‘Exterior noche’: Bellocchio despieza el trauma del caso Aldo Moro
El veterano cineasta italiano reconstruye como un rompecabezas el secuestro y el asesinato del político democristiano en su ambiciosa primera serie
En un momento de Exterior noche, la ambiciosa miniserie (disponible en Filmin) que Marco Bellocchio ha dedicado al ...
En un momento de Exterior noche, la ambiciosa miniserie (disponible en Filmin) que Marco Bellocchio ha dedicado al secuestro y el asesinato del ex primer ministro italiano Aldo Moro, un experto estadounidense en terrorismo le dice al ministro del Interior Francesco Cossiga: “¿Quién hay detrás? Las Brigadas Rojas, no hay duda. Los italianos siempre buscan un segundo motivo detrás del primero, y luego un tercero, un cuarto, un quinto y un sexto. Los americanos somos más lineales”. Es un apunte la mar de pertinente teniendo en cuenta que, más allá de la responsabilidad de los terroristas que en marzo de 1978 raptaron al presidente de la Democracia Cristiana (DC) para cortocircuitar el llamado “compromiso histórico” —en virtud del cual el Partido Comunista Italiano daba apoyo al Gobierno de la DC—, el episodio, convertido en emblema del maquiavelismo de los democristianos y del entonces primer ministro Giulio Andreotti, dejó la percepción de que ni el partido de Moro ni el Ejecutivo, que se negó a negociar con los secuestradores, hicieron todo cuanto se podía haber hecho para evitar el funesto desenlace, convertida la víctima, así lo reflejó ya Leonardo Sciascia en El caso Moro, el fundamental libro que dedicó al asunto, en un precio asumible a pagar por preservar las hechuras de la República, o de un statu quo atiborrado de rincones oscuros.
Bellocchio ya se había ocupado en dos ocasiones de ese trauma erigido en punto de no retorno de la política italiana. En 1995, en Sogni infranti. Ragionamenti e deliri, el documental que dedicó al terrorismo de las Brigadas Rojas, y en 2003, en la celebrada Buenos días, noche, con la que iniciaba una etapa de madurez puntuada por al menos otras dos obras mayores, Vincere y El traidor, consagradas a analizar las dos mayores lacras del siglo XX italiano: el fascismo y la mafia. Resulta perfectamente coherente pues que amplíe ahora el campo de batalla respecto de Buenos días, noche —donde, a partir de las memorias de la brigadista Anna Laura Braghetti, narraba la historia desde la perspectiva de una secuestradora—, y proponga en Exterior noche una aproximación panorámica a aquella sacudida con magnitudes de movimiento tectónico. Así, el octogenario cineasta, que nunca antes había rodado una serie y que considera esta una película en seis partes, abre y cierra la narración con Moro y, en medio, asume los puntos de vista de otros cuatro personajes clave, a los que dedica sendos capítulos y en los que sintetiza la neurosis en la que se sumió el país: Cossiga, el más cercano a Moro de entre sus correligionarios y responsable político del estéril despliegue policial para buscarlo; el papa Pablo VI, amigo del secuestrado, la brigadista Adriana Faranda, miembro del comando que lo capturó, y que después renegaría de la violencia revolucionaria, y la esposa de la víctima, Eleonora. Ese choque de miradas propicia una narración caleidoscópica que explora y entrecruza las dimensiones política, íntima e incluso cristiana del asunto.
Con esa estructura en forma de puzle, Bellocchio afronta la procelosa disección de la complejidad y descarta respuestas y conclusiones fáciles o rotundas. Mantiene, eso sí, a Andreotti, villano de la historia a ojos de muchos, entre ellos el propio Moro, en un segundo plano siempre enigmático, inaccesible al escrutinio psicológico al que sí somete a otros personajes, y se muestra implacablemente caricaturesco con la razón revolucionaria de los terroristas. Porque, orgullosa heredera de la rica tradición del cine político del país, Exterior noche no renuncia al humor, relajante muscular que nadie combina con la tragedia como los italianos, y que irrumpe en forma de golpes tan inopinados como verosímiles: la esposa del secuestrado, ante el insistente lloriqueo del senador que ha acudido a mostrarle su apoyo, le espeta: “¿No habrá venido a mi casa a que lo consuele, no?”; el agente de un control policial hace salir del coche a un individuo de comportamiento sospechoso y cuando este confiesa que a quien ha matado es a su padre, no a Moro, lo vuelve a meter en el vehículo a empellones para que se largue, pese a sus súplicas para ser detenido; el Papa, al recibir por televisión la noticia del secuestro, lo primero que hace es pedir el cilicio. “Pero, ¿ahora?”, le inquiere un ayuda de cámara. Por única respuesta, Pablo VI exhorta: “Apriete fuerte”.
Esa televisión que ve el Papa es una presencia constante en la serie. En uno de los informativos, además de contar las novedades del secuestro, se anuncia el rodaje de la adaptación que Francesco Rosi, grande del cine político setentero, acometerá esa primavera infausta de la novela de Carlo Levi Cristo se paró en Éboli. Tendrá dos montajes, se explica: uno para la gran pantalla y otro por capítulos, para la pequeña. El debate sobre si las series son o no cine, nos recuerda Bellochio, en Europa lleva medio siglo superado. Del mismo modo que puede dar ruidoso testimonio de un momento histórico, la televisión puede ser casi cualquier cosa que se proponga. Incluso cine con mayúsculas.
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