Rory Gallagher, la antiestrella que unió a una Irlanda en problemas

‘Irish Tour’, una gira que cruzaba la frontera en los años de plomo, cumple medio siglo. El guitarrista estaba al nivel de los mejores, y pudo ser un ‘stone’, pero era un tipo sencillo

Rory Gallagher, con la guitarra Stratocaster que compró a los 15 años, en una actuación en 1978.Fin Costello (Redferns / getty)

Para unos pocos elegidos, la guitarra se convierte en una prolongación no ya de las manos, sino sobre todo de la mente. En el documental Rory Gallagher: Irish Tour 1974, el músico irlandés deslumbra hasta cuando solo está afinando la guitarra y, sin quererlo, saca de ella un sonido delicioso. Sus virtudes con las seis cuerdas podían rivalizar con las de Eric Clapton, Jimi Hendrix o Jimmy Page, solo unos pocos años mayores que él; Gallagher (Ballyshanno...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Para unos pocos elegidos, la guitarra se convierte en una prolongación no ya de las manos, sino sobre todo de la mente. En el documental Rory Gallagher: Irish Tour 1974, el músico irlandés deslumbra hasta cuando solo está afinando la guitarra y, sin quererlo, saca de ella un sonido delicioso. Sus virtudes con las seis cuerdas podían rivalizar con las de Eric Clapton, Jimi Hendrix o Jimmy Page, solo unos pocos años mayores que él; Gallagher (Ballyshannon, Irlanda, 1948 - Londres, 1995) pudo convertirse en un miembro de The Rolling Stones cuando tenían que sustituir a Mick Taylor o ingresar en Deep Purple por Ritchie Blackmore. Pero él quería ir por libre y representaba lo contrario a lo que se espera de una estrella del rock. Era un tipo sencillo que hacía vida sencilla, que actuó más en teatros y salas pequeñas que en estadios, que nunca se cambió de ropa para subirse al escenario, que no hacía concesiones a los representantes ni a las discográficas, que se negaba a editar singles, que no se movía en limusina sino caminando, que no daba carnaza a periódicos y revistas. Irish Tour, su doble álbum en directo más aclamado, se publicó hace ahora 50 años. El documental que lo acompañaba se proyectó entonces en cines.

Rory Gallagher vivía desde que era adolescente aferrado al blues (Muddy Waters) y al rock and roll primigenio (Eddie Cochran, Chuck Berry), y también era aficionado al jazz. Con 15 años, se compró una stratocaster de segunda mano e importación que siempre iba con él y todavía sacaba en sus últimos conciertos. Con 18, se hizo un nombre al frente del trío Taste. Cuando murió en 1995 a los 47 años por las complicaciones de un trasplante de hígado, no se había movido del mismo sitio.

Taste apareció en 1966 como un trío de guitarra-bajo-batería, surgido casi al mismo tiempo que Cream (el de Clapton) y The Jimi Hendrix Experience; en los tres casos salían torrentes de música de la formación más básica posible. Tocó su primera cumbre cuando Taste fue invitado al mítico festival de la Isla de Wight de 1970. Hendrix murió a los 27, Clapton empalmó diferentes proyectos sin regularidad, Page triunfaba con Led Zeppelin y Gallagher inició una carrera en solitario que se ganó el respeto de sus colegas y de una secta de seguidores muy fieles, aunque no tanto del público masivo. Ejercía un blues rock muy energético, que saca todo el partido a la distorsión, lo que algunos llaman hard blues o heavy blues; pero que en algunas canciones transita a un folk acústico y melancólico, con algún momento de experimentación sonora propia del rock progresivo.

El documental que dirigió Tony Palmer (cuesta encontrarlo en Qello, un servicio extra de Prime Video) sigue a Gallagher en sus momentos más inspirados en el escenario durante la gira que realizó por su isla natal en torno al día de Año Nuevo de 1974. Eso se alterna con escenas callejeras de las ciudades en las que paró (algunas desoladas) y grabaciones intimistas, en las que la cámara se cuela discretamente en el camerino para mostrar a la banda (ya eran cuatro: incorporó teclados) preparándose o charlando. Todo resulta tan informal como quería ser el artista. No hay propiamente una entrevista, y sorprende que no se hable apenas del contexto político, muy conflictivo, de aquella gira.

En los peores años de la violencia sectaria en Irlanda, Rory Gallagher se empeñaba en cruzar la frontera una y otra vez con su música. Él había nacido en Ballyshannon, en la República, pero a solo 9 kilómetros de la línea que dividía la isla; de niño vivió en Derry, al otro lado; su familia se instaló definitivamente en Cork, al sur. El día de Año Nuevo de 1972, tenía prevista una actuación en el Ulster Hall de Belfast, en un tiempo en que solo bandas locales tocaban en la ciudad, y no muy a menudo. Eran los peores momentos de los Troubles, como llamaban a los años de plomo por la violencia terrorista del IRA y de los paramilitares protestantes, y por los excesos de las fuerzas británicas.

En Belfast, el guitarrista se alojaba en el hotel Europa, a solo unos 200 metros del Ulster Hall. El establecimiento presume del raro honor de ser uno de los que han sufrido más atentados: 33 artefactos explosivos han estallado ahí. En ese día de Nochevieja explotaron 10 bombas en la capital norirlandesa: Rory no contempló ni por un minuto suspender el concierto, que agrandó su leyenda. “No veo ningún motivo para no tocar en Belfast. Los chicos están aquí y estarán hartos de escuchar los discos”, dijo. No había mensajes políticos explícitos en sus letras, pero se volvió un icono que unía a protestantes y católicos. El bolo se celebró a media tarde, porque había toque de queda y a las 8 terminaba el servicio de autobuses. A finales de ese mes ocurrió el Domingo Sangriento, con 14 manifestantes muertos a tiros en Derry.

Menos de dos años después, la situación no era mucho mejor. Dos miembros del IRA habían muerto en Nochebuena, junto a un transeúnte, al estallar las bombas que preparaban en el cercano condado de Down; estaban recientes dos explosiones de coches bomba en Inglaterra. La gira irlandesa que recoge Irish Tour empezó en el mismo recinto de Belfast (un edificio histórico) el 29 de diciembre de 1973. Y vemos en el documental a una multitud enfervorizada que grita sin parar: “Rory, Rory, Rory”. El sectarismo que desangraba al país y que tenía las calles vacías no existía dentro del recinto. Siguieron conciertos en Dublín y en Cork, no menos entusiastas. Él era de todos.

Actuó en la España de la agonía del franquismo en mayo de 1974, en el polideportivo Anoeta de San Sebastián, y en marzo de 1975, en el Teatro Monumental de Madrid. Este último concierto impactó mucho a un joven Rosendo Mercado, quien puso ese sello en el sonido de Leño, y se emitió en TVE. En los años ochenta, difíciles para Gallagher porque no encajaba en las modas dominantes, transitó al hard rock, aunque no podía evitar volver al blues con frecuencia. En 1990, sabiéndose enfermo, publicó Fresh Evidence, el álbum en que recuperaba sus raíces y cuyas letras hablaban del dolor y el duelo. No sacó ninguno más.

En Irlanda están señalizados los lugares que recuerdan a su gran guitarrista. En Temple Bar, la zona con más pubs de Dublín, está la Rory Gallagher Corner, con una guitarra en la pared presidiendo una plazuela. En su pueblo natal tiene una estatua y se celebra un festival anual en su honor. En Cork hay otro memorial con una escultura. La Stratocaster que compró por 100 libras en 1963, y que utilizó hasta sus últimos días, sale ahora a subasta a un precio estimado de hasta un millón de libras (más de 1,18 millones de euros).

Un día le preguntaron qué había de irlandés en su música, con más claras raíces americanas, y él contestó: “Todo el mundo sabe de dónde soy. ¿Qué se supone que tengo que hacer para probarlo?”. Era inapropiado cuestionar su apego a la música local, que viajó con los emigrantes y permeó el folk y el country de EE UU. Él estaba en el viaje de vuelta. Algunos elegidos para la gloria prefieren seguir siendo auténticos.

Puedes seguir EL PAÍS Televisión en X o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.

Sobre la firma

Más información

Archivado En