Adiós a ‘Barry’, adiós al hombre moldeable
Alec Berg y Bill Hader ponen el punto final a su comedia macabra sobre el sicario amante del teatro que trató de acabar para siempre con la idea única del personaje masculino en la ficción de acción (y lo consiguió)
Hay un antes y un después de Barry Berkman. O debería. Porque podría decirse que ha existido una ficción criminal antes de él y que lo más probable es que exista otra muy distinta después. Porque si algo ha hecho Barry (HBO Max), la serie que Alec Berg (Seinfeld) y Bill Hader (...
Hay un antes y un después de Barry Berkman. O debería. Porque podría decirse que ha existido una ficción criminal antes de él y que lo más probable es que exista otra muy distinta después. Porque si algo ha hecho Barry (HBO Max), la serie que Alec Berg (Seinfeld) y Bill Hader (Saturday Night Live) se sacaron de la chistera en 2018, en sus cuatro hilarantemente macabras temporadas, es dinamitar la idea única del personaje masculino en la ficción de acción y, con ella, su contexto, humanizando hasta lo indecible la rigidez del cliché, y devolviéndole todas las posibilidades que el género le había robado. Empezando por la idea de tener algo más en mente que acabar con todo por el placer o la supuesta necesidad de acabar con todo.
Que, a la vez, usen su medio, esto es, la interpretación, y también la dirección, para ensanchar y dar color a lo limitado de lo masculino en el género —de acción, o thriller, u hombres con objetivos y pistolas y coches—, es especialmente magistral. Porque les permite darle la vuelta y hablar de la brutalidad de la industria del entretenimiento, y del ego como lanzallamas. Gene Cousineau (un inolvidable Henry Winkler), el corrosivamente narcisista profesor de interpretación que salva (o condena) a Barry Berkman de su vacío, permitiéndole sumergirse en sí mismo y descubrir quién es, o quién podría ser —la interpretación en la serie es un medio de conocimiento y de construcción del yo intervenido por el presente—, es el verdugo perfecto: la figura paterna tóxica del pasado.
Figura paterna tóxica que también representa Fuches (Stephen Root) —atentos al giro en esta última temporada, cuando finalmente se encuentra a sí mismo y se vuelve, sí, complejo, y absurdo a la vez—, también conocido como El Cuervo, en un tira y afloja que mantiene a Barry en vilo, incapaz de ser él mismo, limitándose a ser aquello que uno (Cousineau) u otro (Fuches) quieren, o aquello de lo que uno u otro podrían llegar a sentirse orgullosos. Ahí, en esa paternidad tóxica, hay una referencia a lo que ha sido el personaje masculino para el género desde el principio de los tiempos, y la intención de acabar con ella. Pero no únicamente con ella. El personaje de Sally Reed (Sarah Goldberg) también está intentando hacer lo propio con el femenino.
Hay, en concreto, una escena en esta cuarta temporada en la que Sally, la aparentemente inofensiva, incluso insulsa, a ratos neurótica, aspirante a actriz con mala suerte, y nada de talento —en realidad, lo tiene, pero no está buscando donde debería porque ella también está perdida, tratando de escapar del cliché—, se convierte en alguien feroz, y subvierte una situación de poder en la que, en otro tiempo y en cualquier lugar, no hubiese sido la poderosa, la temida. Y deja claro de qué forma la ficción moldea lo que se espera de unos y otros, y cómo cambiar eso podría cambiarlo todo. El propio final de la serie es una declaración de intenciones en ese sentido que lo devuelve todo a la casilla de salida, pero con el conocimiento intacto.
He aquí el otro mundo posible, parece estar diciéndonos Barry, y lo que hacemos con él. ¿Glorificar al psicópata? ¿Machacarlo? ¿Tratar de entenderlo? ¿O, por qué no, descomponerlo en diminutas piezas y volver a ensamblarlo, sin nada en mente más que sus posibilidades? Hay una serie dentro de la propia serie en esta última temporada, interesantísima como ejercicio de estilo y mucho más, en la que se presenta una Norteamérica postsuburbios, o la pesadilla final, distópica, de la perfecta familia de las afueras, que hace lo propio —ese descomponer en diminutas y dolorosas piezas— con la idea de la familia como secta, o incapacitante primer encuentro con aquello que va a moldearnos, o a tratar de hacerlo.
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