Coronación

Al parecer lo esencial para sentirse vivos es poseer fe. En la realeza, en las instituciones, en las religiones, en las ideologías, en dioses etéreos, en iglesias y mezquitas, en la ejemplaridad de los suyos y en la maldad de los otros

Una bandera conmemorativa de la coronación de Carlos III como rey, a las afueras de Buckingham Palace en Londres.LOIC VENANCE (AFP)

La noticia más transcendente del día no es el terror que inunda al personal ante la certeza de que el calor va a ser eterno y les va a derretir el cuerpo, el alma, los nervios, y el cerebro, o su alucinación desesperada al constatar el salvaje precio de los alimentos. Para la sequía espero que ningún grupo político garantice que lloverá cantidad si los ciudadanos los votan. Y ante lo segundo imagino que ningún candidato se atreverá a decirle a su posible client...

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La noticia más transcendente del día no es el terror que inunda al personal ante la certeza de que el calor va a ser eterno y les va a derretir el cuerpo, el alma, los nervios, y el cerebro, o su alucinación desesperada al constatar el salvaje precio de los alimentos. Para la sequía espero que ningún grupo político garantice que lloverá cantidad si los ciudadanos los votan. Y ante lo segundo imagino que ningún candidato se atreverá a decirle a su posible clientela lo que aquella guillotinada reina sugirió a su hambriento pueblo: “Pues si no tienen pan, que coman cruasán”. No, el tema más apasionante, según las prescindibles televisiones, es la coronación del rey de Inglaterra, concretada con un lema solemne: “Ungen. Es el deseo de Dios”. Y a tirarse el rollo hasta que la palmen. Hay múltiples colas de admiradoras de la nada, desde días antes, para no perderse la fiesta. Menos mal que también aparecen imágenes de gente probablemente ebria o punki, o solo sensata, que gritan: “Que se metan la coronación por el culo”.

Al parecer lo esencial para sentirse vivos es poseer fe. En la realeza, en las instituciones, en las religiones, en las ideologías, en dioses etéreos, en iglesias y mezquitas, en la ejemplaridad de los suyos y en la maldad de los otros.

Qué solitos deben de sentirse los agnósticos, los libertarios, los que no votan o lo hacen en blanco, los que no aspiran a recompensas divinas ni terrenales, los convencidos de que la única guerra cotidiana desde el principio de los tiempos es la de los ricos y los pobres. Y que, si alguna vez triunfaron las revoluciones de los segundos, los más avispados de ellos se transformaron rápidamente en una casta tan cruel y despótica como aquella contra la que combatían.

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