No es una serie, es nuestra vida; no es ficción
No puedo imaginar peor final que acabar siendo una imagen de recurso en un programa de chafardeo en el que después de hablar de ti, o peor, no de ti, sino de tu asesino, contarán chismes de Ambiciones o desmenuzarán una ‘carpeta’ de Adara Molinero
Hace unos días circuló por Facebook —algunos todavía lo usamos, aunque suene tan arcaico como el Pony Express— un texto en el que un hombre loaba a su exsuegro. Que siendo ex lo definiera con tanto sentimiento aportaba más contexto a la grandeza de esa persona anónima hasta su muerte. El exyerno escribía desde el dolor que le provocaba que lo que se recordara de aquel hombre bueno fuese una fotografía que corría por los móviles, la de su cabeza cercenada en el arcén de una carretera asturiana. La imagen no tardó en llegar a la televisión donde se emitió en bucle y con la cabeza enmarcada en un...
Hace unos días circuló por Facebook —algunos todavía lo usamos, aunque suene tan arcaico como el Pony Express— un texto en el que un hombre loaba a su exsuegro. Que siendo ex lo definiera con tanto sentimiento aportaba más contexto a la grandeza de esa persona anónima hasta su muerte. El exyerno escribía desde el dolor que le provocaba que lo que se recordara de aquel hombre bueno fuese una fotografía que corría por los móviles, la de su cabeza cercenada en el arcén de una carretera asturiana. La imagen no tardó en llegar a la televisión donde se emitió en bucle y con la cabeza enmarcada en un círculo para que a nadie se le despistase.
No puedo imaginar peor final que acabar siendo una imagen de recurso en un programa de chafardeo en el que después de hablar de ti, o peor, no de ti, sino de tu asesino, porque tú sólo eres un mero extra de tu propia tragedia, contarán chismes de Ambiciones o desmenuzarán una carpeta de Adara Molinero. Menos puedo imaginar que la cara que se viese en esa secuencia truculenta fuese la de alguien querido. “No es una serie, es nuestra vida; no es ficción, no somos actores”, clamaba esta semana Patricia Ramírez tras descubrir que la mujer que mató a su hijo Gabriel pretende contar su crimen desde la cárcel. Que los asesinos se hagan con el control del relato es una degradación más de la bola de fango en la que se están convirtiendo los true crime, una plaga que en sus inicios se vendió como una manera de evidenciar las deficiencias de la justicia, Making a Murderer, o la responsabilidad de los medios, Dolores: La Verdad Sobre El Caso Wanninkhof.
Tan terrorífico como los sucesos que desmenuzan me parece la prisa por llevarlos a la pantalla. Se lleva la palma El caso Sancho, vender la historia de un crimen para financiar la defensa del presunto asesino parece uno de esos dilemas éticos a los que se enfrentaban en The Good Wife. Y en ficciones como las de los King deberían quedarse los crímenes, salvo consentimiento expreso de sus protagonistas. Si Patricia Ramírez consigue su objetivo, tal vez pueda lograr que los muertos descansen en paz y que el suceso que les destrozó la vida a sus seres queridos no acabe convertido en un reclamo más de las plataformas como el cine de estreno o los planes con publicidad a 5,95 euros.
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