‘La ruta’: por qué nos invade la nostalgia del ‘after’
¿Cuánto debe retroceder la ficción más comercial para que las ganas de seguir la juerga se vean como un acto liberador y culturalmente respetable?
Los hedonistas suelen caer mejor si lo fueron en otra generación. Así lo defiende la regla no escrita del repliegue nostálgico: los fiesteros de antes sí sabían divertirse; no como los de ahora, ensimismados y vagos, todos enganchados al vacío dando vueltas sobre sí mismos. Esa creencia es la que se entusiasmará por lo genuino que parecía salir hasta desvanecerse cuando se pasaban casettes y no existía TikTok, pero que ninguneará por nihilismo ególatra a quienes quieran bailárselo todo en su misma línea temporal. Esos sí que son unos pájaros.
Da la impresión de que nuestra era si...
Los hedonistas suelen caer mejor si lo fueron en otra generación. Así lo defiende la regla no escrita del repliegue nostálgico: los fiesteros de antes sí sabían divertirse; no como los de ahora, ensimismados y vagos, todos enganchados al vacío dando vueltas sobre sí mismos. Esa creencia es la que se entusiasmará por lo genuino que parecía salir hasta desvanecerse cuando se pasaban casettes y no existía TikTok, pero que ninguneará por nihilismo ególatra a quienes quieran bailárselo todo en su misma línea temporal. Esos sí que son unos pájaros.
Da la impresión de que nuestra era siempre fuese la equivocada, la que nunca sabe disfrutar nada. Será porque casi siempre se debe echar el cierre a una etapa para poder reivindicar la autenticidad de lo vivido. Pasa hasta en La ruta, la imperdible producción de Borja Soler y Roberto Martín Maiztegui —a capítulo semanal en Atresplayer Premium y van por el tercero—, que narra a la inversa la movida valenciana de los ochenta y la cultura del bakalao de los noventa. Y acertadamente empiezan por lo último, vehiculándolo todo a través de un grupo de amigos destinado a disolverse. En el primer episodio, tras hacerse unas rayas en los baños de la discoteca Puzzle en 1993, el personaje de Nuria (Elisabet Casanovas) explica a Sento (Ricardo Gómez) de qué va la exposición que ha montado sobre esa movida que experimentaron juntos una década atrás, la que todavía no ha visto el espectador: “Es un recorrido por la revolución del baile. Una revolución que partió de la nada, se libró contra la nada y ha derivado hacia la nada. La única revolución posible en una generación posrevolucionaria”, le dice, entusiasmada; reforzando esa idea de que solo cuando entiendes que algo se ha acabado puede defenderse ante el resto como algo verdadero, un destello único y distinto.
El pasado siempre legitima
¿Cuánto debe retroceder la ficción más comercial para que las ganas de seguir bailando e irse de after sean vistos como un acto liberador y culturalmente respetable? Parece que siempre haya que rebobinarse y alejarse del presente para celebrar sin acritud esa vía evasiva en la que la química y el ritmo se funden hasta que el cuerpo aguante.
Porque no solo se desacraliza la ingesta de éxtasis en esa secuencia irrepetible de La ruta del segundo episodio en la que Jesús (Gonzalo Caps), un chaval metido a lanzador de disco olímpico que viajará a la Barcelona del 92, acaba subido al techo de un coche y estampando un walkman colocadísimo para reclamar sus ansias de libertad en el parking del N.O.D., la discoteca donde la fiesta siempre estuvo fuera de la sala y no dentro.
Mia Hansen-Løve también aplicó esa mirada romántica y evocadora en Eden (2014), su película sobre el auge y caída de la escena del house francés y la explosión del sonido Daft Punk en los noventa que vivió como dj su hermano Sven. Michael Wintterbotton arrasó con 24 hour party people (2002), donde le robó el título a una canción de los Happy Mondays para defender todo lo que bullió en el club The Haçienda hasta que cerró en 1992. Y en 2019 la película Beats glorificó la escena raver escocesa de los años noventa, aquella a la que se criminalizó mediante el pánico moral que instigaron las instituciones y los medios para erradicar la cultura de las free parties (fiestas gratuitas). Ironías de la vida, los smileys, aquellas caras sonrientes sobre un fondo circular amarillo, el emblema hippie que recuperaron los ravers y que se convirtió entre el verano del amor del 89 y el 96 en un símbolo de drogadicción y gamberrismo ácrata, pertenecen ahora a una marca, Smiley Company, una de las 100 principales empresas de licencias del mundo, con 458 licenciatarios en 158 países. La rebelión, a toro pasado, siempre vende.
“El baile se ha presentado, en determinados momentos de la historia, como una actividad entregada a las pasiones más bajas y el hedonismo más vulgar, ajena a la sociedad respetable y sus buenas prácticas y costumbres”, recuerda Luis Costa —el autor que ya desveló lo que se acontece en La ruta en ¡Bacalao! (Contra, 2016)—, en su último ensayo, Dance usted. Asuntos de baile (Nuevos Cuadernos Anagrama, 2022). Un texto corto que se adentra en la oscuridad del club para saber qué representan y cómo hemos vivido las ganas de bailar. Y cómo las hemos ido criminalizando en cada era para después, siempre, evocarlas como las más verdaderas.
Como aquel “Baila o muere” (una traducción del Rave or die que se popularizó en Inglaterra) que se pintó en los baños del Psicódromo, el club after hours más duro de la Barcelona preolímpica. El mismo que, como se recoge en Dance Usted, Joan M. Oleaque describiría en Éxtasis (Barlin Libros, 2004) como “ese sitio al que podía acudir cualquier tipo de persona [...] donde se podía hacer todo lo que quisiese. La peña se tiraba al suelo, daba puñetazos en las paredes y acababa reventada. Porque de eso se trataba: de hacer que todo explotase allí mismo”.
El Psicódromo cerró el 5 de mayo de 1992, a raíz de una nueva ordenanza que prohibía la apertura de afters a menos de 500 metros de la Villa Olímpica. Estaba a 492. La estocada final llegaría en 2009, cuando se aprobó una normativa que reforzaba las multas sobre las fiestas gratuitas y regulaba el negocio de los afters. Se empezó a redactar en 2007, después de que un ciudadano francés falleciese atropellado en los aledaños de una histórica rave masiva tras la Nochevieja del año 2006 (la que concentró a 2.000 personas en un camping abandonado de Polinyà, en Barcelona). Alguien, seguramente, está cocinando ahora mismo un guion o un documental sobre lo que aquella escena significó.
Contaba hace unos días en un encuentro con la prensa Berta Prieto, creadora y coprotagonista de la serie Autodefensa que estrenará Filmin el próximo 29 de noviembre, que “parece que las chicas de ahora, para poder drogarse y salir de fiesta en una serie tengan que tener algún trauma para justificar ante todos por qué lo hacen”.
En su autoficción de 10 capítulos, dos veinteañeras se drogan (muchísimo), buscan raves en la montaña de Montjuic en pleno 2022 y se abrazan a la diversión y la fiesta como mecanismo de supervivencia. La serie todavía no se ha estrenado y, como dijo la propia Prieto después de que se lanzara su tráiler de avance en redes: “en Twitter ya nos odian”. Algo de razón lleva, parece que para poder disociarse bailando en nuestras pantallas sin tener que sentirse culpable siempre tenga que hacerse en tiempo pretérito o en garitos que ya no abren. Esa revolución del baile, aunque “te lleve a la nada y salga de la misma nada”, para poder celebrarse, tendrá que pasar por el filtro tramposo de la nostalgia del after.
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