Un acto heroico, por Adela Cortina

Conectarse no es lo mismo que comunicarse. En realidad, no se parece apenas

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Hace unos días viví una experiencia muy curiosa. Una amiga impartía una conferencia en mi facultad y fui a escucharla. Al comienzo, la profesora que organizaba la jornada presentó a la ponente y, como es de rigor en estos casos, se explayó puntualizando sus méritos académicos y científicos, pero después vino lo sorprendente, porque destacó, como un mérito extraordinario, que, aunque no se conocían, siempre que se encontraban en el ascensor mi amiga la saludaba amablemente, le sonreía y se despedía con alguna palabra cordial. Esto le parecía a la presentadora completamente insólito y digno de...

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Hace unos días viví una experiencia muy curiosa. Una amiga impartía una conferencia en mi facultad y fui a escucharla. Al comienzo, la profesora que organizaba la jornada presentó a la ponente y, como es de rigor en estos casos, se explayó puntualizando sus méritos académicos y científicos, pero después vino lo sorprendente, porque destacó, como un mérito extraordinario, que, aunque no se conocían, siempre que se encontraban en el ascensor mi amiga la saludaba amablemente, le sonreía y se despedía con alguna palabra cordial. Esto le parecía a la presentadora completamente insólito y digno de toda clase de alabanzas.

La experiencia me dejó impactada. Que el saludo al cruzarse en una puerta, al encontrarse en el ascensor, al entrar en un pequeño comercio o al coincidir subiendo al autobús se haya convertido en un acto heroico, un acto que merece elogio, hace sospechar que estamos perdiendo la más elemental forma de relación con las gentes con que nos encontramos en la vida cotidiana.

Y así es. Rebobinando después de aquel día, empecé a recordar tantas y tantas situaciones en las que ni se miran las gentes que se cruzan, incluso las que van juntas por la calle. Las personas que van paseando y cada una está pendiente de su teléfono móvil, cosa que podrían dejar para cuando se separen, y aprovechar la ocasión de poder charlar con la que tienen al lado. Recuerdo un día en el que estaba tomando café con un amigo y, como era su cumpleaños, le llamaba gente continuamente para felicitarle; él les contestaba a todos y cada vez me dejaba colgada. No digamos ya los que están en una conferencia, en el teatro o en el cine, les suena el móvil y se ponen a hablar sin preocuparse por nadie.

Todo esto significa, creo yo, que está aumentando exponencialmente el número de lo que podríamos llamar «autistas voluntarios», de gentes tan pegadas al móvil, tan aferradas a los auriculares, tan pendientes de las noticias que les llegan de fuera, que son incapaces de relacionarse con la gente corriente y moliente que les rodea.

Y después se dice que vivimos en la Sociedad de la Comunicación, que gracias al prodigio de la informática podemos conectarnos con todos los lugares de la tierra. Pero conectarse no es lo mismo que comunicarse. Tanto no lo es que, en realidad, no se parece apenas.

Para comunicarse es preciso empezar por algo tan básico como darse cuenta de que hay otra persona, saludar y preguntar cómo va, aunque después venga aquello de: «Muy bien, ¿o te cuento?». No está de más desear un buen día, interesarse por la marcha de las cosas, despedirse al final. Y desde estas formas elementales de comunicación vamos subiendo hasta otras más llenas de contenido, hasta las que permiten compartir experiencias en profundidad, alegrías y sufrimientos, proyectos ilusionantes que podrían llevar a organizar una vida mejor para los cercanos y para los lejanos, sueños que nos necesitan a todos para hacerse realidad.

La comunicación auténtica, bien trenzada, hace que las gentes que viven su vida en primera persona del singular (yo) puedan vivirla también en primera persona del plural (nosotros), haciendo un mundo más humano. Pero para eso hace falta empezar por lo más básico, por hacer que no sea una rara avis la persona que, como mi amiga, simplemente saluda a quienes se encuentra en el ascensor.