‘Ocurrió a orillas del río’, o cuando solo el horror es bienvenido
La adaptación del clásico de Kerstin Ekman sobre el misterioso asesinato de dos turistas en un lago sueco en la década de los setenta evidencia, desde un ‘noir’ naturalista, que en la época no era paz y amor en todas partes
El año 1984, una pareja decide acampar junto al Lago Appojaure, un endiablamente solitario lugar situado en Norbotnia, en el noreste de Suecia. Montan la tienda, tal vez pasan allí una primera noche, o ni siquiera, y lo siguiente que se sabe de ellos, es que están muertos. Ellos eran Janny y Marinus Stegehuis. La por entonces aún poco conocida escritora de novela negra Kerstin Ekman —una maestra de primaria que dedicaba sus noches a escribir historias de detectives— decide emular a la pareja que reina en el ...
El año 1984, una pareja decide acampar junto al Lago Appojaure, un endiablamente solitario lugar situado en Norbotnia, en el noreste de Suecia. Montan la tienda, tal vez pasan allí una primera noche, o ni siquiera, y lo siguiente que se sabe de ellos, es que están muertos. Ellos eran Janny y Marinus Stegehuis. La por entonces aún poco conocida escritora de novela negra Kerstin Ekman —una maestra de primaria que dedicaba sus noches a escribir historias de detectives— decide emular a la pareja que reina en el noir escandinavo, Maj Sjöwall y Per Wahlöö; trasladar ese disparador, el asesinato real de esa pareja, a la década de los setenta, y convertir su novela en un tratado sobre la idea macabra de la comunidad cerrada y el odio, arbitrario y profundo, a todo aquel que no es como tú cuando tú eres alguien limitado por esa misma asfixiante comunidad.
El libro, Ocurrió a orillas del río, se publicó en 1993. Y fue gracias a la sabia y poderosa manera en que mezcla sociedad y crimen, y a su deseo de diseccionar a la Suecia temerosamente altiva y feroz de la época, que se convirtió en un clásico instantáneo. Y en el único best seller de la por entonces ya dilatada carrera de Ekman, cuyo esfuerzo, el de demostrar hasta qué punto puede ser cruel el ser humano aislado, permanece por completo intacto, y sobredimensionado por el paso del tiempo, en la adaptación televisiva que hace Mikael Marcimain (La caza del asesino), que puede verse en Filmin. Seis escabrosos y naturalistas —de un naturalismo lúgubre, a vueltas con el realismo más que sucio, salvaje— capítulos en los que reconstruir el asesinato del par de turistas en una década, la de los setenta, en la que no todo era paz y amor en todas partes.
Porque he aquí lo valioso de la decisión de Ekman. Al trasladar el crimen a 1973 evidencia de qué forma impactó en una sociedad europea reaccionaria e intolerante un movimiento que pretendía la libertad, la ruptura con todo tipo de orden preestablecido, y que llamaba a algún tipo de conexión con la naturaleza. No, la idea de que una comuna se instalase en un paraje cercano a Blackwater —la huraña y casi sin ley localidad que centraliza la historia— no gustaba nada a los habitantes del lugar, y el pulso narrativo con el que Marcimain traslada a la pantalla la llegada al pueblo de la protagonista, Annie (Asta August), y su hija de seis años, Mia (Alva Adermark), es magistral en su potente desconsideración hacia la tímida aunque ilusionante búsqueda de felicidad de madre e hija. No casualmente serán las que den con los cadáveres de la pareja. Tampoco el hecho de que lo hagan camino de un sueño que primero el novio de Annie —que no acude a recogerlas— y luego el pueblo, como villano implacable, destruirán.
En un juego de espejos temporal, la serie mezcla pasado —ese pasado en el que el asentamiento al que se dirigen madre e hija, a través del bosque y cruzando el río, está repleto de gente, lleno de vida, y representa otro planeta con respecto a la crueldad de la comunidad que las ha recibido y tratado como escoria— y presente, un presente en el que, 18 años después de cometerse, el crimen va a resolverse porque Annie —que desde entonces ha dormido con un rifle junto a la almohada, creyendo que el tipo al que vio alejarse de la tienda ensangrentado podía dar con ella— va a establecer una conexión con ese pasado. El ambiente denso y no fiable del pueblo —presente hasta en la textura de la fotografía— hace que este pese —le pesa incluso al espectador—, lo que intensifica la autodestrucción de todo aquel que sobrevive, atrapado allí dentro, como un diminuto insecto que no sabe que podría, si se permitiera a sí mismo escapar, estar al mando. Una curiosidad. Pernilla August es esa otra Annie, la de 18 años más tarde, y actúa junto a sus dos hijas, la mencionada Asta (que interpreta a la Annie joven) y Alba August (que interpreta a Mia, de mayor). Si aman el noir no predecible, y contemplativo, no se la pierdan.
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