¿Sacrificar el cuerpo para salvar la mente?

Los antipsicóticos de segunda generación hacen engordar en tiempo récord y se asocian a diabetes y colesterol

Mirta Rojo

Elena Briongos, resuelta y llena de energía, 49 años y un trastorno bipolar desde hace más de 30. No tiene la vida que soñó, pero ha conseguido sentirse a gusto en su piel. «Mi enfermedad me ha enseñado a conocerme mejor». Equilibrio podría ser una buena palabra para definirla. Ahora está bien, pero para llegar a esta conclusión no habría sido necesario hablar con ella. Habría bastado comparar una foto actual suya, que diera fe de sus 58 kilos, con otra tomada en su última crisis, hace ocho años, cuando el cóctel farmacológico que la estabilizó la hizo ponerse en más de 70 kilos en dos seman...

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Elena Briongos, resuelta y llena de energía, 49 años y un trastorno bipolar desde hace más de 30. No tiene la vida que soñó, pero ha conseguido sentirse a gusto en su piel. «Mi enfermedad me ha enseñado a conocerme mejor». Equilibrio podría ser una buena palabra para definirla. Ahora está bien, pero para llegar a esta conclusión no habría sido necesario hablar con ella. Habría bastado comparar una foto actual suya, que diera fe de sus 58 kilos, con otra tomada en su última crisis, hace ocho años, cuando el cóctel farmacológico que la estabilizó la hizo ponerse en más de 70 kilos en dos semanas. Engordar mucho y rápido es quizá la consecuencia más llamativa de determinados antipsicóticos, y una de las que más preocupa a los pacientes. Pero merece la pena, según dice convencida Elena, quien reivindica su papel activo en su enfermedad, la posibilidad de tener voz, correcta información y un diálogo fluido con su facultativo. «Debemos tomar las riendas de nuestra vida», reclama.

Es lo que José María Sánchez Monge, presidente de la Confederación Española de Agrupaciones de Familiares y Personas con Enfermedad Mental (Feafes), denomina «empoderamiento del paciente». Es posible tener una vida normal, siempre que se cumplan algunas condiciones: unos hábitos saludables (el estrés y los tóxicos no son buenos compañeros de la enfermedad mental); una atención básica que no se reduzca a la medicación, sino que incluya terapias psicoeducativas y relacionales; y rehabilitación social y laboral cuando sea necesario. Lleva tiempo. Dos, cinco, siete años, según alerta Sánchez Monge. La crisis puede llegar, boicotear el trabajo realizado y obligar a empezar de nuevo. Aunque, «si hay continuidad, lo perdido se recupera antes», alienta. «Es como caer en un pozo, cuanto más profunda es la caída, más cuesta salir», compara. Pero se sale. Y el enfermo vuelve a su rutina como director de oficina, como periodista, como administrativo.

El 9% de la población podría padecer un problema de salud mental a lo largo de su vida, según datos de Feafes. Y, no vamos a negarlo, en el proceso de sanar la mente, el cuerpo sufre. «Un primer grupo sería el de las enfermedades psiquiátricas comunes, los trastornos de ansiedad y depresión», clasifica Jerónimo Saiz, jefe de Psiquiatría del Hospital Ramón y Cajal y presidente de la Sociedad Española de Psiquiatría. Se tratan, sobre todo, con ansiolíticos –Valium, Lexatil, Orfidal–, que «provocan sedación, pérdida de reflejos y trastornos de la memoria; y a medio o largo plazo, terminan produciendo dependencia», describe. Y con antidepresivos tipo Prozac, la pastilla de la felicidad, que también se utilizan para abordar «estrés, fobias, incluso obsesiones», enumera el psiquiatra, y que pueden causar molestias gastrointestinales o apagar la libido. Pero los mayores efectos aparecen cuando llegamos a las patologías más graves como esquizofrenia, trastorno bipolar, trastornos mentales ansioso-depresivos y entran a escena los neurolépticos o antipsicóticos, que controlan los delirios y las alucinaciones.

El primero, la clorpromarcina, apareció en 1957. «Su efecto principal es el bloqueo de receptores de dopamina (D2). Por sus propiedades tranquilizantes, se administró a esquizofrénicos agitados en el Hospital Sainte-Anne (París)», recuerda Francesc Artigas, director del departamento de Neuroquímica y Neurofarmacología del CSIC. Fue un éxito, así que en los años siguientes se sintetizaron nuevos fármacos con las mismas propiedades. Son los de primera generación o clásicos –como el haloperidol–, que se siguen prescribiendo. A Elena se lo recetaron en su primera crisis, diagnosticada erróneamente como psicosis paranoide o esquizofrénica, ya no se acuerda. Le causó temblores, convulsiones, problemas motores, visión confusa. «Síntomas análogos a la enfermedad de Parkinson», compara Artigas. Y, en algunos casos, hiperprolactinemia: exceso de prolactina, hormona responsable de la secreción de leche.

Hasta que en 1970 se descubrió la clozapina, «el mejor fármaco antipsicótico existente», según el científico, y cabeza de serie de la segunda generación: los atípicos, que actúan igual, pero sin las complicaciones de sus predecesores. Son las estrellas del momento (en 2006 representaban el 70% del total de antipsicóticos recetados en España). No la clozapina, muy restringida porque puede desencadenar una agranulocitosis (reducción de glóbulos blancos), sino otros más recientes como la risperidona, que causa los mismos problemas motores que los clásicos a poco que se vaya la mano con la dosis. Y la olanzapina, que hace engordar en tiempo récord y se asocia a colesterol, diabetes e hipertensión. Parece, no está claro, que interfiere en los mecanismos que regulan el apetito. Mientras que los antidepresivos solo actúan sobre el transportador de serotonina y sus síntomas adversos se pueden tratar fácilmente (Primperan para los vómitos; dopamina para el deseo sexual), los antipsicóticos son «muy sucios, tocan 8 o 10 receptores distintos», reconoce el investigador, lo cual enmaraña las posibilidades de reducir sus daños colaterales.

Una persona en tratamiento de salud mental ingiere una media de tres fármacos y cinco pastillas al día, según un estudio coordinado por el Clinic de Barcelona. «Puede parecer bastante, pero con eso muchos pacientes disfrutan de una vida normal, lo que compensa el sacrificio», recuerda Eduard Vieta, médico consultor del hospital e investigador principal de la red de investigación de salud mental Cibersam. Vieta augura que en un futuro los fármacos serán sustituidos por otras técnicas, pero hoy son imprescindibles. E insiste en que la medicación, las citas con el psiquiatra y la terapia son compatibles con tener un trabajo e hijos. «El embarazo se debe planificar para ajustar la dosis y hacer un seguimiento, incluido el postparto, que es una época de riesgo», manifiesta. El tratamiento agudo inicial, con el que se combate una crisis, es el que más efectos adversos conlleva. «Los minimizamos bajando la dosis, tratando los síntomas con otros fármacos o cambiando la medicación», apunta. Hay que ofrecer pautas de alimentación y estilo de vida para paliar el aumento de peso y hacer chequeos periódicos: peso, azúcar, tensión, colesterol.

A los 18 años, Elena empezó a pasar las noches en blanco. Cambiaba frenéticamente de actividad, leía, escribía, daba largos paseos. Sus padres creían que se drogaba. Ella se sentía eufórica. Los especialistas tardaron 12 años en dar con el diagnóstico correcto: trastorno bipolar. Ha tenido crisis depresivas, pero la mayoría han sido maníacas. Su último ingreso fue voluntario. Engordó. «Lo sabía, todos lo sabemos, pero era necesario. Cuando me encontré mejor me controlé en las comidas y cogí la bici. Adelgacé». Entra y sale con sus amigos, es cuidadora de su padre y presidenta del colectivo de personas con enfermedad mental de Aranda de Duero (Burgos).Visita al psiquiatra cada seis meses, se hace análisis. Todo en orden. Para mantenerse estable toma litio (que al principio le daba sed y ganas de orinar, hasta que su organismo se fue habituando) y medio antipsicótico al día. «Si una aspirina tiene efectos secundarios, ¡imagínate un medicamento que intenta modificar lo que tu cerebro piensa!». Lo da por bueno.

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