Columna

Así es: el fútbol siempre es más que fútbol

Benzema dijo una vez a la revista ‘So Foot’: “En resumen: si marco, soy francés; si no marco o hay problemas, soy árabe”

El equipo de Francia festeja luego de vencer a Brasil 3-0 en la final del mundial de 1998, en Paris.Micheal Steele (Getty Images)

Lo que más recuerdo es la sensación de sorpresa: sorpresa porque tanta gente estuviera hablando de lo mismo, y además con tanta pasión, como si lo ocurrido fuera una cuestión política. Hablaba del tema la mujer que me alquiló un cuarto, hablaban los estudiantes, hablaban las profesoras, y todo el mundo tenía una opinión sobre lo que había dicho Jean-Marie Le Pen, presidente del Frente Nacional. Era el mes de julio de 1996; unos quince días antes, después de que la selección francesa de fútbol se clasificara para la semifinal de la Eurocopa, Le Pen había atacado a los futbolistas por no cantar ...

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Lo que más recuerdo es la sensación de sorpresa: sorpresa porque tanta gente estuviera hablando de lo mismo, y además con tanta pasión, como si lo ocurrido fuera una cuestión política. Hablaba del tema la mujer que me alquiló un cuarto, hablaban los estudiantes, hablaban las profesoras, y todo el mundo tenía una opinión sobre lo que había dicho Jean-Marie Le Pen, presidente del Frente Nacional. Era el mes de julio de 1996; unos quince días antes, después de que la selección francesa de fútbol se clasificara para la semifinal de la Eurocopa, Le Pen había atacado a los futbolistas por no cantar La Marsellesa, sugerido que el equipo era “artificial” porque estaba lleno de “extranjeros” y amenazado con “revisar su situación” cuando llegara a la presidencia. Era un ataque racista, por supuesto, y olvidaba convenientemente que todos los jugadores de ese equipo –todos menos uno: Marcel Desailly, nacido en Ghana– habían nacido en Francia o en colonias francesas. Aimé Jacquet, el entrenador, reaccionó bien: “Yo no respondo a un payaso”.

Pero el payaso siguió hablando. Frente a un micrófono hizo el inventario de los que consideraba, a todas luces, franceses de segunda. “Lamouchi es tunecino nacido en Francia; Loko, congolés nacido en Francia; Zidane, argelino nacido en Francia; Djorkaeff, armenio nacido en Francia”. Y concluyó: “Sería bueno encontrar jugadores en Francia”. Las declaraciones del ultraderechista envalentonado siguieron haciendo ruido mucho tiempo, y después, en medio de una marcha por los derechos (o los papeles) de los inmigrantes, vi a más de uno llevando pancartas con el escudo de la selección, las fotos o los nombres de los jugadores, mientras la gente cantaba: “¡Primera, segunda, tercera generación! ¡Todos somos hijos de inmigrantes!” Y poco después, durante el último verano que pasé en París, me vi metido en una multitud que ya no se manifestaba para exigir los derechos de los inmigrantes, sino para celebrar que la selección francesa –la de los hijos de inmigrantes: el argelino, el congolés, el armenio– había ganado por primera vez la Copa del Mundo.

He estado recordando esos días ahora que la extrema derecha francesa ha vuelto a dar su opinión sobre fútbol, o a usar el fútbol para hablar de su idea racista de Francia. Éric Zemmour, xenófobo y antisemita que ha querido ocupar el espacio de los extremistas–puesto que Marine Le Pen hace intentos desesperados por lavar la cara del Frente Nacional, después de tantos años de fracasos electorales–, hablaba indignado el otro día de los franceses de origen marroquí que, según él, celebrarían la victoria de Marruecos. “¿Cómo reaccionaría el rey de Marruecos”, preguntó, “si en Marrakech miles de franceses llegaran a celebrar la victoria de Francia?” Los comentarios no tenían más objetivo que atizar las tensiones raciales y los fantasmas del nacionalismo, estrategia siempre ventajosa cuando las tensiones son reales: y lo son. Pero esos varios minutos dedicados a escupir veneno en televisión fueron también la demostración elocuente de todo lo que pasará esta tarde en el campo de fútbol.

Pues, como ocurre siempre o casi siempre en los mundiales, el partido de hoy es mucho más que un partido. El equipo de Marruecos, que ha llegado más lejos de lo que nadie esperaba, se ha convertido además en bandera o pararrayos de muchas causas de nuestro mundo globalizado: árabes, africanas, musulmanas, poscoloniales. Como el fútbol es inevitablemente político, aunque eso tanto le choque a la gente de la FIFA, era imposible que no se señalara el trayecto que ha recorrido Marruecos. Las victorias contra Bélgica, España y Portugal, como entenderá cualquiera, son fáciles de convertir en una metáfora de las relaciones colonialistas entre Europa y África. Y eso es complicado y terriblemente interesante: pues la amplia mayoría de los jugadores de Marruecos no nacieron en Marruecos, sino en esa Europa. El técnico, Walid Regragui, nació en Francia, igual que Saiss, el capitán; Munir El Haddadi nació en El Escorial, y en Madrid nació Hakimi, el autor del penalti que eliminó a España.

En las capitales de esos países europeos, en barrios a veces duros de conflictos no siempre resueltos, vive una diáspora que ha celebrado los partidos pasados con emociones que son mucho más complejas, más ambiguas y menos clasificables de lo que le gustaría a Occidente; y, como el fútbol tiene siempre un lado oscuro y no escoge lo que refleja, sino que lo refleja todo, las tensiones acumuladas por más razones de las que caben en esta página –sociales, raciales, religiosas, algunas que no son nada de eso o que lo son todo al mismo tiempo– se han convertido a veces en violencia. Así ocurrió en varias ciudades belgas después del partido, para gran dicha de la extrema derecha, que utilizó y seguirá utilizando los desmanes de los violentos (como hizo Zemmour) para aplicar el manual del perfecto populista: el ellos contra nosotros, el enemigo interno, la guerra de identidades en la que tantos caen con tanta facilidad. El fútbol también saca el lado más oscuro de todo. Así es ahora y así ha sido siempre. La pregunta es quién utiliza eso, y para qué.

Lo irónico del caso Zemmour, así como del de aquel Jean-Marie Le Pen que en 2006 se quejaba de que hubiera demasiados jugadores de color en la selección francesa, es que el equipo de hoy está construido en buena parte con los hijos o nietos de inmigrantes africanos: Mbappé y Tchouaméni, por poner sólo dos ejemplos, son descendientes de cameruneses. No es imposible leer las dos selecciones que se enfrentan hoy como las dos caras de una misma moneda: hay jugadores que crecieron en el mismo barrio y esta tarde jugarán con camisetas distintas. En el equipo de Marruecos jugarán hombres que habrían podido, por azar o por voluntad, representar a Francia; al revés ocurre un poco lo mismo. Para cierta derecha francesa, obsesionada con un país que cada vez es menos blanco, esta circunstancia es fuente de ansiedades inagotables: la idea misma de las identidades con guion (franco-argelino, franco-marroquí, franco-camerunés) les resulta francamente aterradora.

Benzema dijo una vez a la revista So Foot: “En resumen: si marco, soy francés; si no marco o hay problemas, soy árabe”.

Esta conversación cambiará cuando acabe el partido de hoy. Veremos en qué sentido.

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