Crítica

‘The Eddy’: El silencio entre canciones

A pesar de que resulta tedioso tanto interludio musical y trama criminal vista mil veces, hay un ejercicio de naturalismo y de humanidad en la serie de Chazelle

Avance de la serie 'The Eddy'.

Uno de los mayores placeres de la vida es no hacer nada. Y uno de los mayores logros que puede alcanzar cualquier ser humano es conseguir que no pase nada. No se trata de parar el tiempo, sino de parar todo lo demás. Esto se viene a la mente bastante a menudo en estas semanas de confinamiento, e incluso un poco más viendo The Eddy, la nueva serie de Netflix. Cuenta con Damien Chazelle (La La Land, Whiplash) como uno de sus productores ejecutivos, además de ser el director de los dos primeros episodios y está ...

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Uno de los mayores placeres de la vida es no hacer nada. Y uno de los mayores logros que puede alcanzar cualquier ser humano es conseguir que no pase nada. No se trata de parar el tiempo, sino de parar todo lo demás. Esto se viene a la mente bastante a menudo en estas semanas de confinamiento, e incluso un poco más viendo The Eddy, la nueva serie de Netflix. Cuenta con Damien Chazelle (La La Land, Whiplash) como uno de sus productores ejecutivos, además de ser el director de los dos primeros episodios y está situada en un club de jazz de París, pero no uno en Saint- Germain-des-Prés, sino uno medio vacío, algo sucio y destartalado, ubicado en lo que hasta hace un mes denominábamos barrios no turísticos. El local lo manejan Elliot, un apesadumbrado neoyorquino que no hace tanto fue exitoso músico de jazz, interpretado por André Holland (Moonlight), y un francés rumboso, optimista y capaz de convertir cualquier circunstancia, por muy adversa que sea, en un juego, al que da vida el gran Tahar Rahim (Un profeta).

La cosa no les va demasiado bien. Su grupo estrella, interpretado por músicos reales de jazz, casi todos en su primer papel dramático, vive turbulencias internas y externas -su cantante, Maja (Jianna Kulig), mantuvo un romance con Elliot que parece que acabó un poco como la batalla de Gettysburg-, y el músico estadounidense vive paralizado por el miedo y la frustración. Para acabar de rematarlo, Farid parece haber pedido dinero a las personas equivocadas con el fin de mantener a flote el tinglado. Y por si éramos pocos… llega la joven hija de Elliot desde Nueva York, huyendo, al parecer, de un padrastro con tendencia al inopinado consumo de estupefacientes.

En su planteamiento, The Eddy parece un regalo que un músico (Glen Ballard, autor de los temas, todos originales, que suenan en la serie), un guionista (Jack Thorne, responsable de, entre otras, This is England) y una cadena (Netflix) han querido hacerle a Chazelle. Sabiendo lo que le gusta (el jazz, el tormento) han construido un barco suficientemente atractivo como para lograr que el director de La La Land se embarque en el proyecto y poder poner en mayúsculas son nombre. Parece un truco algo ruin. Y lo es. Pero, como con casi todo en la vida, en el mismo problema encontramos la solución. A pesar de que a veces resulta algo tedioso tanto interludio musical, tanto ensayo, tanta canción entera rodada como si esto fuera un documental sobre algún oscuro sello de jazz de Nueva Orleans y no una serie de Netflix, tanta trama criminal de bajos fondos vista, oída y metabolizada mil veces, hay un ejercicio de naturalismo, de realismo y de humanidad que eleva el producto por encima de muchos de sus coetáneos.

En The Eddy se oye, a ratos, el eco de Tremé y del clásico de Françóis Truffaut Tirad sobre el pianista. Cuando eso sucede, la serie dibuja el retrato destartalado de un París sombrío, de una inmigración derrotada y de una escena musical con mucho más talento que futuro. Cuando se acelera y pone cara de thriller se le ven todas las arrugas, que no es que sean feas, es que son otras arrugas más.

Cuando funciona, que es justo cuando decide parar para coger aire y alguna colilla de suelo, The Eddy es algo tan radical hoy en día como una serie con pisos feos y un protagonista (Tahar Rahim) tremendamente atractivo sin necesidad de haber pasado los últimos seis meses encerrado en un gimnasio. Una serie en que hay polvo, cables a la vista, habitaciones destartaladas, camas desechas y gente que no llega a fin de mes.

Especialmente brillante es el pasaje en que Elliot acude a Orly (el feo y claustrofóbico Orly, no el luminoso aeropuerto trofeo que es Charles De Gaulle) a recoger a su hija. Van en moto hacia la ciudad, con ella sosteniendo la maleta sobre su regazo. Paran en casa de Maja, un apartamento horrible en un barrio anodino. Luego se acercan a otro espacio entre pisos de protección oficial a ver ensayar a unos chavales que interpretan un tema que es una mezcla entre Blue Note y el rap de las banlieues. No sucede nada especial, pero es irresistible. En estos momentos se halla el valor de The Eddy, en cuando la anémica trama no solo se sustituye con pasajes musicales, sino con fragmentos en los que se retrata una realidad sin apenas servirse de adjetivos. Cuando no pasa nada, todo aquí vale la pena.

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