El populismo que se alimenta del desprecio ajeno
Ayuso, como Aguirre, sabe que el melodrama y la sobreactuación dan muchos minutos de pantalla. Cuanto más se burlen, mejor
Díaz Ayuso aprendió de Esperanza Aguirre a no tener miedo al ridículo y a aprovecharse de la parodia. Aguirre se convirtió en una estrella gracias a los chistes que inspiraba en Caiga quien caiga y en otros programas, y cultivó ese personaje que fingía no saber quién era Saramago, hasta que se quedó a las puertas del poder absoluto en su partido y en Madrid. Ayuso, como Aguirre, sabe que el melodrama y la sobreactuación dan muchos minutos de pantalla, y que el desprecio de los enemigos es nutritivo. Cuanto más se burlen, mejor.
Cualquiera que haya lanzado o secundado un chiste so...
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Díaz Ayuso aprendió de Esperanza Aguirre a no tener miedo al ridículo y a aprovecharse de la parodia. Aguirre se convirtió en una estrella gracias a los chistes que inspiraba en Caiga quien caiga y en otros programas, y cultivó ese personaje que fingía no saber quién era Saramago, hasta que se quedó a las puertas del poder absoluto en su partido y en Madrid. Ayuso, como Aguirre, sabe que el melodrama y la sobreactuación dan muchos minutos de pantalla, y que el desprecio de los enemigos es nutritivo. Cuanto más se burlen, mejor.
Cualquiera que haya lanzado o secundado un chiste sobre su querencia a ir a misa, su ineptitud gestora o sus puestas en escena de culebrón se ha encontrado con una respuesta visceral y enfurecida de un cariz distinto a las reacciones de los militantes de una facción cuando se ven atacados por la contraria. Hay algo doliente y personal en esas avalanchas de tuits, con muchas personas que se sienten aludidas y se revuelven contra lo que consideran el abuso de un listillo. Tal vez no estén de acuerdo con Ayuso, ni en el fondo ni en la forma, pero prefieren alinearse con ella antes que formar parte de ese coro de carcajadas que tan antipático y soberbio les suena.
Cuenta Bret Easton Ellis en Blanco, su último y lucidísimo libro, que entendió que Trump podía ganar las elecciones cuando vio que los demócratas respondían a su desafío con desprecio y burlas. Esa superioridad moral iba a despertar a una bestia de resentimiento que dormía en muchas casas. La única forma de desactivar a Trump, decía, era tomárselo en serio y debatir en serio los problemas que ponía sobre la mesa, sin desecharlos como delirios de un fantoche. En España, lejos de escarmentar en cabeza ajena, vamos cayendo gustosos en las misma trampas.