El cierre de Topshop en Oxford Street marca el fin de una era: adiós a las compras como pasatiempo para la tarde del sábado
La pandemia ha dado el golpe de gracia a un negocio que ya rodaba cuesta abajo desde hace años. ¿Entre sus errores? No supo adaptarse a los cambios del mercado.
Como los minivestidos con medias tupidas, los zapatos peep toes o los pitillos con bailarinas, la tienda de Topshop en Oxford Circus, en Londres, ha pasado a mejor vida. Arcadia, el grupo dueño de la cadena británica, entraba en concurso de acreedores el pasado mes de noviembre; sus administradores anuncian ahora el cierre del buque insignia de 30.000 metros cuadrados (unos cuatro campos de fútbol) en la encrucijada entre las calles Oxford y Regent, la meca del shopping mundial...
Como los minivestidos con medias tupidas, los zapatos peep toes o los pitillos con bailarinas, la tienda de Topshop en Oxford Circus, en Londres, ha pasado a mejor vida. Arcadia, el grupo dueño de la cadena británica, entraba en concurso de acreedores el pasado mes de noviembre; sus administradores anuncian ahora el cierre del buque insignia de 30.000 metros cuadrados (unos cuatro campos de fútbol) en la encrucijada entre las calles Oxford y Regent, la meca del shopping mundial, la avenida comercial más transitada.
Atravesar las extensas puertas de aquella tienda, montarse en sus escaleras y perderse entre sus percheros era un rito de paso para cualquier adolescente amante de la moda que aterrizara en la capital británica durante los primeros dosmiles. En palabras de la periodista Amy O’Brien, Topshop era “una puerta de entrada a la moda urbana para los no iniciados. Pasábamos las tardes bebiendo batidos y probándonos toda la sección de liquidación. Aquello era la independencia”.
Pero los mileniales crecieron y la generación Z que vino después estableció sus propias prioridades entre las que no destaca el consumismo desenfrenado. En los últimos años las compras, como todo lo demás, se han polarizado: o ultra low cost o consumo responsable. Y Topshop no encaja en ninguna de las categorías. Así que la pandemia solo ha llegado para dar su toque final a un negocio que hacía aguas y había perdido el Santo Grial de cualquier marca de moda: la categoría de cool.
Porque hubo un tiempo en que Topshop era el epítome del cool londinense. La macrotienda que acogía a púberes rebuscando gangas también era capaz de atraer a las editoras de moda más influyentes, que siempre reservaban cita aquí para unas compras al aterrizar en la ciudad. Durante la semana de la moda de Londres, en los desfiles de su línea premium –Topshop Unique– era frecuente que se apretujaran en el front row Kate Moss, Anna Wintour o Alexa Chung. Y, cuando eran solo jóvenes promesas, Christopher Kane, Mary Katrantzou, JW Anderson o los chicos de Marques’Almeida colaboraron con colecciones cápsulas para la cadena. Cuando aquello ni se estilaba, el comercio de Oxford tenía hasta una sección dedicada a prendas vintage.
El abismo de la irrelevancia
El descenso probablemente comenzó con la partida de la directora de marca, Jane Shepherdson, y continuó con el hundimiento público del dueño de Arcadia, Philip Green. Dos hitos extremadamente vinculados y que aleccionan sobre muchos de los problemas de la enseña. Shepherdson fue la visionaria encargada de situar a la etiqueta entre las más deseadas. Dicen que a ella se le ocurrió vestir a los maniquíes de la tienda que ahora echa el cierre con dos camisetas de tirantes de colores superpuestas. Agotó decenas de miles en solo una semana e inventó una de las tendencias más recordadas de aquellos años. “Queríamos crear un lugar de fantasía, un sitio de ensueño para las chicas a las que les encantaba la moda. Creo que fue lo correcto en aquel momento”, contaba tiempo después. Pero todo cambió radicalmente cuando entró por la puerta Sir Philip Green y compró la marca en 2002, por 850 millones de libras. Shepherdson aguantó los modales de matón del multimillonario hasta 2007, cuando este cerró un acuerdo con Kate Moss para lanzar una colección cápsula sin consultarle. “Me di cuenta de que desde ese momento estaba dentro de Topshop y que nunca me libraría de él. ‘¿Quiero trabajar mano a mano con Philip Green?’, la respuesta era no”. Ella presentó su dimisión. “Me dijo: ‘Ah, Jane, no puedes hacer eso”, recordaba hace solo unas semanas en The Times. “Entonces le sonó el teléfono y cogió la llamada. Esto era muy típico, Philip siempre cogía el teléfono sin importar en qué reunión estuviera. Era muy irrespetuoso. Golpeé la mesa con el puño y grité: ‘¡No hagas eso! Renuncio. ¡Esto es muy grosero!’, así que colgó el teléfono y me dijo: ‘¿Lo es? Nadie me lo había dicho”.
Los modales de Green y sus injerencias no han sido los únicos problemas que el empresario ha traído a la compañía. Evasor profesional de impuestos (reside en Mónaco para evitar tributar en su país), ha sido acusado de producir en sweatshops (talleres ilegales que no respetan los derechos más básicos de los trabajadores), acoso sexual, racismo… o desfalco al fondo de pensiones de sus trabajadores el mismo año que se hacía con un discreto yate valorado en 100 millones de libras. Un magnate y triunfador hace un par de décadas, pero una joyita de jefe que no termina de encajar en el panorama post #MeToo. En 2013 Rihanna ganó una demanda en la que acusaba a la compañía de utilizar su imagen sin su permiso sobre una camiseta. En 2018 Beyoncé cortó la relación que tenía con el empresario a través de la firma Ivy Park. Y mientras la reputación de Green caía, se resentía la de Topshop.
Pero es que más allá de todos los escándalos en los que aparece el nombre de Green, la compañía no ha sido capaz de decantarse por una estrategia: ni hacer frente a los bajos precios de competidores como Boohoo o Primark, ni apostar por el desarrollo digital, ni volver a colocar a la cadena en lo más alto de las preferencias de moda de los consumidores. Tras analizar a la marca en 2017, la consultora Mintel concluyó que la mayor parte de los clientes la calificaban mayoritariamente como ‘cara’ y ‘sobrevalorada’, unos adjetivos que solo unos años antes eran ‘innovadora’ y ‘cool’. El resultado se plasma en las cuentas: si en 2013 el beneficio antes de impuestos era de 300 millones de libras, en 2018 se había reducido más de la mitad, a solo 122.
Una retahíla de despropósitos que culminan con el cierre definitivo de la flagship de Oxford. Un movimiento inmobiliario que alterará definitivamente el mapa del shopping. Porque volveremos a ir de tiendas y volveremos a viajar a Londres (ahora, con pasaporte), pero las compras nunca volverán a ser lo que fueron antes de la pandemia. Esa época, como la de las camisetas de tirantes de colores, ya pasó.