El difícil primer abrazo en Nueva York después de 20 años separados por la migración
La Red de Pueblos Trasnacionales, una organización que agrupa a inmigrantes indígenas y rurales en la ciudad, facilita el reencuentro entre familiares
Una voz sobresale entre todas las voces de la terminal cuatro del Aeropuerto Internacional John F. Kennedy. “¡Don Alonso!”, grita alguien, y Don Alonso busca con la mirada quién es ese que menciona su nombre, y alza la mano en señal de aprobación, como diciendo que sí, que ese mismo es él, Don Alonso Escamilla, el que salió de México por primera vez, subió a un avión por primera vez y verá a su hija por primera vez en unos largos 18 años.
El vuelo de Aeroméxico aterrizó el 9 de agosto, pero Don Alonso llevaba ya varias horas de viaje, desde que salió a las nueve de la noche del día anterior de Tlapa, en el Estado de Guerrero, para abordar el avión a las dos de la tarde del día siguiente en la Ciudad de México. Para la ocasión eligió una camisa de cuadros, pantalón beige, zapatos color cuero y un blazer azul que le sumaba elegancia al conjunto. Cargó con una maleta roja de mano, y cuando las autoridades de migración le preguntaron en el JFK a dónde venía, Don Alonso respondió con soltura lo evidente: “¿Pues a dónde va a ser? A Nueva York”.
Una vez fuera de las instalaciones del aeropuerto, Don Alonso, a quien le duelen las rodillas de pasar tanto tiempo sentado, sube a un auto que en unos minutos se adentra en la lluviosa noche neoyorquina, que, excepto en Times Square, es tan oscura como el resto de las noches de cualquier lugar del mundo, por lo que ahora mismo Don Alonso podría estar en México, o podría estar en Tlapa. No hay nada que hasta el momento le confirme que está en otro lugar, excepto la certeza de que en media hora de trayecto verá a su Edith Escamilla.
Don Alonso no parece exaltado, más bien se muestra ecuánime, un poco escurridizo. Apenas habla, y si se le pregunta algo responderá en un español escueto, siempre menos cómodo que en mixteco. Le brindan botanas y las acepta. Está serio. Alguien pregunta por los sembradíos de milpa y es lo único que parece interesarle. “Ahora está buena la milpa”, dice. “Está lluvioso Cahuatache y está muy buena la milpa”.
El taxi finalmente se detiene y le anuncian a Don Alonso que ha llegado al fin del viaje: “A esto aquí le llaman El Bronx”, le dicen, a lo que Don Alonso responde “¡Ah!”, como si se tratara de una palabra conocida, como si la palabra Bronx hubiera entrado por años en su casa de Cahuatache, en las muchas cartas, en los mensajes de texto, en las videollamadas familiares de todo este tiempo.
Dentro de un pequeño local, Edith carga con un ramo de flores y está rodeada de sus tres hijas, de su nieta pequeña, y de su hijo Alonso, de 11 años, quien heredó el nombre de su abuelo y es el único que no lo conoce. El pequeño Alonso está nervioso, le sudan las manos, le sudan los cachetes, le suda el pelo negrísimo que se desliza por la frente. Edith, sin embargo, se muestra calmada. Cuando Don Alonso aparece en la puerta del local, no hay exaltación, no hay sorpresa. Don Alonso abraza a Edith tan ecuánime como cuando salió del aeropuerto, abraza a sus nietas, una a una, se agacha para besar a la bisnieta, y se encuentra con su nieto Alonso, quien soltó un llanto ahogado al ver por fin a su abuelo. Parecería que un reencuentro viene obligatoriamente acompañado del sobresalto y la conmoción, pero lo cierto es que el tiempo los acostumbró a estar separados, y ahora es como si no supieran abrazarse, luego de casi veinte años.
Cuando Edith se fue del pueblo tenía 22 y Don Alonso era un hombre fuerte, que trabajaba el campo, que no cojeaba al caminar ni tenía el pelo completamente canoso, ni el peso de sus 65 años. Por más que lo ha visto por videollamadas, Edith, de ahora 41 años, no imaginaba cuán cambiado estaba el padre que dejó. No se puede decir que Edith esté triste, pero tampoco puede asegurarse que esté feliz.
“Son muchos sentimientos encontrados”, dice. “Son muchos años en que no lo he visto. Está muy grande mi papá. Ya no puede trabajar, no puede estar mucho tiempo sentado, ni caminar mucho, se cansa más, se enferma más seguido, él era un hombre fuerte cuando yo me vine. Por videollamada es muy diferente a verlo en persona, no sabía que estaba así”.
Edith dice que es “raro verlo después de tanto tiempo”. Fue la misma extrañeza que sintió cuando hace unos años llegaron dos de sus hijas, a quienes dejó al cuidado de sus padres el día en que se fue de México. “Me pasó con mis hijas también”, asegura. “Cuando estaban allá, siempre pensé en poder verlas, abrazarlas, llorar con ellas, pedirles disculpas por haberlas dejado, pero cuando las vi no sentí eso, no sentí esa sensación de felicidad, ellas tampoco”.
Las visas y la discriminación
Don Alonso Escamilla es una de las casi 150 personas a las que la Red de Pueblos Trasnacionales, una organización que agrupa a inmigrantes indígenas y rurales en la ciudad de Nueva York, les ha facilitado el reencuentro con sus familiares que permanecen indocumentados en Estados Unidos. Desde hace 10 años, las reuniones se hacen como parte del festival NewYorkTlan, una celebración anual que sirve como espacio para que migrantes de pueblos originarios de México y Centroamérica se unan a través de distintas manifestaciones culturales como bailes típicos, comida, manualidades o la música.
Marco Castillo, presidente de la junta directiva de la Red, asegura que resulta “complicado” solicitar los visados de turismo o negocios B1-B2 en las distintas sedes de la embajada estadounidense en México. “Esta vez se tardaron mucho las citas, que fueron solicitadas desde el año pasado. Solicitamos cerca de 20, y solo logramos adelantar cinco, las otras estarán en 2025 o 2026″, dice.
Según Castillo, las tasas de rechazo en la solicitud de citas de personas provenientes de pueblos originarios de México “son altísimas”. “La discriminación que hay para el criterio de las visas es mucha. Entonces la batalla de esta organización ha sido romper ese muro de discriminación y por eso desde hace 10 años empezamos con el festival, porque tenemos la idea de que las personas de los pueblos indígenas, si bien no tienen dinero para demostrar a lo que vienen, sí tienen un bagaje y riqueza cultural para compartir. Estamos constantemente luchando con el racismo de la embajada, es una batalla y ha sido el centro de nuestra lucha por muchos años”.
En 2023, las embajadas y consulados de Estados Unidos en México otorgaron 2,3 millones de visas, un incremento del 35% respecto a las que se emitieron el año anterior. El criterio para el otorgamiento es muy variable. La Red elige personas que trabajen o sirvan a la comunidad, que tengan garantías de regreso, para que el rechazo a posibles migrantes sea menor. En otros años, han podido trasladar a Estados Unidos a unas veinte y hasta treinta personas que se reencuentran con sus familiares. Hay otros a los que les niegan la visa, como a la esposa de Alonso y madre de Edith, a quien no le explicaron los motivos del rechazo de la solicitud.
En Nueva York existen otras organizaciones con programas destinados a las reunificaciones familiares. Mi Casa Es Puebla, Casa Tlaxcala o el Club Migrante Chinelos de Morelos son algunas de las que han beneficiado a miles de familias y han facilitado sus reencuentros. También existen programas que trabajan desde diferentes Estados de México. No obstante, según denuncias públicas, algunos se han prestado para la falta de transparencia y el negocio lucrativo con familias a las que cobran hasta diez mil dólares por garantizar sus reunificaciones.
“Estoy más nerviosa por los de migración”
En la tarde del domingo llegó también Antonia Tlache, quien no veía a su esposo desde hace más de 15 años. Fidel Cuapio la fue a buscar al JFK, y luego la invitó a un concierto de rap mexicano. Tiene planes de llevarla a la Estatua de la Libertad, está seguro de que le va a encantar. Tiene en mente mostrarle la Unisfera de acero inoxidable del parque Flushing Meadows-Corona, y la escultura de bronce de 3.200 kilos de peso que es el mítico toro de Wall Street.
No ha pasado un día y se han puesto a mirar fotos de cuando comenzaron a andar juntos, hace unos veinte años, de cuando “éramos unos chamacos”, dice Fidel. Antonia, de 37 años, insiste en que ha cambiado muchísimo, que no es la de antes. Cuando lo dice sonríe tímida, como con pena, como si no conociera a su esposo hace dos décadas, sino que estuvieran teniendo su primera cita hoy mismo. Fidel le repite que no ha pasado el tiempo por ella, que es la misma “mujer hermosa” que conoció hace años.
“Sinceramente fue una emoción muy grande verla”, dice. “Fueron muchos años de estar uno aquí solo, y no es nada fácil. Si te soy sincero, ha pasado el tiempo pero la conexión es la misma, y yo creo que hasta mucho más”.
Esther Montalvo también llegó cansada a Nueva York, después de montarse a un avión por primera vez y sentir un vértigo que duró casi todo el trayecto. En realidad aún no se cree este viaje. “Nunca pensé que me dieran la visa, hace un año lo intenté y nada”, dice.
No está nerviosa de ver a su esposo, quien un día le dijo que se iba a Estados Unidos por tres años y ya han pasado veinte. Tampoco está nerviosa de ver a su hijo, que cruzó la frontera hace cinco años. Lo que realmente estuvo en su cabeza desde que salió de Malinaltepec, en Guerrero, no era el nervio de verlos, sino el miedo a que alguien, un oficial, la migra, le negara el momento de abrazarlos.
“Estoy más nerviosa por los de migración, de que me vayan a regresar para atrás”, dice Esther, ya fuera del aeropuerto, donde parece que esta posibilidad se ha esfumado, pero quién le quita a Esther el miedo que durante años a la gente como ella le han metido en el cuerpo. Esther está agotada. No ve la hora de tirarse a descansar.
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