“¿Qué harías tú?”: De cómo Kim Wexler y Jimmy McGill encarnaron el amor no romántico en televisión
‘Better Call Saul’ va a pasar a la historia de la televisión por muchas razones y una de ellas tiene que ver con la fascinante relación entre sus dos protagonistas
Cuando Jimmy McGill, el soberbio Bob Odenkirk, el genio del truco y trato, el abogado que creció para saltarse las normas porque las normas casi nunca son justas, se topa por primera vez con su mejor amiga, y entonces ya algo más, la abogada invencible Kim Wexler, la también soberbia Rhea Seehorn, en el aparcamiento subterráneo del bufete para el que ella trabaja, Jimmy le quita el cigarrillo que está fumando de los labios, le da una calada y se lo devuelve. Y ese primer y en apariencia despre...
Cuando Jimmy McGill, el soberbio Bob Odenkirk, el genio del truco y trato, el abogado que creció para saltarse las normas porque las normas casi nunca son justas, se topa por primera vez con su mejor amiga, y entonces ya algo más, la abogada invencible Kim Wexler, la también soberbia Rhea Seehorn, en el aparcamiento subterráneo del bufete para el que ella trabaja, Jimmy le quita el cigarrillo que está fumando de los labios, le da una calada y se lo devuelve. Y ese primer y en apariencia despreocupado gesto, que se repetirá en más de una ocasión, convirtiéndose casi en un lugar común propio de la serie, contiene la esencia —”aquí estoy, cuenta conmigo”— de la fascinante relación entre ambos, un ejemplo único y necesario de amor no romántico, que figura ya entre las muchas razones por las que Better Call Saul (de la que desde este martes se puede ver la última tanda de capítulos en Movistar Plus+) va a pasar a la historia de la televisión.
Dos personas que se enamoran son dos infancias que se encuentran, escribieron el par de intelectuales franceses Julia Kristeva y Philippe Sollers, nada creyentes en la idea de la pareja como bomba para el yo. Kristeva y Sollers pretendían acabar con algo que Wexler y Goodman (o McGill) tienen claro desde el principio: que el querer a otra persona, y compartir la vida con ella, no tiene por qué significar perderte por el camino. Que lo único que hay que hacer es eliminar la variable romántica de la ecuación. Es decir, las expectativas, y el mundo alrededor. Cada pareja debe crear su propio universo, con sus propias reglas, y hacer desaparecer la narrativa romántica que a menudo pasa por el sacrificio y la demanda, la sumisión y la pérdida de espacio, lo que genera frustración, rencor, y odio a esa otra infancia con la que la primera se había encontrado.
Podría decirse en ese sentido que Kim Wexler y Jimmy McGill son dos personajes extraídos de la ficción de los noventa. O que, jugando al juego de la verdad, son su producto. Crecieron aborreciendo el amor romántico, y diciéndose que las expectativas destruyen más que construyen, y que por eso, lo único que hacen, desde el principio, es limitarse a tratar al otro como un igual al que no quieren cambiar. Por encima de todo, Kim y Jimmy se respetan. Confían el uno en el otro. Se saben los únicos habitantes de su propia isla desierta. Un par de supervivientes que desean, cada uno a su manera, vengarse de un mundo que no los ha tenido en cuenta hasta que ha sido demasiado tarde. Sorprende cada vez que ante una decisión a vida o muerte, Jimmy le pregunte a Kim “¿tú qué harías?”, y ella responda: “No soy tú, ¿qué vas a hacer tú?”.
Ocurre en el momento en el que Jim está a punto de convertirse en “amigo del cartel”. Para entonces Kim sabe que él incluso le ha mentido. Ha visto agujereado el vaso de café que le ha regalado, el de Segundo mejor abogado del mundo —World’s Second Best Lawyer—, que, junto al maletín con sus iniciales, es el único objeto que uno de los dos le regala al otro en años, con no otra intención que la de apoyar su cambio de rumbo. Tan mítico es el vaso como el tapón de Zafiro Añejo, el tequila carísimo que estafan a tipos abominables de vez en cuando y que se convierte en el símbolo, siempre presente, de su deseo, compartido, de rebelión. Pero, volviendo al vaso, y pese a saber que le ha mentido —no ha ido todo tan bien como le ha contado— respeta que lo haya hecho. Sabe que, sean los que sean, aquellos son sus asuntos, y ella teme por él, pero no le exige nada.
Y lo mismo ocurre con ella. Cuando Kim cambia de rumbo —de abrir sucursales de Mesa Verde, un banco totémico, a ejercer de abogada de oficio—, a Jimmy puede no gustarle, pero lo entiende y lo respeta. Lo único que hacen es cuidar el uno del otro —preguntarse qué prefieren para cenar, si comida mexicana o china—, ver películas a veces sin hablar, porque nunca hablan más de la cuenta, porque están ahí el uno para el otro, pero permitiéndose crecer como lo harían si estuvieran solos. Se ayudan a levantarse después de cada caída —y las hay conjuntas, como cada vez que intentan abrir su propio bufete—, y se defienden el uno al otro ante el resto, sin que el otro tenga por qué saberlo, haciéndolo simplemente porque se saben habitantes de algún tipo de otro planeta, el de sus propias infancias destruidas, en el que solo se tienen el uno al otro.
Hay una escena en particular que resulta dolorosamente perfecta para entender en qué consiste su amor no romántico, la pareja no contaminada por las expectativas que forman y de la que Kristeva y Sollers estarían francamente orgullosos. En un momento dado, cuando el montón de secretos que hay entre ellos empieza a separarles —no olvidemos que son abogados, y que lo legal importa en su caso—, deciden casarse. Y lo hacen. Una mañana cualquiera, en el juzgado, con el mismo apresuramiento con el que tomarían una taza de café camino de un juicio —de su propia vida en marcha, la de cada uno—. Y se desean un buen día. Por la noche, en casa, Kim le pregunta a Jimmy cómo le ha ido. Y él suelta: “¿No te lo he dicho? ¡Me he casado hoy!”, y la coge en brazos, y los dos se ríen. Nada importa, aquí estoy, se dicen, cuenta conmigo.
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