Testigos del cambio de rol de la mujer de los 70
Fueron pioneras en su forma de entender y defender el feminismo en una década crucial en nuestro país. Reunimos a ocho mujeres, profesionales e independientes, que recuerdan cómo marcaba el género en los 70.
A veces, cuando era niña, mi padre se reunía los domingos en casa con hombres interesantes con los que hablaba y hablaba, y yo nunca entendía por qué mi madre no se sentaba con ellos. Solo les servía los cafés», recuerda la actriz y directora teatral Magüi Mira. «Creo que fue entonces cuando, sin saberlo, empecé a preocuparme por la desigualdad de la mujer».
La carrera teatral de Mira (Valencia, 1945) arrancó a finales de los años 70 de la mano de La noche de Molly Bloom, el bello monólogo de James Joyce sobre una mujer insomne y sedienta de amor, que protagonizó bajo la di...
A veces, cuando era niña, mi padre se reunía los domingos en casa con hombres interesantes con los que hablaba y hablaba, y yo nunca entendía por qué mi madre no se sentaba con ellos. Solo les servía los cafés», recuerda la actriz y directora teatral Magüi Mira. «Creo que fue entonces cuando, sin saberlo, empecé a preocuparme por la desigualdad de la mujer».
La carrera teatral de Mira (Valencia, 1945) arrancó a finales de los años 70 de la mano de La noche de Molly Bloom, el bello monólogo de James Joyce sobre una mujer insomne y sedienta de amor, que protagonizó bajo la dirección de José Sanchis Sinisterra. El texto se convertiría en una especie de talismán para ella. «Es obvio que esta intifada silenciosa que pelea por la igualdad de las personas no ha terminado. En la vida diaria seguimos soportando disparates y resistiendo empujones que nos quieren hacer retroceder». Las últimas controversias que tienen a las mujeres como protagonistas la desconciertan. «Ahora resulta que estar enamorada como la infanta te convierte en irresponsable. Y si se trata de proteger la vida, si hablamos del aborto, ¿por qué no empezamos por la nuestra? ¿Por qué no defender a esos hijos que van a nacer para sufrir las torturas sistemáticas que generan las malformaciones? Las mujeres seguiremos abortando como toda la vida. Una y otra vez la hipocresía, la doble moral».
Aquella década fue también emocionante para la fotógrafa Pilar Aymerich (Barcelona, 1943), quien dio testimonio gráfico de los primeros signos visibles de la corriente feminista en España. «En esa época, yo ya asistía a reuniones con chicas del mundo de la cultura en las que contábamos nuestras historias personales para intentar establecer un ideario del incipiente movimiento que, en colaboración con otros grupos de trabajadoras, las asociaciones de vecinos y algunos partidos políticos, culminaron en las “Primeras Jornadas de la Mujer”», recuerda. En 1976, por ejemplo, su cámara fue testigo privilegiado de las históricas Jornades de la Dona celebradas en el Paraninfo de la Universidad de Barcelona. Por primera vez, después de 40 años de dictadura, salían a la luz pública aquellas reivindicaciones.
Hoy, cuando algunas de sus ayudantes repasan su archivo y descubren las fotografías de aquellas féminas le preguntan: «Ah, ¿pero tú eres feminista?». «Como si yo no diera el perfil de señora fea, mal vestida y con bigote que siempre se ha asociado a las protagonistas de este movimiento. Una mujer tipo cardo borriquero. Es sorprendente cómo este estereotipo ha llegado hasta nuestros días», dice Aymerich.
De izq. a dcha. Nativel Preciado, periodista y escritora; Carmen Posadas, escritora; Amelia Valca?rcel, filo?sofa y miembro del Consejo de Estado; y Magu?i Mira, actriz y directora teatral
Manuel Outumuro
Ella también tiene un recuerdo muy claro de qué provocó en su interior un cambio de conciencia. Como muchas chicas de su generación, tuvo una educación religiosa que le adjudicaba un papel subsidiario de antemano. «Creo que, sin saberlo, empecé a ser feminista en el colegio de monjas», recuerda. «Entonces tuve la intuición de que existía un mundo que me era ajeno. No entendía por qué tenía que estar bordando todo el día cuando lo que me gustaba era leer, ir al cine y que me educaran para aprender a vivir y ser adulta». Por eso hoy, tras haber sentido de cerca el pulso de tantas reivindicaciones, no se conforma. «En esa época se lograron cambiar muchas leyes discriminatorias. Pero sigue existiendo machismo en los comportamientos. Es inaceptable, por ejemplo, la cantidad de mujeres que sufren maltratos hoy en día», denuncia.
Yes que, en lo relativo a los avances del latir feminista, «nada parece nunca sólido o consolidado». Así lo afirma Amelia Valcárcel (Madrid, 1950). La filósofa y miembro del Consejo de Estado es una de las voces más curtidas en la lucha por la igualdad de género. En casi todos los frentes. «Mi toma de conciencia tuvo lugar en la adolescencia. Yo lo viví como un malestar fruto de una situación injusta que no tenía ni nombre. Era como estrellarse una y otra vez contra un muro. Ahora, se supone que esta batalla es tan natural como que haya luz eléctrica. No interesa ver que es frágil y que forma parte de una escalera muy alta. Yo a eso lo llamo “espejismo de la igualdad”».
El modo en que han prosperado tantos cambios hasta hoy es definido por la periodista y escritora Nativel Preciado «como una línea ascendente sin interrupciones». «Aunque ahora no sucede así», medita. «A veces ese progreso se para y entra el desánimo. Da la impresión de que el esfuerzo de tantos años, de siglos, no ha servido para nada. Pero es una falsa alarma que surge siempre en momentos de crisis como el actual. Nunca conseguirán devolver a las mujeres al redil».
En sus inicios profesionales, Nativel (Madrid, 1948) colaboró en una de las publicaciones pioneras del feminismo en España, la revista Vindicación Feminista. «Allí aprendí mucho. Entre otras cosas, que yo podía permitirme el lujo de ser moderada gracias a los excesos que habían cometido las pioneras más radicales. Si no hubiera sido por ellas, por su valor, por lo mucho que arriesgaron en la lucha, yo no habría conseguido ejercer mis derechos», subraya con ánimo.
Derecho a la educación, al voto, a igualarse con los hombres ante la ley, a poder utilizar métodos anticonceptivos o elegir la maternidad en el momento en que se desea tener un hijo… Quizá por eso le preocupa que, de alguna manera, las nuevas generaciones muestren un estado de cansancio y vean esta pugna como una cosa del pasado. «Hace poco tiempo las cosas no eran así. Cuando las jóvenes comprueben que en la sociedad aún coexisten muchos intereses para privarlas de sus derechos adquiridos serán conscientes de que la causa no está anticuada», afirma Nativel. «Este movimiento tuvo una razón de ser para sus madres y la tendrá para ellas. Si bajan la guardia, se quedarán sin esas libertades que tanto esfuerzo costó conquistar. Para mantener nuestros derechos, hemos aprendido que debemos defenderlos todos los días».
Teresa Gimpera en los 80.
Getty Images
Pero vivir esta revolución feminista en primera línea, portar las pancartas en la calle, no fue la única forma de apoyarla. Hubo mujeres que incluso, sin pretenderlo, se convirtieron en un símbolo de la aspirada libertad.
En 1967, el director Jordi Grau reunía en la pantalla a Teresa Gimpera (Igualada, 1936) y Serena Vergano (Milán, 1943) para su película Una historia de amor. Dos rostros luminosos de aquella Barcelona que emergía como una isla del tesoro –de la libertad y la cultura– en la España franquista. «Cuando llegué a Barcelona para rodar una película», recuerda Serena Vergano, «tuve la suerte, gracias a Francisco Rabal, de conocer a un grupo de intelectuales entre los que estaban el escritor José Agustín Goytisolo, el cineasta Joaquim Jordà y el arquitecto Ricardo Bofill, de quien acabaría enamorándome».
La joven actriz italiana se convirtió en la imagen de ese cine esteticista y de vocación de Arte y Ensayo que se rodaba en la ciudad. «Yo nunca me sentí discriminada por ser una chica en aquel ambiente intelectual y de izquierdas. A pesar de que la sociedad española en general mantenía unos comportamientos muy conservadores, en aquellos círculos barceloneses se respiraba libertad y, sobre todo, muchas ganas de vivir», recuerda Serena.
Atrás quedó su participación en el histórico montaje de Marat-Sade, de Adolfo Marsillach, o sus películas junto a Raphael y Joan Manuel Serrat. Fundadora del Taller de Arquitectura de Ricardo Bofill, ahora se ocupa de la dirección de publicaciones del estudio de su exmarido. «Es verdad que no he ejercido ninguna militancia feminista como otras amigas mucho más comprometidas, pero siempre he mostrado mi apoyo cuando ha hecho falta», apunta. Y no se muerde la lengua si se trata de hablar de polémicas como la reciente aprobación de la nueva ley del aborto. «Me parece vergonzoso lo que está haciendo el gobierno del PP con esta cuestión».
La Barcelona que Serena vivió, en la que se cruzaban modelos y fotógrafos, editores y cantautores que cantaban Al vent (Raimon) o La tieta (Joan Manuel Serrat), fue la misma en la que aterrizó Teresa Gimpera. «Mi entrada como modelo al mundo de la publicidad fue por azar, como después mi debut en el cine». Ella pasó de ser un ama de casa normal a «la chica de la tele». Después, su carrera como modelo la llevó al mismísimo Nueva York para desfilar con Pertegaz y se convirtió en objeto de deseo de los nuevos cineastas de la Escuela de Barcelona. «Yo formo parte de una generación para la que el destino natural era casarse y tener hijos, como fue mi caso. Pero mi suerte fue que la casualidad hizo que iniciara una carrera profesional que me ayudó a construirme como mujer e hizo posible mi autonomía personal».
Su sofisticado físico encajó tanto en el llamado cine de autor como en la comedia española poblada de maridos adúlteros y novios celosos. Pero fueron las fotografías de Leopoldo Pomés, Colita y Xavier Miserachs las que acabaron codificando su imagen como un símbolo de la mujer moderna en la España franquista. Todo, repite ella una y otra vez, sin pretenderlo.
La actriz Serena Vergano, musa de la Escuela de Cine de Barcelona. ?
Getty Images
¿Alguien no recuerda la publicidad de la famosa discoteca La Boîte Bocaccio, en la que el fotógrafo Xavier Miserachs la inmortalizó, sensual y desafiante –exhibiendo su desnudez hasta donde permitía la censura– y tatuada con el logo del club? Era 1967 y Miserachs fijaba así un icono que proclamaba una sexualidad libre y sin yugos.
Otra catalana ajena al imperativo de los estereotipos fue Beth Galí (Barcelona, 1950). Ella cambió las ciencias exactas por la arquitectura, una profesión en la que la presencia femenina hace unas décadas resultaba excepcional (en el curso 1975/1976 el porcentaje de mujeres que accedía a Estudios Técnicos Superiores era de un 5%). «Me fascinaban más las matemáticas, hasta el punto de que antes de ingresar en la Escuela de Arquitectura de Barcelona estudié dos años de exactas. Así que me encontré haciendo arquitectura sin saber si me gustaría o no», cuenta. Pero la suerte estaba de su parte. «Me movía en un entorno muy favorable. Pero el hecho de que fuera una carrera poco frecuentada por mujeres jamás me preocupó y, por descontado, nunca me sentí discriminada».
ABeth Galí le gusta recordar una frase de la escritora Rosa Chacel sobre la cuestión feminista. «Ante la pregunta de rigor, “¿Qué piensa usted del feminismo?”, ella siempre contestaba: “Con el socialismo me basta”. Pues eso es lo que pienso yo. En general, creo que los partidos de izquierda son los más preparados para resolver los problemas sociales. La integración laboral de la mujer y los problemas que comportan hay que resolverlos desde los ámbitos sociales, como ocurre con la pobreza, la soledad de la gente mayor, la integración de la inmigración, la aceptación de la homosexualidad, etc. Y como tal, hay que combatir para que deje de ser un problema». Para Beth Galí, lo crucial ahora es «que las mujeres no están solas, también hay hombres dispuestos a pelear por ellas».
Con ese mismo espíritu igualitario afronta la realidad la escritora Carmen Posadas (Montevideo, 1953). La uruguayo-española tampoco fue consciente de la adjudicación a priori de ese papel secundario hasta la adolescencia. «Quizá porque provenía de un ambiente familiar muy liberal donde no había diferencia en el trato entre ambos sexos», dice. Pero su llegada a la residencia «de señoritas» de un colegio de Oxford cambió su mentalidad. «Aquello supuso la revelación de un modelo de sociedad discriminatorio».
Posadas cuenta lo sorprendente que fue para ella vivir de cerca los cambios de una sociedad española en la que la principal conquista de una fémina era encontrar el mejor partido posible y llevarlo al altar. «Afortunadamente, las cosas han cambiado, para nosotras y para ellos, porque creo que realmente están haciendo un esfuerzo. Intentan ayudar en casa, ser mejores padres… Pero han sido siglos y siglos de dominación masculina. Existe, por lo tanto, un machismo residual que es muy difícil de erradicar y que salta cuando menos te lo esperas».
Ella entiende, «en parte», que muchas jóvenes no se identifiquen con este movimiento. «Yo no me considero feminista sino posfeminista. No me gusta el feminismo «hembrista» que afirma: “Nosotras somos estupendas y ellos son unos torpes o unos abusadores”. Por supuesto que sigue existiendo ese machismo residual o real, pero echarle la culpa al mundo, a los hombres o al sursum corda no soluciona el problema».