‘High Score’: Luces (sin sombras) del nacimiento de los videojuegos
Netflix rastrea los inicios del fenómeno del ocio interactivo en una serie documental de gran factura y centrada en las historias personales
Los orígenes de la novela moderna, de la arquitectura o de los géneros musicales, no digamos ya del cine, son algo asentado en la cultura popular. Y, sin embargo, los primeros pasos de los videojuegos son algo que no tienen presente el común de los mortales. High Score, la serie documental de Netflix, viene a rellenar ese hueco para el gran público. En seis episodios de unos 40 minutos de duración, nos traslada al Big Bang de la industria cultural que más dinero mueve hoy en día alrededor del globo; un momento de ebullición creativa y tecnológica en el que las diferentes posibilidades d...
Los orígenes de la novela moderna, de la arquitectura o de los géneros musicales, no digamos ya del cine, son algo asentado en la cultura popular. Y, sin embargo, los primeros pasos de los videojuegos son algo que no tienen presente el común de los mortales. High Score, la serie documental de Netflix, viene a rellenar ese hueco para el gran público. En seis episodios de unos 40 minutos de duración, nos traslada al Big Bang de la industria cultural que más dinero mueve hoy en día alrededor del globo; un momento de ebullición creativa y tecnológica en el que las diferentes posibilidades de lo que hoy conforma el mundo del videojuego se mezclaban como si fueran una sopa primordial. Una Pangea del arte llena de posibilidades que, al contrario que la pintura, la literatura o incluso el cine, ocurrió anteayer.
“Nuestro objetivo no era crear una historia definitiva de los videojuegos, sino mostrar un lado más personal del nacimiento de esta industria”, señala a EL PAÍS Melissa Wood, la showrunner. “Con High Score, realmente queríamos hacer una serie documental sobre las personas detrás de los juegos”, explica por su parte France Costrel, productora ejecutiva. Objetivo conseguido, porque High Score consigue penetrar en el lado humano de la industria, en los cerebros de algunos de sus primeros arquitectos. “Nuestra serie retrata el nacimiento de una nueva industria que no tenía ni mapas de ruta ni reglas. Un mundo creado por personalidades audaces con ideas creativas, no solo impulsado por el dinero. Muchos de ellos no pensaron que se convertiría en una industria así, y solo querían crear algo divertido”, explica Costrel. Delante de la cámara desfilan, dispuestos a contar su parte de historia, todo tipo de desarrolladores de primer nivel: Tomohiro Nishikado, (creador de Space Invaders), Toru Iwatani, (padre de Pac-Man), Nolan Bushnell (cofundador de Atari), Hirokazu Tanaka (compositor de Nintendo), Yoshitaka Amano (artista de Final Fantasy) o John Romero (creador de Doom).
La serie se posa en su arranque sobre los últimos 70 y primeros 80, unos años excepcionalmente polifónicos, en los que unos juegos se superponían con otros y sobre los que es muy difícil establecer un relato canónico. “Fue un desafío entretejer estas historias para formar un arco narrativo cohesivo a lo largo de los episodios”, dice Costrel. “Nos importaba mucho tener un elenco de personajes diverso. Luego, buscamos formas de vincular estas historias mostrando cómo una innovación allanó el camino para la siguiente y cómo los juegos se construyeron unos sobre otros”, cuenta.
High Score atrapa el sabor clásico de un tiempo donde los hítos sucedían casi cada semana: de los primeros iconos (Pacman, Mario, Donkey Kong), a los primeros empleos asociados al mundo del videojuego y que cualquier jugador que ronde los 20 años directamente no se crea que existieron (como los asesores telefónicos, guías humanas a las que llamar cuando te quedabas atacado); de las primeras revistas o la importancia de Atari y su autodestrucción, al asalto de Nintendo al mercado de sobremesa estadounidense. De la “Guerra de las consolas” entre Nintendo y Sega, a la llegada de las aventuras gráficas, los primeros juegos de lucha, y así hasta los comienzos de los noventa, la llegada de Doom y la popularización de los juegos de acción en primera persona. Doom, por cierto, que al abrir su código para que los usuarios pudieran hacer sus propias modificaciones fue sin duda un salto brutal que permitió a una generación entera de futuros desarrolladores acercarse al corazón de la bestia y ver cómo funcionaba. La serie tiene una factura sobresaliente: donde no llega el material documental llega el apartado artístico, un pixel art muy refrescante. “Debido a que el tema de los videojuegos es tan creativo, difuminando la línea entre la fantasía y la realidad, sentimos que podíamos hacer lo mismo en esta serie, incorporando animaciones y efectos visuales”, explica Melissa Wood.
Sin embargo, su enfoque no satisface a todos. “Una serie así es un acierto por parte de Netflix. Y celebro que se huya del relato tecnológico y se centre en las historias personales”, cree Antonio Planells, profesor permanente en Tecnocampus-Universitat Pompeu Fabra y autor de libros como Videojuegos y mundos de ficción (Cátedra) o Ficción y videojuegos. Teoría y Práctica De La Ludonarración (UOCPress). “Pero es un poco batidora. Podrían haber seguido un criterio cronológico, de los hitos, de las problemáticas… pero han querido tocar todos los palos sin llegar al fondo de ninguno”.
Para Planells, la serie peca de algo “de lo que pecan muchas producciones propias de Netflix: ser excesivamente amable y optimista. Peca de idealización. Una cosa es celebrar al medio, pero otra invisibilizar los problemas. Se exalta la cultura de Silicon Valley, pero no se habla de los problemas que había. Se dice que en Atari fumaban marihuana, pero no se habla del crunch (exceso de horas extra) que nació en esa época. Sale Nolan Bushnell, pero no se habla de los problemas que tuvo”. Planells se refiere, entre otras cosas, a la demanda que, en 1974, Ralph Baer interpuso contra Atari por plagio, asegurando que Pong era una copia de su Table Tennis, demanda que se saldó extrajudicialmente con el pago de una cifra millonaria por parte de Bushnell —por lo demás, una figura imprescindible en los primeros años del videojuego—. Planells también afea dar por buenos ciertos datos “como eso de que el Space Invaders causó falta de monedas de 100 yenes en Japón. Está demostrado que solo es una leyenda urbana”.
High Score es un relato menos holístico que práctico, menos categórico que curioso del mundo de los videojuegos que, sin embargo, sí consigue cristalizar una verdad fundamental del mundo del ocio interactivo: el progreso es colectivo, y cada nuevo buen juego no hace sino reciclar las cosas que funcionan de los anteriores y sumar su granito de arena. “Aunque los videojuegos son una industria tan grande, creo que todavía se subestiman y no se comprenden. Muchas personas todavía piensan que son una pérdida de tiempo, que afectarán negativamente a los niños, que causan violencia”, reflexiona Melisa Wood. “¿Pero no es ese el caso de cualquier nueva forma de arte? Los videojuegos solo existen desde hace unos 40 años y, sin embargo, han cambiado el panorama del entretenimiento. Sentimos que si podíamos mostrar la intención detrás de los juegos, o el arte que se utilizó para crearlos, entonces quizás la gente podría verlos más como una forma de arte. Nuestro objetivo siempre fue humanizar el proceso de creación”.