de magistrados de las altas cortes o de la presidenta del parlamento alemán: por desdén con las formas o por desprecio de las convenciones de las élites o por la razón que sea, lo cierto es que aquí manda el desorden.
Ahora el país está en vilo tratando de adivinar lo que pasará con el escándalo en que está envuelto su hijo corrupto, que no sólo es hijo del presidente, sino de su tiempo: es parte de esas generaciones que no evitaron la influencia nefasta del narcotráfico, o de su cultura de dinero fácil y rápido, o de su carencia de anticuerpos naturales para defenderse de la corrupción ubicua. Y en todas partes se pregunta la gente si Petro sabía o no sabía, y en esas discusiones estaremos embarcados durante meses. Y por supuesto que eso importa, pero no estoy seguro de que sea lo que más importe, o lo que importe a largo plazo. A la inestabilidad que sale de adentro, de las entrañas mismas de un palacio y una familia, se añadirá la que provocan los de afuera. Pero despertaremos todos y el desorden seguirá allí. Y eso es lo grave.
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