El chef Eduardo García: “Los mexicanos tenemos esa pinche mentalidad de que trabajamos para el de arriba”
Uno de los cocineros más reconocidos en Ciudad de México cuenta a EL PAÍS los inicios y el camino de ida y vuelta detrás el éxito del grupo que hoy dirige y tiene 11 restaurantes
San José de las Pilas es una pequeña ranchería enclavada en las montañas de Acámbaro, Guanajuato, en los límites con la Sierra Chincua de Michoacán. Una serranía fría la mayor parte del tiempo, a la que la violencia ha golpeado en los últimos años. Un paisaje verde donde las puntas de los cerros parecen tocar el cielo y al caer la tarde las nubes bajan mojándolo todo. Históricamente, sus habitantes solo han encontrado una forma de progreso, migrar al norte. No hay más. Hay que salir de las montañas, ir a Estados Unidos para salir de la pobreza. Es la receta que se pasan de generación en generación.
Así fue como Eduardo García (Guanajuato, 47 años) dejó su pueblo a los nueve años. Su madre, su hermano y él partieron con destino a California, donde les esperaba su padre, que había migrado muchos años antes y al que en nueve años de vida había visto solo tres veces. Pero Eduardo sabía que los ladrillos que le tocaba cargar para ir edificando una pequeña casa en la montaña los había pagado su padre trabajando como migrante. “Yo siempre lo vi como un héroe, aunque no lo conocía, porque sabía que él estaba allá trabajando por su familia”
Son las nueve de la mañana en Ciudad de México y el restaurante Máximo está ya en marcha. En una charola reposan cinco pollos ungidos en hierbas finas, nadie tiene un momento en la cocina, todos caminan a prisa, se intercambian instrucciones y se confirman tareas y, aunque faltan cinco horas para que el restaurante abra sus puertas, el servicio ha comenzado para ellos desde las seis de la mañana. Al fondo, en una mesa del salón principal, el chef Eduardo García, relajado, pide un café muy cargado y sencillo.
La conversación con Eduardo García es distinta a la que se puede sostener con algún otro cocinero, se parece más a hablar con un forajido de esos que lo han visto todo y continúan en la ruta. García se expresa en spanglish, y con él se habla de migración, de pobreza, de los pesticidas en los campos agrícolas, de cómo cruzar la frontera de forma ilegal, de la fe en Dios y de la cocina. Su vida es en muchos sentidos la típica historia del migrante que lo ha tenido que sacrificar todo para triunfar en el norte, solo que a él le fue más difícil y tuvo que volver a empezar varias veces de cero para triunfar en México y no en Estados Unidos, como se supone debería haber sido.
Le gustaría contar cómo fue aquella travesía de la mano de su madre hacia California, pero tardaría “tres días”. En vez de eso, prefiere hablar del pan tradicional de su pueblo, un pan dulce, de elaboración muy sencilla, que se conoce como pan ranchero. García tiene la teoría de que el pan tiene orígenes alemanes, por un asentamiento teutón que hubo en la zona en la época post independentista de México hace más de 200 años.
Lo que no llevará tres días de conversación es el momento en el que el niño se dio cuenta de que ya no estaba más en su pueblo. Fue cuando vio un Yoo-Hoo [una bebida de chocolate] en un 7-Eleven en California. A partir de ahí, toda su vida fue la de un mexico-americano que busca el sueño. Trabajaba sin parar con su padre, madre y hermano en las pizcas. En Florida, naranjas, al sur de Georgia, cebollas, en Ohio, pepinillos y en Michigan, manzanas. A los 12 años producía lo mismo que su padre. La mayoría de los trabajos en el campo se pagan por volumen y por lo que hace cada trabajador. Eduardo García se enorgullece al decir que su familia y él eran unas máquinas. Su padre desplegaba un mapa sobre el capó del auto y seguía la ruta 85 viajando por el país en busca de los campos agrícolas donde les dieran trabajo. Así pasó once años, nunca pudo terminar la escuela y no tiene un diploma.
Un día, su padre se cansó de ver a su esposa e hijos trabajando esas jornadas. En la Florida pizcaban a más de 35 grados bajo el sol y cuando iban a Pensilvania para la cosecha de hongos, lo hacían de madrugada con una lámpara en la frente y un frío abrasador por la humedad. Su padre había juntado ya algo de dinero y pudo traer a sus dos hermanas, que se había quedado en el pueblo en Guanajuato. Ya con la familia completa se asentaron en Atlanta y Eduardo García, que cumplía los 16 años, consiguió gracias a su primo un trabajo de lavaplatos en la cocina de un pequeño restaurante de carnes.
P. ¿Le gustaba su nuevo trabajo en una cocina lejos de los campos?
R. Yo era una chingonada para lavar platos. Un día, mi primo dejó de ir así de la nada, y me dijo el chef, “¿Quieres hacer lo que hacía tu primo?” Le dije que sí. No le vi nada de chiste. Me pasaron a la barra fría a preparar ensaladas. Después, un cocinero portorriqueño me dijo: “Oye, tú eres muy bueno. Yo trabajo en otro lugar, que es el mejor restaurante de Atlanta. Deberías de venir”. Ese lugar resultó ser Brasserie Lecoz, del chef Eric Ripert, uno de los mejores del país. El mismo del restaurante Le Bernardin, en Nueva York.
P. ¿Y le dieron el empleo?
R. El chef no quería al principio. Me decía que yo era un niño. Fui con una identificación falsa, no tenía papeles ni la edad. Le dije: ponme a trabajar. Y a los dos meses me llamó y me dio el empleo. Fue la primera vez que vi una cocina como esa. Estos güeyes vestidos de blanco con gorros y con sus kits de cuchillos. Con sus estaciones y formaciones. Hablaban de que yo me fui a Francia, yo a España, yo estuve cuatro años en Tokio y la chingada. Yo decía, wow, estos güeyes qué onda. Y me puso en Garmache, igual a hacer ensaladas, pero a un nivel muy cabrón. Terrina de conejo, paté de cerdo, torchon de foie gras, sopas. Lo que mejor me sale son las sopas y los aderezos. Ahí se hacía todo de cero.
P. ¿En algún momento pensó que una cocina así no era para usted?
R. Nunca, nunca. Me la pelaban los gringos. De hecho me pedían ayuda a los seis meses. Mi apodo era Fast Eddie. Yo trabajaba desde las siete de la mañana todos los días. Tenía los putos dedos cortados, todos los días me rebanaba un dedo, me echaba sal con vinagre y me ponía a trabajar. Y trabajaba de siete de la mañana a dos de la tarde. Y a esa hora me iba al otro sitio, donde trabajaba hasta las once de la noche. Así todos los días.
P. ¿Así fue cómo aprendió las mañas de un cocinero?
R. Sí y no. Porque en ese momento lo hacía por sobrevivir. Yo no entendía que podría ser un cocinero. Tenía el pensamiento que tenemos la mayoría de mexicanos, que no somos para crecer. Que somos la ayuda de los demás. Esa pinche mentalidad que tenemos de que yo trabajo para el de arriba.
P. Sin embargo, continuó con esa intensidad.
R. Yo soy una hormiga trabajadora, me aprendía todo y lo hacía muy bien. Al cabo de seis meses me pasaron a la siguiente estación, que ya era la caliente de appetizers y de ahí me pasaron a la carne. Estuve tres años ahí y cada seis meses avanzaba de estación o responsabilidad. No pensaba en ser chef, pero si comencé a pensar en tener mi propio kit de cuchillos hermosos, que eventualmente me compré, y después pensaba en ir a París como ellos. Ya sabes, conocer estos lugares que para mí ya comenzaban a ser míticos.
P. ¿Qué pasó después?
R. Me metieron a la cárcel.
Eduardo García estaba por cumplir los 19 años y unos amigos de su barrio en Atlanta le pidieron ayuda para robar un comercio. Las cosas se complicaron y lograron identificar el auto Mustang que García recién se había comprado con su buena racha en el restaurante. Días después, llegó un detective a su trabajo, lo miró a los ojos y le advirtió de que estaba tras las pistas. “Haz lo correcto”, le dijo. El joven aprendiz de cocinero lo habló con sus padres y decidió entregarse. Pasó cuatro años en la Smith State Prison, una cárcel del Estado de Georgia.
Al salir fue deportado a México debido a su estatus migratorio. Pasó seis meses intentando hacer vida en su pueblo de la infancia. Una tarde, recibió la llamada de su madre. Su padre tenía un cáncer muy agresivo. No titubeó y decidió cruzar la frontera de forma ilegal de nuevo. Quería ver a su padre, pero también quería volver a su vida en Estados Unidos.
Al llegar se dio cuenta de que su padre ya no podía trabajar más y su madre tendría que cuidarlo, por eso tenía que ponerse a trabajar y ser el sostén económico de su familia. Consiguió una tarjeta fake de seguro social y pidió trabajo en un restaurante del grupo Sedgwickr, donde pasó siete años escalando posiciones. Llegó a ganar más de 3.500 dólares a la semana trabajando desde las cuatro de la madrugada. Por esos años nació su hijo Máximo y vio morir a su padre. Eduardo García continuaba con sus largas jornadas y su entrega al trabajo. Como muchos migrantes en Estados Unidos, tenía la famosa rutina de ir de la casa al trabajo y del trabajo a la casa. Hasta que un día del 2007, Jennifer Velásquez, la gerente del lugar, ingresó a la cocina acompañada de tres agentes de ICE [Servicio de migración y control de aduanas, por sus siglas en inglés] y le dijo: “Eddie, they are here for you”.
P. ¿Lo volvieron a deportar?
R. Me llevaron al centro de la ciudad. Llamé a la mamá de mi hijo para contarle lo que pasó y me dijo: “No te preocupes, llevaré a tu hijo contigo”. Y bueno, el chiste es que desapareció. Después de que llegué a México, hablé con él unas cinco o seis veces, y jamás volví a hablar con él hasta la fecha.
P. No volvió a ver a su hijo.
R. Ya lloré 16 años, ya no puedo llorar más. Soy ahora una persona que funciona con energía negativa y positiva, porque existen las dos. Y llega un momento en el que si te caes te levantas, o te caes y te quedas ahí. Son 16 años que yo no podía tener esta conversación sin llorar. Pero llega un momento en el que tienes que seguir.
P. ¿Cómo comienza su nueva vida en México?
R. Llegué a México con una depresión muy grande porque estaba solo. Toda mi familia vive en Estados Unidos. Llegué directo al rancho con la amenaza de que si volvía a Estados Unidos me podrían dar 20 años en una prisión federal. Pase dos meses muy decaído hasta que le dije a mi mamá que me iría a Canadá. Saqué mi pasaporte y compre un billete a Toronto. Llegando al aeropuerto, había dos güeyes que me dicen: “¿Eduardo García?” Me agarran de la camisa y me la ponen en la cabeza y me llevan a un cuarto. Ahí me dijeron: “¿Qué estás haciendo en Canadá?”, revisaron mis maletas, y dijeron: “ya te investigamos, no eres una mala persona, pero tú no puedes entrar a Canadá”. Y me ponen de regreso, esa misma noche. Volví a mi casa a las cuatro de la mañana. La siguiente semana me fui a los Cabos [Cabo San Lucas en Baja California] a buscar trabajo. Encontré en un hotel bien culero, y dije, yo no quiero trabajar aquí, esto no es para lo que yo trabajé tanto.
P. ¿Por qué a los Cabos?
R. Porque había un restaurante de un chef que yo adoraba, Charlie Trotter. Fue el mejor chef del mundo en su tiempo, en Chicago. El güey tenía un restaurante que se llamaba ‘C’, en el hotel One & Only Palmilla. Iba todos los días, me quedaba seis horas, ya me odiaban. Me gasté los últimos putos dólares para comer en el restaurante, decirle al gerente, que era un español: “veo que tienen una vacante, yo tengo un buen currículum”. Fui, le llamé, nunca me contestó. El año pasado, me rogaban y me pagaban para que fuera, ahora quiere pagarme para que yo les enseñe cosas.
P. ¿Y qué hizo?
R. Busqué en Google el mejor chef y el mejor restaurante de México, y salía Enrique Olvera en todas las búsquedas. Le llamé, y me dijo: “Vente mañana”. Y ahí fui, a Ciudad de México.
P. ¿No conocía a Olvera de nada?
R. Era la primera vez que lo veía. Yo le dije directo, quiero trabajar en su restaurante. Llamé preguntando por él, me contestó el teléfono y me dio la cita. Me entrevistó Ale Flores, la esposa de Jorge Vallejo de Quintonil, en ese tiempo era su asistente. Después llegó Enrique y me dijo: “Quiero gente como tú”. Empecé a trabajar con él.
P. ¿Qué le dijo para convencerlo?
R. Nada. En mi currículum puse que trabajé para Eric Ripper, porque es cierto, yo trabajé para él. No trabajé en Le Bernardin, pero trabajé para él. Y Olvera me dijo: “Ese güey era mi ídolo cuando yo me gradué en Nueva York”. Y a partir de ese momento, trabajé con él tres años, conocí a mi esposa Gaby [Gabriela López] que también trabajaba para Enrique, y en el 2011, empezamos con el sueñito de Máximo. Abrimos el restaurante con 400 dólares. Ahora tenemos 11 restaurantes con su respectiva marca cada uno. El objetivo de nosotros es hacer que la gente que crezca. No tenemos socios inversionistas, nuestras inversiones salen de un mismo proyecto, todos los restaurantes que tenemos son de empleados o exempleados de nosotros que ahora son socios, y el dinero sale de su esfuerzo. No queremos enriquecer a gente que ya tiene dinero, queremos ayudar a la que necesita.
P. ¿Ya no piensa volver a Estados Unidos?
R. Pues no, porque no me dejan.