Vuelven los 70
Hedonistas, subversivos, reivindicativos y feístas. De la pasarela a la política, industria y cultura ensalzan los valores estéticos y sociales de la década más denostada de la historia reciente.
Los setenta son el vello pectoral de John Travolta desbordando su camisa como Tony Manero; es la lámpara de lava de Craven Walker y sus untuosos liquidillos en eterno movimiento; es Farrah Fawcett y demás ángeles de Charlie acabando con la laca del planeta (y, de paso, con el planeta) a través de sus peinados wind blow; es el mostachón de Burt Reynolds… Es la década feísta por antonomasia… o eso nos habían dicho. Hoy la industria de la moda reivindica esos años; los museos los festejan; el cine los recrea… ¿Habremos estado engañados todo este tiempo?
Así lo creen las pasare...
Los setenta son el vello pectoral de John Travolta desbordando su camisa como Tony Manero; es la lámpara de lava de Craven Walker y sus untuosos liquidillos en eterno movimiento; es Farrah Fawcett y demás ángeles de Charlie acabando con la laca del planeta (y, de paso, con el planeta) a través de sus peinados wind blow; es el mostachón de Burt Reynolds… Es la década feísta por antonomasia… o eso nos habían dicho. Hoy la industria de la moda reivindica esos años; los museos los festejan; el cine los recrea… ¿Habremos estado engañados todo este tiempo?
Así lo creen las pasarelas. Los diseñadores han vuelto la vista atrás para reinventar las tendencias de la próxima primavera-verano: de la bohemia de Valentino al histrionismo callejero de Saint Laurent. Las cadenas de pronto moda, afirma la consultora Editd, ya han encargado la producción en masa de plataformas y pantalones acampanados. Pero hay más. Mucho más. No hay ciudad importante en el mundo que no haya tenido su retrospectiva museística dedicada a los setenta en 2014: Bruselas acogió Woman. The Feminist Avant-Garde of the 1970’s; Nueva York, Yves Saint Laurent + Halston: Fashioning the 70’s; París, una muestra sobre el artista Jeff Koons; Londres, sendas exposiciones dedicadas a Thea Porter (70’s Bohemian Chic) y Guy Bourdin (Image Maker); e incluso la neozelandesa Wellington, en las antípodas, The Age of Aquarius.
Abba
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Fuera de las galerías de arte y dentro de las salas de cine, directores como George Clooney (sobran las presentaciones) o James Gray (Two Lovers) no dejan de ensalzar la estética de esa década y Hollywood no ceja en su empeño por glorificar el periodo: Puro vicio, la nueva película de Paul Thomas Anderson, que se estrena en marzo, es la última, pero el año pasado ya tuvimos La gran estafa americana, todo un himno a los escotes profundos y la falta de sujetadores de la época y, hace tres, Argo fue la gran triunfadora de los Oscar. En 2009, los periodistas Dominic Lutyens y Kirsty Hislop ya previeron lo que iba a ocurrir y publicaron 70’s Style & Design (Thames & Hudson), un trabajo que se mantiene vivo a través de su blog. «El cine ha sido una fuente importantísima de esta recuperación. La época se ha reflejado desde 1997 con Boogie Nights (Paul Thomas Anderson) o, más recientemente, Mi nombre es Harvey Milk (Gus van Sant, 2008). Exhibiciones como la de David Bowie celebrada en el Victoria & Albert Museum durante 2013 (actualmente en Chicago) han despertado el interés por aquellos años en las nuevas generaciones».
En su ensayo destaca el logotipo, siempre en negro y oro, de una de las grandes protagonistas de entonces, Barbara Hulanicki. Diseñadora global, suya fue la firma del momento, Biba, y suyos los almacenes que todo el que era alguien debía visitar: Mick Jagger, Brigitte Bardot, Jane Birkin… Para Hulanicki, el sambenito de que los setenta fueron «la década en la que se perdió el gusto» es profundamente injusto: «No puedes ni imaginarte lo mucho que sufríamos a escala creativa, lo deprimente que era enfrentarte a una sociedad tan encorsetada. Éramos jóvenes, queríamos hacer cosas nuevas y las hicimos».
El sueño se ha acabado. Los comienzos siempre son duros pero, en el caso de los setenta, todavía más. En menos de 12 meses desaparecían tres de las grandes estrellas de su tiempo: Jimi Hendrix moría un 18 de septiembre de 1970; Janis Joplin, un 4 de octubre; Jim Morrison, un 3 de julio de 1971. Los tres por idéntica razón: sus sobredosis aumentaban el macabro Club de los 27, formado por estrellas de rock que fallecieron a tan temprana edad. Habían hecho mucho el amor y muy poco la guerra. Su desaparición supuso, de alguna manera, el despertar de la borrachera hippy, del idealismo de paz, amor y fantasía y, como si de la madre de todas las resacas se tratara, todo parecía, de golpe, feo a rabiar. Richard Nixon, presidente de Estados Unidos y, por lo tanto, el hombre más poderoso del mundo, dimitía por espiar a sus rivales en el edificio Watergate y mentir a los estadounidenses. Con semejante precedente, cualquiera se fiaba de unas instituciones que, además, tenían el planeta hecho unos zorros. Por cada buena noticia, tipo los acuerdos de paz de Camp David entre Israel y Egipto o el fin de la guerra de Vietnam, se multiplicaban las malas: la crisis del petróleo, la matanza del Domingo Sangriento en Irlanda del Norte, la guerra de Afganistán… y media Europa, de Alemania a Italia, estaba sacudida por las actividades terroristas de organizaciones como la Baader-Meinhof o las Brigadas Rojas.
Ali MacGraw y Robert Evans en Roma en 1971
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Sumidos en el caos, la letra de God, de John Lennon, el gran exhippy, resumía el sentir del momento, una especie de respuesta desencantada del The Times They Are A-Changing (Los tiempos están cambiando), del sesentero Bob Dylan: «No creo en Elvis / No creo en Zimmerman / No creo en los Beatles / Solo creo en mí / En Yoko y en mí / Esa es la verdad / El sueño se acabó / ¿Qué puedo decir?». Sin embargo, sin el espectáculo de tiempos pasados, sin las grandes manifestaciones de París en 1968 o de Washington en 1963 –con el mítico sueño de Martin Luther King–, algo se estaba moviendo. Los setenta serían individualistas, sí, pero con conciencia. El primer año de la década se celebró, por primera vez, el Día del Planeta en Nueva York y Filadelfia, un 22 de abril.
El compromiso ecológico se materializó de muchas y variadas maneras, del interiorismo a la arquitectura pasando por la moda y la popularización del vintage. Según Lutyens y Hislop, «un buen ejemplo fue Arcosanti, la ciudad que Paolo Soleri construyó en el desierto de Arizona. El ensayo de Victor Papanek Diseñar para el mundo real subrayó la importancia de una estética social responsable con el medio ambiente frente al consumismo de lo desechable; en el MoMA neoyorquino tuvo lugar la exposición Italy: The New Domestic Landscape, en la que se abogaba por el aprovechamiento del espacio con mobiliario modular y sofás cama como respuesta al aumento de la población y la erosión de la unidad familiar por el incremento de los divorcios. El concepto sostenible del reciclaje frente a la producción de nuevos objetos se reflejó en la adopción de ropa más funcional y la vuelta a los diseños de inspiración victoriana prerrevolución industrial…» Nueve años después de aquel primer Día del Planeta, en plena crisis del petróleo, el presidente de Estados Unidos Jimmy Carter se dirigió a la nación en el célebre Discurso del malestar con estas palabras: «Esta no es una buena ni grata noticia, pero es la verdad y un aviso de lo que puede ocurrir […]. Protegeremos el medio ambiente, pero si se llega a un punto crítico y el país necesita una refinería, la construiremos». La fortuna de su ecomensaje, desgraciadamente, cayó en saco roto, como han podido confirmar nuestros cuerpos recientemente, en el otoño más veroño de la historia desde 1880.
Sissy Spacek en Carrie (1976)
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Los derechos de las minorías. En 1970, además, tuvo lugar el primer Día del Orgullo (Gay) en Nueva York, un 28 de junio. Fue el despegue de la visibilidad del colectivo y el pistoletazo de salida para la reivindicación de la androginia, con ese David Bowie que se declaraba abiertamente bisexual en la portada del Melody Maker en enero de 1972. Los hombres descubrían el pintalabios, las mujeres llevaban pantalones y llovía purpurina en todos los escenarios. Y si Ziggy Stardust (su álter ego) o Freddie Mercury se acicalaban con rouge o se enfundaban en apretadas mallas de vinilo, Diane Keaton se ponía chaleco y corbata en la película Annie Hall (1977), de su novio Woody Allen. Cuando subió a recoger el Oscar a la Mejor Actriz por su personaje, siguió fiel a su estilo: lució una americana masculina de Giorgio Armani. Barbara Hulanicki tiene su propia teoría acerca del porqué de la ambigüedad de géneros: «Las clientas habían sufrido tanto en la guerra y la posguerra que todo el mundo era muy delgado. ¡Se parecían a las modelos de ahora!». Ella las vestía de negro («entonces, todo era marrón o gris»)… hasta que sus cuerpos cambiaron: «Llegó la comida basura y la píldora, y las mujeres empezaron a engordar. Tuve que adaptar mis patrones».
Faye Dunaway en Confesiones de una modelo.
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Sea como fuere, la normalización de las diferencias sexuales vino acompañada de la lucha por los derechos de otras minorías. Así, otro segmento de la población tradicionalmente ninguneado, el de las mujeres afroamericanas, pasó a ocupar el centro de atención del show business. Pam Grier lucía palmito en las películas de la llamada Blaxploitation, que mostraban héroes y heroínas de ébano batiéndose el cobre con explotadores (proxenetas y traficantes) blanquitos; Donna Summer se desgañitaba mientras se consumía de amor con su I Feel Love (1977) al ritmo disco de Giorgio Moroder; Beverly Johnson se llevaba la portada de Vogue USA (1974), en dura pugna con Lauren Hutton por ser la top del momento [era la primera afroamericana en conseguirlo; ocho años antes, Donyale Luna había hecho lo propio en la edición británica]; y Mounia entraba en el atelier de Yves Saint Laurent convertida en la exótica musa inspiradora del genio francés tras alzarse con el título de primera maniquí negra en desfilar para Chanel.
No fueron solo los afroamericanos. En 1973, Marlon Brando envió a recoger su Oscar por El Padrino a Sacheen Littlefeather, una activista apache… vestida de apache. Las reivindicaciones de los pueblos nativos norteamericanos tuvieron su repercusión en la moda. Muchos hippies regresaron en los setenta de sus viajes iniciáticos a India y el Lejano Oriente con prendas y combinaciones rara vez vistas en Occidente. «¿Te puedes creer que, hasta entonces, la mayor parte de británicos no viajaba ni siquiera a Europa?», cuenta una Hulanicki que, todavía hoy, no da crédito. Para Lutyens y Hislop, aquellos años sirvieron para forjar el mito de Japón como el lugar más moderno del planeta: «Diseñadores vanguardistas como Issey Miyake, Kansai Yamamoto y Kenzo Takada reinterpretaron la ropa tradicional japonesa de una manera contemporánea y novedosa», afirman.
Bianca Jagger (con traje de Halston) y Nathalie Delon.
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Las chicas de la tele. La pequeña pantalla también dio cuenta de los cambios del rol femenino. Lo hizo a modo de declaración estética: con Farrah Fawcett, del trío Los ángeles de Charlie, pegando pataditas con asombrosa agilidad pese a los kilos de laca que blasonaba (¿o será mejor decir glaseaba?) su cabello.… O con lo bien que se adecuaban al estilo bohemian chic las faldas de las Ingalls, protagonistas de La casa de la pradera, cuando las lucían urbanitas en la jungla de asfalto. Igualmente icónica fue Mary Tyler Moore, que dio un giro a la manera de entender el papel de la mujer en el trabajo con La chica de la tele. Aunque en España tuvo más éxito su spin off (Lou Grant), su aparición fue un shock mundial, y no solo por sus vestidos de estampados pop, sus abrigos de doble botonadura, sus minifaldas, o sus botas hasta la rodilla, sino también por el personaje que interpretaba: una treintañera independiente decidida a dejar atrás un desengaño amoroso y con un puesto de responsabilidad en una emisora de radio. Lo nunca visto (por lo menos en horario de máxima audiencia).
Precisamente la televisión colaboró, de forma decisiva, en la gran revolución que, si de moda hablamos, nos dio la década: el nacimiento y popularización de la moda pronta, de la que Barbara Hulanicki fue pionera a través de Biba. «Trabajaba como ilustradora en los desfiles, porque era más rápido que la fotografía. Iba a París a ver los diseños de Balenciaga, Dior y demás y, a mis 22 años, los odiaba. Pensaba que hacían ropa para mi madre, no para nosotras. Mi obsesión era conseguir que las tendencias estuvieran en la calle de una manera inmediata». Para cumplir sus sueños, Hulanicki montó una empresa de venta postal que, en 48 horas, era capaz de hacer llegar a las clientas los vestidos que las estrellas llevaban en televisión. Le fue tan bien que en 1974 abría unos grandes almacenes de siete plantas en la londinense Kensington High, en un edificio que, por su construcción art déco, tan del gusto de la diseñadora, encajaba como un guante en su propuesta. «El futuro parecía tan brillante… Al revés que en los sesenta, todos sabíamos lo que hacíamos. Nos profesionalizamos y organizamos como nunca antes había hecho la juventud. Y ganábamos dinero».
Johan Cruyff en el Nou Camp (1978)
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Argumentos que bien valen para repensar los setenta. Pero si había tantas cosas buenas, ¿por qué la década ha tenido tan mala prensa? Para el musicólogo Diego Manrique, «se ha simplificado groseramente: ha quedado como la edad del glam y de los grupos dinosaurios, de los que nos vino a salvar el punk.
Pero fue también una era imperial para el heavy metal, el country rock, los cantautores intimistas (de James Taylor a Cat Stevens), el kraut rock, el soul concienciado, el funk, el reggae, la salsa dura de Fania, el jazz-rock». Dominic Lutyens y Kirsty Hislop también creen que se ha caído en los estereotipos. «Se recuerda, básicamente, como una época naranja y marrón, de tejidos artificiales. ¡Nada más lejos de la realidad! Si hablamos de lo que se considera universalmente como buen gusto, aquellos años tuvieron para dar y tomar: de los diseños de muebles de Hábitat a los de ropa de Laura Ashley, pasando por el minimalismo de los utensilios de cocina de David Mellor. A nosotros, por otra parte, nos encanta eso que algunos llaman ‘el mal gusto setentero’: su gran diversidad y el reto a las convenciones que manifestaban sus creaciones rompedoras, la arquitectura posmoderna o el trabajo de Vivienne Westwood».
Debbie Harry, Blondie.
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El auténtico poso. Ante la marabunta revivalista, toca reflexionar sobre la influencia, hasta ahora no confesa, de aquellos días en nuestro presente. Dice Diego Manrique que hoy escucha glam en los lugares más inesperados, de los Black Keys a U2. «También detecto ecos del rock progresivo: había mucha música fascinante poco valorada hasta tiempos recientes». Para Lutyens y Hislop, su principal legado ha sido «enseñar a las personas a tener una actitud creativa, de háztelo tú mismo, en vez de seguir los dictados de la pasarela. Es la década en la que se pone de moda llevar ropa de segunda mano, en la que se desprecia el total look de la alta costura por un mayor eclecticismo». Hulanicki cree que «la clave está en la capacidad y las ganas de aprender de aquella generación. Todo era más sencillo porque todo estaba por descubrir». Tal vez ese sea el secreto mejor guardado de la época: gracias a esta, ahora, todo está por redescubrir.
Annie Hall (1977)
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Ramones
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