Adela: “¿Hice algo malo?”: El relato del reparto de ayuda en una colonia en México

La selección de Historias de la pandemia comienza hoy con la carta de una lectora de EL PAÍS desde Zapopan

DENÍS GALOCHA
Viridiana Hernández Cerpa
Guadalajara (México) -

El 15 de abril del 2020, un grupo de servidores públicos salimos a repartir comida a familias de una de las colonias marginadas y periféricas de Zapopan, en México. Después de cuatro horas de estar recorriendo las calles y entregar despensas (provisión de comestibles), llegamos a la última dirección.

Adela es una señora de 60 años que vive con dos personas más en una casa de aproximadamente 40 metros cuadrados. Son viviendas que han sido muy criticadas por tener espacios tan pequeños que resulta complicado mantener una “sana distancia” y una “sana relación” entre los habitantes.

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El 15 de abril del 2020, un grupo de servidores públicos salimos a repartir comida a familias de una de las colonias marginadas y periféricas de Zapopan, en México. Después de cuatro horas de estar recorriendo las calles y entregar despensas (provisión de comestibles), llegamos a la última dirección.

Adela es una señora de 60 años que vive con dos personas más en una casa de aproximadamente 40 metros cuadrados. Son viviendas que han sido muy criticadas por tener espacios tan pequeños que resulta complicado mantener una “sana distancia” y una “sana relación” entre los habitantes.

Al llegar a su domicilio, Adela nos recibe y con voz nerviosa pregunta: “¿Hice algo malo?”. Le contesté: “No. Venimos a entregarle una despensa”. En ese momento Adela puso cara de asombro, se tapó la boca con las manos y empezó a llorar. Comentó que justo ese día se había quedado sin nada de comer y que sus nietos fueron a llevarle unas bolsitas de arroz y frijol. También nos compartió que se quedó sin trabajo dos semanas antes y que no sabía qué iba a hacer para pagar los 2.500 pesos (100 euros aproximadamente) de renta, más los alimentos. Por la luz no se preocupaba porque no tiene.

Adela, como muchas otras mexicanas y mexicanos, es una representación de la sociedad que vive en zonas vulnerables, donde hay casas sin servicios básicos, en las que solo hay una ruta de transporte público y que solo sirve para sacarlos de la colonia y dejarlos en la carretera. En ella, la mayoría de sus habitantes trabajan en la economía sumergida sin tener prestaciones básicas como el acceso a la salud.

En este país, niñas, niños, adolescentes, mujeres y hombres viven una crisis continua con múltiples tipos de violencia. Niñas y mujeres expuestas a ser una más en la curva del feminicidio, hombres a los que se les ha enseñado que con violencia se consigue lo que quieren, narcos que reparten despensas pero hacen desaparecer a las personas. Y una interminable lista de acciones surrealistas que suceden en mi querido México.

El pabellón número nueve

Roberto Osa / Madrid

En el Hospital de Ifema no existe el día ni la noche, dormir allí es como hacerlo dentro de un centro comercial que no cierra nunca. Cuando te tumbas por primera vez en la cama que te han asignado, sorprende lo lejos que está el techo, lleno de tubos de ventilación, cables, vigas, los enormes focos que alumbran el pabellón desde las alturas y que apenas atenúan su potencia a partir de la medianoche.

Eres el primero en ocupar una cama en tu sector, te ha tocado en una esquina, junto a la boca de incendios. Huele a limpio y sientes la estúpida euforia de estrenar la sala, como el niño que abre un regalo. Te sientas en la cama y miras el habitáculo de sábanas blancas y colchones vacíos, que en media hora se llena de cuerpos con pijama y mascarilla. “Hoy vas a poder dormir sobre un colchón”, piensas tocándote la pelvis, dolorida por el metal de los asientos de la sala de espera, donde pasaste la última noche. Te tumbas, haces de tu cuerpo un ovillo bajo la manta, pero sabes muy bien que, aunque tengas sueño, no podrás dormir. Sin darte cuenta, en el silencio compartido de los infectados, reconectas con lo real. Tus pensamientos borran el optimismo de las conversaciones telefónicas e imaginan tu mundo sin ti.

Empiezas a visualizar cómo sería. No quieres, pero sucede de todas formas.

En ese limbo de luz artificial y altísimas paredes de hormigón, tu mente se escapa a casa: escuchas el llanto de uno de tus hijos, despertándote en mitad de la noche. Te levantas, corres a su habitación, le das agua, lo abrazas. Te quedas allí un rato hasta que recupera la respiración sosegada y el sueño. Recuerdas el último día en casa; intentaste regañarle durante la comida, pero las palabras no te salieron. El niño, con la cuchara en la mano, miró tus labios moviéndose como en una película de cine mudo. Una hora después, te ahogabas. La ambulancia llegó y entraron en casa un hombre y una mujer con trajes azules. Te fuiste con ellos, pero asegurando a los niños que no estabas mal, que volverías pronto.

Abres los ojos y tu mente regresa al pabellón número nueve de Ifema. Entiendes que si esta noche tus hijos lloran, si enferman, no podrás hacer nada. Por primera vez detectas que tu desaparición (ni siquiera te atreves a pronunciar la otra palabra), afectaría gravemente a la vida de los que más te necesitan. Te invade el pavor. Buscas consuelo en los whatsapps amontonados desde hace días, te cruzas con varias conversaciones que comentan la muerte del padre de tu amigo, de la vecina de tu madre, de aquel primo lejano tan cariñoso. Creciste en el pueblo, estás acostumbrado a que muera gente que conoces, pero esto es diferente, muchos caen de forma súbita. A menudo se repite el patrón: “Estaba bien, estaba estable, y de repente…”. Tú estás bien, estás estable. Te espanta el de repente.

Sin embargo, las médicas mira lo que dicen, que evolucionas y que tal vez dentro de tres o cuatro días puedas irte a casa. Te horroriza escuchar eso, pero no puedes decírselo a las enfermeras ni a los compañeros, mucho menos a tu familia. No quieres irte a casa, tienes demasiado miedo. Con el paso de los días aprendes a estar allí, la ternura de quienes te cuidan lo hace más fácil, y cuando te van a dar el alta, les sugieres quedarte un día más, por mayor seguridad. No cuela, así que recoges tus cosas. Es hora de pasar a aislamiento doméstico; durante los próximos 14 días vivirás encerrado en una habitación de tu casa, escuchando las voces de tus hijos y de tu pareja, que ahora carga con todo.

Cuando te despides, médicas y enfermeras te dan un aplauso. Sientes vergüenza, así que tú también aplaudes. Ellas sonríen. Tú sonríes y dices: “Suerte”. Querrías abrazarlas. Agradeces que lleven sus nombres escritos en el pecho con rotulador y te vas hacia la salida recitándolos, haciéndoles para siempre un hueco en tus pulmones: Marta, Camila, Rocío, Álex, Mari, Beatriz…


La ciencia o el amor

Rocío de Elías / Madrid

Esta historia comienza el 11 de marzo de 2020 y su protagonista se llama Lola. Yo soy Rocío, y como todos los miércoles ese día bajé a Madrid a pasarlo con mi madre. Siempre es un día especial para mí; vuelvo a mi barrio, Chamberí (lleno de gente y de vida), y comparto mis cuitas y tiempo con ella. Yo ahora vivo en en la sierra, un lugar también lleno de vida, aunque de vida silenciosa… “Arroyos, prados verdes, lagos…”.

Ahí también empezó el tráiler de la película de terror que estaba a punto de estrenarse: mi madre de 84 años, con fiebre y una tos sospechosa, nos puso a todos en modo “alerta”. Pasé unos días con ella y el 13 me la llevé a mi casa de la sierra de Madrid, ante la inminente declaración del estado de alarma por parte del Gobierno. Parecíamos huir del apocalipsis hacia la tierra prometida, al aire libre… En ese momento, ya llevábamos 48 horas esperando la llamada del 112 para pedir ayuda, al parecer estábamos en la cola.

Todo sucedió muy rápido y el pánico se instaló en casa, en la habitación de mi hija mayor. “Una habitación con vistas”, o eso pretendíamos en nuestra desesperada huida del centro de Madrid.

Mi madre empeoró mucho en los siguientes cuatro días, saturaba muy bajo, dormía contínuamente (signo inequívoco de falta de oxígeno) y se encontraba muy mal. Ante la urgencia de la situación, mi hermana también se trasladó a mi casa.

Llamamos varias veces a Urgencias y acudieron en varias ocasiones, cada vez con diferentes “modelos” de protección frente al covid-19, más o menos aparatosos, según los recursos de cada uno, supongo. También con diferentes criterios y consejos, pero la decisión final era nuestra: trasladarla a un hospital y que estuviera sola sola, y quizá también dejarla morir sola, o mantenerla en casa rodeada de nuestro cariño, intentando ayudarla a sobrevivir. En resumen, optar por la ciencia o por el amor. ¿Cuál de las dos decisiones era más justa para ella? ¿Era justo para nosotros tener que elegir en el siglo XXI entre esas dos alternativas? Pánico, soledad, impotencia; la situación era indescriptible.

Y optamos por luchar por su salud en casa. Gracias a tres amigos médicos, entre ellos, una pediatra y una geriatra, que nos orientaron en todo momento, mi madre sigue hoy con nosotros. La casa se llenó de ruido de lavadoras continuas para bajar carga viral (¡lejía por doquier!), recetas, dosis y medicamentos, rutinas, guardias de noche, guardias de día, lágrimas y más lágrimas, sonrisas de ternura, miradas, silenciosas despedidas… Ahora que todo ha pasado, recuerdo que mi madre nos decía a mi hermana y a mí, que éramos las dos sus mamás y también dos ángeles. Y esto me lleva también a ese dicho gallego que recitaba mi marido cuando se acercaba a la habitación, con lágrimas en los ojos: “Unha vez vello duas veces neno” (una vez viejo, dos veces niño). También relacionado con esto, llama la atención que se unieran estas dos especialidades médicas, la que trata la fase inicial de la vida (pediatría) y la que se ocupa del final (geriatría), para salvar la vida de mi madre.

Estos días me han enseñado que el amor es poderoso, que trasforma hijas informáticas y administrativas en aprendices de médicos y enfermeras, a yernos magos en médicos de guardia. Sé que hay muchas dosis de amor que han influido en la supervivencia de mi madre. Pero también sé que han contribuido algunas “píldoras mágicas”, un aparato de oxígeno (que conseguimos de milagro), un pulsioxímetro (que consiguió mi hermano como el tesoro que es). Tampoco puedo dejar de mencionar a mis sobrinos, vecinos y amigos, que me facilitaron un tensiómetro y comida. Y, por supuesto, a mis otros tres hermanos, que desde la impotencia que les imponía la distancia, fueron apoyo incondicional a la hora de tomar importantes decisiones, para que nuestra madre siga con nosotros.

Como dice Lola, la muerte le tiraba de un brazo y nosotras del otro.

Los médicos nos dicen que le hemos salvado la vida, que mi madre está viva gracias a todo lo que hicimos y las decisiones que tomamos. A día de hoy sabemos que sí tuvo covid-19, pero en su día no nos hicieron la prueba de ninguna forma, a ninguno de los cuatro que vivimos aquel infierno. No lo entendemos.

Mediante unos test en un laboratorio privado, hemos confirmado que mi madre pertenece a ese 5% de españoles que tienen anticuerpos frente al coronavirus. Yo, mi hermana y mi marido, no hemos pasado el coronavirus.

Parece un escenario en espejo. En una habitación, en un lugar de la sierra de Madrid, las hijas nos hemos convertido en médicos. Y en los hospitales, los médicos han tenido que ser los hijos en muchos momentos. Nos hemos sentido tan desprotegidos como ellos. En una sociedad y en un sistema en el que nos sentíamos seguros, no hemos tenido las garantías que necesitábamos, pues el lugar al que acudes en caso de urgencia era quizá el peor de los destinos para un anciano. Nunca debió ser así, en una sociedad como la nuestra, no es aceptable la falta de previsión y de recursos.

Y ahora, aún en la misma habitación, con el sonido del oxígeno de fondo, ya sin mascarilla y viendo los ojos azules de Lola de nuevo brillar y sonreír, puedo cantar, ya sin atragantarme: Tutto va ben, tuto va ben… El estribillo de la canción que escuchaba todas las mañanas en Onda Cero y que me acompañaba a las 8:00, cuando hacíamos el “cambio de guarda”.

C’è la salute (tutto va ben), Che le persone anziane stian benone. Ahora solo falta que vuelvan nuestras tres hijas, a las que desterramos a otras casas ese día 13 y así poder crear un lugar sano y libre de virus para mi madre.


“Cuatro días de marzo”

Paloma Saralegui Muñoz / San Sebastián de Los Reyes

Mi historia seguramente no será la más impresionante, pero a mí me marcó y por eso quiero compartirla.

Acababa marzo y mi peor augurio se cumplió. Tras varios días raros, tuve que ingresar.

De repente la pesadilla era real para mí. Me encontré sola, angustiada y rodeada de miradas. Por culpa del “bicho”, las personas éramos miradas que se cruzaban. Miradas diferentes, suplicantes unas, llenas de miedo y angustia la mayoría, compasivas y llenas de amor las de los profesionales que nos cuidaban.

Primero estuve en una sala de espera llena de dibujos infantiles, la de pediatría, disfrazada de forma macabra por el virus. Luego me trasladaron a Ifema pabellón nueve, en un viaje difícil de olvidar por lo dantesco del escenario y sobre todo por el inmenso amor y entrega de los jóvenes de la UME y de Elena y Cristina, médica y enfermera, otras miradas maravillosas...

Me marcó llegar al pabellón nueve, sentarnos en la sala de admisión improvisada y esperar allí impresionada por tanto dolor yacente.

Cuando ya me asignaron cama tuve ocasión de consolar en su impotencia a una joven enfermera que tenía que ponerme una vía “imposible” porque el material que tenía no era el adecuado. Yo la animaba para que no tuviera miedo por mi dolor porque lo mío se pasaría, pero su impotencia volvería una y otra vez...

Después llegó un ángel, solo puedo recordar su mirada, su voz y el inmenso cariño que transmitía con sus palabras. Se tomaba su tiempo consolándonos a cada una de nosotras derramando amor y empatía.

Hubo muchas miradas cuidándome, miradas de los grandes profesionales jóvenes que han estado y están dejándose la vida por nosotros. Después tendremos que devolverles con creces nosotros tantas cosas... Que no olvidemos nunca esto. Yo estoy curada. Me llevé tanto cariño y dedicación, altruismo... tantas miradas...

Gracias Lidia, mi ángel, lo conseguiste, Cumplí mi promesa y no recaí... Tú, por favor, no cambies nunca.


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