La profesionalización del Estado amenaza los oficios históricos de la Imprenta Patriótica
La Comisión Nacional del Servicio Civil defiende un concurso de méritos que afecta al 70% de la plantilla del Instituto Caro y Cuervo, tras décadas de contratos provisionales. “Es una masacre laboral”, denuncia un empleado
En las afueras de Bogotá, apartada y desolada, se encuentra la Imprenta Patriótica del Instituto Caro y Cuervo. Está repleta de pequeñas letras forjadas en bronce, rodillos manchados con tinta e hilos para coser libros. Pero escasean los trabajadores de oficios históricos que dan sentido a las antiguas máquinas de impresión. Un linotipista, un armador y algunos encuadernadores parecen pocos para un espacio tan amplio. Y ahora la angustia se ha profundizado: gran parte de los que quedan, provis...
En las afueras de Bogotá, apartada y desolada, se encuentra la Imprenta Patriótica del Instituto Caro y Cuervo. Está repleta de pequeñas letras forjadas en bronce, rodillos manchados con tinta e hilos para coser libros. Pero escasean los trabajadores de oficios históricos que dan sentido a las antiguas máquinas de impresión. Un linotipista, un armador y algunos encuadernadores parecen pocos para un espacio tan amplio. Y ahora la angustia se ha profundizado: gran parte de los que quedan, provisionales durante años o décadas, ha recibido hace unos días una resolución que los declara “insubsistentes”. No han sido seleccionados en un concurso de la Comisión Nacional del Servicio Civil (CNSC). El “mérito” y la obligación constitucional de profesionalizar el Estado amenazan con dejarlos sin trabajo.
La Patriótica se fundó en 1962, con el mismo nombre de la imprenta en la que el prócer Antonio Nariño imprimió una edición clandestina de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en 1793. El Instituto Caro y Cuervo, un centro de investigaciones filológicas que en 1991 ganó el premio Príncipe de Asturias de Humanidades, no tenía en los años 60 el dinero para comprar máquinas de última tecnología. Por ello, aceptó donaciones provenientes de las rotativas de algunos periódicos. Y comenzó a imprimir, en una antigua hacienda colonial, libros académicos que no eran tan populares como las cartillas de catequesis de la época.
El tiempo dejó obsoletas esas máquinas en las que se leen placas como “Heidelberg. 100 años. 1850-1950″. No obstante, el instituto decidió mantenerlas para preservar los oficios tradicionales implicados. “Antiguamente se creía que el patrimonio eran los objetos. Pero la verdadera riqueza es el conocimiento de las personas que los producen”, remarca Juan Manuel Espinosa, subdirector académico de la institución. Sostiene una visión de “museo vivo” que está en sintonía con una política de protección de oficios culturales de 2018 y una ley de oficios sancionada en 2020.
La ironía es que ahora la Patriótica perderá algunos de los conocimientos que quería proteger. Los trabajadores no tuvieron un buen desempeño en las pruebas estandarizadas que rindieron en mayo de 2022 para establecer un orden de mérito. Y están frustrados: no sienten que los evaluaran adecuadamente respecto a sus habilidades adquiridas a lo largo de los años en la imprenta. Aseguran que tuvieron preguntas sobre armado de aspiradoras, manejo de hojas de cálculos en Excel y pago de refrigerios destinados a una reunión institucional.
El subdirector Espinosa explica que en este tipo de oficios es usual obtener empíricamente conocimientos diferentes a los marcos teóricos de los profesionales universitarios. Señala el caso de Giovanny Valbuena, que trabaja con la impresora tipográfica y ha aprendido con los años habilidades como la obtención de diferentes tonos de tinta. Experimenta y encuentra soluciones a los problemas, pero no tiene conocimientos teóricos del sistema de colores Pantone o de los códigos hexadecimales para páginas web. Sin embargo, es uno de los privilegiados: entró ahora como provisional en otro puesto que quedó vacante.
Hay temor de que la producción de libros se paralice con la llegada de los nuevos empleados. Ingresarán sin la experiencia práctica de los oficios, en reemplazo de personas como Jorge Jiménez, un “todero” cuyas funciones van desde el manejo del montacarga hasta la encuadernación. Una administradora de empresas con especialización en finanzas sustituirá a Jorge. Ella aún no ha aceptado el nombramiento, pero si no lo hace hay todavía otras dos personas por delante del actual empleado.
El instituto, dependiente del Ministerio de Cultura, también es crítico respecto al proceso iniciado en plena pandemia de la covid-19 y enmarcado en el Plan Nacional de Desarrollo del Gobierno de Iván Duque. La exdirectora, Carmen Millán, demandó a la CNSC, la entidad autónoma creada por la Constitución de 1991 para vigilar la carrera administrativa en el Estado y administrar los concursos de méritos. Según el instituto, las autoridades realizaron pedidos de revisión porque consideran que los cuestionarios que elaboró la Universidad Libre no eran adecuados. Y afirman que la respuesta fue que los temarios no podían ser tan específicos. “El instituto no está en contra de los concursos, sino de que los hagan mal”, remarca el subdirector Espinosa.
No solo la imprenta está inmersa en la incertidumbre. También están afectadas otras dependencias como la biblioteca, las maestrías y el área administrativa. Pueden quedarse afuera más de 70 de los 99 trabajadores de planta en las sedes en Chía y el centro de Bogotá, incluidos varios próximos a pensionarse. Solo ocho de los empleados actuales obtuvieron el primer lugar en alguno de los 81 cargos que salieron a concurso. “Es injusto”, señala el subdirector Espinosa. “Es una masacre laboral”, dice algo más irritado Alejandro Sánchez, funcionario del sello editorial encargado de la imprenta. Tanto él como su jefe, el coordinador César Buitrago, están próximos a quedarse desempleados.
Consultada por este periódico, la CNSC respondió con un documento en el que afirma que garantizó “el debido proceso” a todos los participantes. Resalta que el único mecanismo de ingreso a la carrera administrativa es “el mérito”, el cual define como “la demostración permanente de las calidades académicas, la experiencia y las competencias requeridas para el desempeño de los empleos”. Explica que los indicadores seleccionados tienen “valor predictivo” sobre el ejercicio de los cargos y resalta la existencia de un periodo de prueba pensado para los seleccionados que aún no cuenten con todas las competencias necesarias. Además, señala que el trabajador que es provisional “tiene claro” que su empleo es de carácter temporal.
La CNSC cuestiona directamente al Instituto Caro y Cuervo por mantener designaciones provisionales durante muchos años, sin dar cumplimiento a la “obligación constitucional” de convocar concursos. “Esta situación no consolida ningún derecho de carrera a estos servidores y no existe normatividad en Colombia que establezca para el instituto un manejo diferencial con los procesos de selección”, señala en el documento la comisión, que también se pronunció el sábado sobre los cuestionamientos del Gobierno por un concurso similar en Cancillería.
La situación en el Caro y Cuervo refleja prácticas extendidas en el Estado colombiano. Liliana Caballero, exdirectora de Función Pública del Gobierno de Juan Manuel Santos, comenta por teléfono que la CNSC ha tenido varios problemas para cumplir con los objetivos que establece la Constitución. Señala que los recursos limitados de la comisión y la falta de interés de las entidades implicadas en los concursos han derivado en un gran número de servidores públicos en condición provisional: el 30% de la burocracia nacional y el 70% de las administraciones subnacionales. Para ella, la demora durante años en los procesos tiene la consecuencia de generar angustia e incertidumbre en los empleados.
De auxiliar de cafetería a encuadernadora
Una de las trabajadoras afectadas es Mariela Beltrán, una mujer boyacense de 50 años que llegó a Bogotá en la adolescencia y que hace casi dos décadas que trabaja en el instituto. Comenzó en servicios generales, con tareas como ordenar oficinas, ayudar en la cafetería y servir bebidas en reuniones. Pero en sus horarios de almuerzo se acercaba a la Patriótica para aprender a encuadernar libros. “No tuve la oportunidad de estudiar otras cosas y quería cambiar de trabajo, la imprenta me fascinaba”, comenta. En 2014, hizo una prueba informal y finalmente logró su objetivo.
Todos los días se levanta a las 4.00, hace tareas del hogar, lleva a su nieto al jardín y llega al baño de un supermercado a las 6.50. Se cambia sus tenis por unos zapatos y se termina de maquillar junto a un grupo que suele ser de siete mujeres. “Siempre me ha gustado vestir bien, ser elegante”, remarca. Después, a las 7.00, toma el autobús con el que llega a la imprenta a las 8.00, si no hay demasiado tráfico. Allí, el ambiente es familiar. Toma un café con sus compañeros antes de comenzar a trabajar, compite después con Jorge Jiménez en velocidad para doblar pliegos y conversa con algunos como Gladys Martínez que a veces le ayudan.
El sueldo de Mariela no cambió sustancialmente respecto a cuando trabajaba en servicios generales y se mantiene en una cifra cercana a los 1.400.000 pesos mensuales (unos 300 dólares). Además, el equipo de encuadernadores se ha reducido de aproximadamente 10 a 3 personas desde que se unió a ellos. Pero Mariela afirma que aun así ha sido feliz. “Es algo tan bonito, tan manual”, comenta de manera reiterada.
La encuadernadora tiene algo de esperanza de conservar su empleo. Puede que la persona que ganó el concurso no se presente y que ella pueda mantenerse como provisional, al menos por un tiempo. Hizo una promesa a la Virgen de Chiquinquirá en Boyacá y tiene fe. Pero para Mariela y su familia lo peor ha sido la incertidumbre: tienen miedo de que un día su reemplazo aparezca y ella pierda su lugar en una institución en la que estuvo 18 años. Sus hijas, que la vieron estudiar durante semanas en 2021, consideran que la encuadernadora y sus compañeros “entregaron mucho” al Caro y Cuervo como para tener un final así.
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