Columna

No hay dioses, pero sí monstruos

Fue un espectáculo grotesco, por descompensado, por hilarante, por patético. Competían en un debate televisivo dos personas que aspiran a ocupar el trono del mundo

Debate entre kamala Harris y Donald Trump el martes 10 de septiembre de 2024.Mario Tama (Getty Images)

Fue un espectáculo grotesco, por descompensado, por hilarante, por patético. Competían en un debate televisivo dos personas que aspiran a ocupar el trono del mundo. Pero era como ver a Meryl Streep y Katharine Hepburn, o sea a Kamala Harris, inspirada en sus miradas, sus sonrisas irónicas, su estudiada gestualidad, su sentido común, su aplomo enfrentándose a ...

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Fue un espectáculo grotesco, por descompensado, por hilarante, por patético. Competían en un debate televisivo dos personas que aspiran a ocupar el trono del mundo. Pero era como ver a Meryl Streep y Katharine Hepburn, o sea a Kamala Harris, inspirada en sus miradas, sus sonrisas irónicas, su estudiada gestualidad, su sentido común, su aplomo enfrentándose a un comicastro falaz y dadaísta, sin sentido del ridículo, haciendo afirmaciones que sólo serían disculpables en los pobres habitantes de los frenopáticos. Se llama Donald Trump.

Lo más incomprensible en batalla dialéctica entre los aspirantes al poder y la gloria es que, se da por hecho que han ido acompañados por un ejército millonariamente pagado de asesores de imagen, redactores de discursos, psicólogos, sociólogos, profesores de interpretación, expertos en comunicación de masas. Estos debieron permitir o aconsejar a Trump que improvisara, que soltara burradas sobre el alimento favorito de los inmigrantes o el asesinato de bebés, convicciones que podrían escandalizar a los habitantes del ya extinguido limbo, a los ágrafos y analfabetos orgullosos de su condición, a los que detestan, aunque no sepan muy bien de qué se trata, esa triunfadora cultura woke, tan abusiva y grimosa ella, que tratan de imponer los instalados, la nueva, fervorosa y triunfante policía del pensamiento y de la moral.

Lo terrible es que la evidencia absoluta de que Trump es un tarado, siniestro, no sirva para que la mitad (o más) de la población de Estados Unidos siga convencida de que este tipo es la reencarnación del Mesías.

Aunque yo no sepa alemán me impresionaba el furor, la electricidad y el tono volcánico de los discursos de Hitler, hacedor de la mayor barbarie en la historia de la humanidad. Pero el público masivo compartía enfervorizado los mensajes de aquel fulano. Asesinos profesionales como Putin matan mucho, pero hablan lo justo y en tono bajo. Bocazas con alma de dictadores como Trump y Maduro, protagonistas del teatro del esperpento gozan del fervor en esa cosa tan abstracta llamada el pueblo llano. Casi es preferible el pueblo sofisticado, lo malo que lo peor.


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