Columna

Devotos de la santísima lotería

Al contrario que los conciertos de Raphael, el sorteo de la lotería de Navidad no tendrá público. Sin frikis con pelucones, el acto va a parecer incluso digno

Un hombre compra billetes de la Lotería de Navidad en Madrid.Pacific Press (Getty Images)

Al contrario que los conciertos de Raphael, el sorteo de la lotería de Navidad no tendrá público. Sin frikis con pelucones y ansia de chupar cámara, el acto va a parecer incluso digno. De no ser por el folclore de los niños uniformados, la cosa se quedaría en una transacción notarial. Pero, incluso así de descafeinado, el 22 de diciembre vuelve a celebrar la derrota de la civilización y el desaliento de un país que consiguió dejar de creer en Dios y que ya casi no va a misa ni escucha la opinión de los curas, pero sigue siendo devotísimo de la santa lotería y su mesías Doña Manolita.
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Al contrario que los conciertos de Raphael, el sorteo de la lotería de Navidad no tendrá público. Sin frikis con pelucones y ansia de chupar cámara, el acto va a parecer incluso digno. De no ser por el folclore de los niños uniformados, la cosa se quedaría en una transacción notarial. Pero, incluso así de descafeinado, el 22 de diciembre vuelve a celebrar la derrota de la civilización y el desaliento de un país que consiguió dejar de creer en Dios y que ya casi no va a misa ni escucha la opinión de los curas, pero sigue siendo devotísimo de la santa lotería y su mesías Doña Manolita.

Qué paradoja que fuera precisamente Carlos III, un rey ilustrado que empezó a rascarle la costra barroca a España, quien importase de Nápoles esta tradición oscurantista. A él y a los patriotas de 1808 que diseñaron el sorteo de Navidad como forma de recaudar fondos hay que agradecer este día, pero no cabe culparles de su persistencia. Las colas de Doña Manolita, la ñoñez cursi del anuncio y las escenas de pobre gente regándose unos a otros con cava de supermercado a las puertas de las administraciones son responsabilidad de la España de hoy.

Los exegetas y mitificadores de lo popular, esos pijos que nunca han pisado un barrio obrero pero acusan de elitismo a quienes hemos crecido en uno e imparten lecciones filosóficas sobre música trap y telebasura, no le han encontrado aún el lado cool al 22 de diciembre. Tan perspicaces siempre para presentar la pobreza como una moda comprometida y anticapitalista (llamando redes de cuidados a tomar el fresco gratis sin pagar la cuenta de una terraza o coliving a compartir piso con cuarenta años porque no te da para vivir solo), no han encontrado un eufemismo que legitime esta mañana triste de limosnas muy repartidas.

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