Princesas saudíes, las ‘yonquis’ de la moda
Millones de euros en alta costura, tratamientos de belleza y estancias de lujo. Sometidas a una vida de reclusión y prohibiciones en su país, las princesas saudíes convierten el gasto desmedido en una huida hacia adelante.
Hay que ser muy rumbosa para irse de un hotel sin pagar. Pero intentar hacer un sinpa en el Palacio Hotel Shangri-La de París, a las tres de la mañana, con una cohorte de 60 personas, decenas de baúles y dejando una deuda de seis millones de euros esperando pasar desapercibida… es para rendirse ante la evidencia de que Maha Al-Sudaïri tiene la cara tan dura que es digna de perplejidad. Máxime cuando no era la primera vez que la princesa saudí –exmujer del fallecido príncipe heredero Nayef bin Abdelaziz Al Saud– intentaba marcharse dejando la cuenta sin pagar de un hotel parisino....
Hay que ser muy rumbosa para irse de un hotel sin pagar. Pero intentar hacer un sinpa en el Palacio Hotel Shangri-La de París, a las tres de la mañana, con una cohorte de 60 personas, decenas de baúles y dejando una deuda de seis millones de euros esperando pasar desapercibida… es para rendirse ante la evidencia de que Maha Al-Sudaïri tiene la cara tan dura que es digna de perplejidad. Máxime cuando no era la primera vez que la princesa saudí –exmujer del fallecido príncipe heredero Nayef bin Abdelaziz Al Saud– intentaba marcharse dejando la cuenta sin pagar de un hotel parisino.
La situación apuntada sucedió el pasado 27 de junio, seis meses después de que Maha Al-Sudaïri llegase al Shangri-La y privatizase su séptima planta para ella y su tropa. A razón de 20.000 euros la noche. Más seis meses de arrasar en las exclusivas tiendas de la capital francesa a bordo de una flota de coches de superlujo –la empresa de alquiler de vehículos Cinquieme Etoile le reclama 1,5 millones de euros de deuda– para adquirir joyas, ropa, complementos y antigüedades por un valor estimado de más de 10 millones de euros, que iba guardando en tres depósitos a las afueras de París y que recientemente un juez ha embargado para pagar a sus acreedores.
Por supuesto, los establecimientos conocían la querencia por los cheques sin fondos de la princesa. Pero la dejaban hacer, ya que sabían que antes o después alguien del Reino se haría cargo de las deudas y así evitaban el enfrentamiento con un miembro de la casa de los Al-Saud, protegidos además por la inmunidad diplomática. Dicha familia cuenta con unos 10.000 príncipes y princesas, aunque la cifra exacta es secreto de Estado. Son los propietarios del país –una dictadura religiosa muy poco discreta; sátrapas, les llaman algunos– y de las reservas petrolíferas que hacen de Arabia Saudí el primer exportador de crudo del mundo. Y a su élite, una de las más afortunadas y manirrotas del planeta.
Sin embargo, no todas las princesas saudíes tienen tan mala fama como Maha Al-Sudaïri. La mayoría de ellas son extremadamente discretas y las más mediáticas, como la exprincesa y coleccionista de alta costura Mouna Ayoub –socialité afincada en París desde que se divorció de Nasser Al-Rashid–; la princesa Amira, cuarta esposa del más occidental de los príncipes árabes –Waleed Al-Taweel–; o las habituales de los desfiles de París como Basmah bint Saud y Deena Abdulaziz, quien además es propietaria de una boutique de lujo en Riad, son los escasos exponentes conocidos de la belleza y la elegancia del Reino. Pero si en algo coinciden todas las princesas, más o menos expuestas a los focos de la prensa, es en que son adictas a la moda y por ello son las clientas perfectas. Llegan, se lo compran todo y se marchan mientras un sirviente paga la cuenta.
Corbis
«Normalmente, un miembro de la seguridad y la persona que se encarga de los asuntos más mundanos de la princesa entran primero en la boutique», explica Pierre, antiguo asistente de una princesa de «muy alto rango» que exige mantener su anonimato a cambio de relatar a S Moda algunas intimidades de la realeza saudí. «Después entra la princesa con sus ayudantes más cercanos, a quienes atiende la persona de más responsabilidad de la tienda y que, básicamente, les da lo que quieren cuando quieren. Normalmente aprovechan que están en París para comprar todo lo que necesitan para un año, por lo que en cada tienda pueden gastar decenas de miles de euros en ropa y complementos, pero sobre todo en zapatos y vestidos de noche».
¿Hay mucha rivalidad entre las princesas por ver quién está más a la moda? «Sí, sobre todo en los niveles altos de la jerarquía. La mayoría están cortadas por el mismo patrón, aunque también hay a las que les da igual la moda, por supuesto».
París se convierte en una boutique gigante, en un patio de recreo de oro y brillantes en el que las princesas se dejan llevar por placeres dignos de sus títulos nobles. Pero no solo se trata de vaciar las estanterías de Prada, Elie Saab, Dior, Hermès, Louboutin o Balenciaga, sino también de visitar los salones privados de las joyerías más prestigiosas de la Place Vendôme –enloquecen por Chaumet y Cartier– y de acceder al colmo del lujo: la alta costura. Se especula que alrededor de un tercio de este tipo de ventas acaban en Arabia Saudí o en los Emiratos Árabes Unidos, lo cual no es de extrañar si se tiene en cuenta que el número de bodas y fiestas privadas en las que se reúnen solo las mujeres, prácticamente cada noche del año, en aquellas tierras es numerosísimo.
El que fuese director creativo de una de las grandes casas de moda parisienses durante más de 10 años –y que también solicita no revelar su nombre– explica a S Moda su experiencia con las princesas árabes en el mundo exclusivo de la alta costura: «Son encantadoras y de trato muy sencillo. Además, si te llevas bien con una, enseguida vuelve con su madre, su tía, su prima… Siempre van a por las piezas más potentes de las colecciones, los vestidos con más personalidad, y se llevan todo el conjunto. Les encanta la lencería y van totalmente pertrechadas de arriba abajo. ¡No se privan de nada!».
Mucho más que moda. A las pruebas con los grandes modistos de París y las compras sin fin en la Avenue Montaigne y en Faubourg Saint-Honoré se suman tratamientos en los centros de belleza más exclusivos –Carita, el Spa Dior del hotel Plaza Athenée, el Clarins del hotel Royal Monceau o el del Bristol, gestionado por La Prairie, son sus favoritos–, cenas y soirées en los clubs de moda y largos paseos por los Campos Elíseos, donde aprovechan para ir al cine y disfrutar de la libertad vigilada –siempre están acompañadas–, y de sentirse casi normales. Algo a lo que no están acostumbradas estas mujeres, que viven segregadas y sometidas a la extremista versión wahabi del islam en su país, donde no pueden mezclarse con personas del sexo opuesto y llevan una vida de semirreclusión.
«Se puede pensar que cogen el avión privado cuando quieren, pero no es así», explica Pierre, nuestra fuente anónima desde Riad. «Para salir del Reino tienen que pedir permiso al hombre de la casa y, además, los jets solo los tienen las personas mayores; la madre de la princesa para la que yo trabajaba, por ejemplo, y los miembros de la familia real con mayor rango. Nosotros viajábamos habitualmente con líneas aéreas comerciales, ella y su acompañante en primera clase y yo en preferente. Pero sí es cierto que a veces usábamos el avión privado y he de decir que es muy cómodo. Aunque si quieres ver una película te la tienes que llevar tú», apunta con humor Pierre.
Shangri-La Hotel de París La suite imperial que fue el apartamento personal del príncipe Ronald Bonaparte, sobrino de Napoleón, des- tino habitual de las princesas
D.R.
«Luego, lo más habitual es que se queden en las casas que ellos poseen o en la de algún familiar en París [mansiones que ocupan solo durante un par de semanas al año], y más raramente en algún hotel de lujo, sobre todo en el George V o en el Crillon, ambos de propiedad saudí. Pero aun con sus limitaciones, este estilo de vida les trastoca totalmente el ego. Les da ese sentimiento de quiero lo que me da la gana ahora, ni un minuto después. Las mujeres en Arabia Saudí tienen muy pocos derechos, aunque las princesas sí tengan más libertad, por lo que no pueden expresar su identidad de una forma natural. En último término, son propiedad de sus maridos, y utilizan la moda como válvula de escape. Es la única manera de mantener su propia individualidad e identidad».
Desde la otra punta del mundo, Los Ángeles, nos atiende Jayne Larson, actriz y escritora –autora de Driving the Saudis, publicado el año pasado por Simon & Schuster– que nos relata su experiencia de siete semanas conduciendo para una de las familias reales saudíes que se encontraban de vacaciones en Beverly Hills, encargo que aceptó en un momento en el que no tenía trabajo. «Solo conduje para las mujeres, ya que no tuve casi acceso a los hombres, quienes ni siquiera me miraban a los ojos. Ellas se dedicaban a ir de compras y al cirujano plástico, y se gastaban literalmente cientos de miles de dólares al día. Limpiaban las tiendas de Rodeo Drive, ¡las dejaban vacías! Al día siguiente regresábamos a la misma calle y volvían a llevarse todo. Ni siquiera se probaban lo que compraban, lo metían en bolsas y después en una furgoneta que iba hasta los topes en la comitiva de limusinas. He estado rodeada de gente con mucho dinero, pero nunca había visto algo así. Compraban sin ningún tipo de miramiento por el precio, que pagaban sus asistentes con billetes de 100 dólares, siempre en metálico».
Territorio español. También en nuestro país hemos podido comprobar cómo se las gasta la realeza saudí. Marbella es uno de sus destinos favoritos, y en la localidad malagueña se les espera como agua de mayo en las épocas de vacaciones. «Actualmente sus visitas no son tan masivas como las que experimentábamos hace 10 años», explican desde AcoBanús, la asociación de comerciantes de Puerto Banús, «pero siguen viniendo con frecuencia, ya que muchos tienen radicadas sus segundas residencias o viviendas de veraneo aquí». No es complicado encontrar en la hemeroteca ejemplos de los excesos y el modus operandi de los saudíes en la ciudad andaluza, donde a ellas se las conoce como las princesas Vuitton. Un nombre que hace justicia a su realidad, ya que ciertamente son reinas, dueñas y señoras de las boutiques que visitan, pero no de su propio destino, como explicaba Pierre, nuestro hombre en Riad. Idea que subraya Jayne Larson: «Sus vidas están tan confinadas que comprar a lo bestia o someterse a continuos retoques de cirugía estética que no necesitan es su forma de sentir que tienen algún control sobre su entorno. Esto no quiere decir que no les gusten las cosas bonitas, como a todo el mundo, pero sobre todo vi que poder entrar libremente en una tienda y hablar con los vendedores y expresar sus gustos era una manera de destaparse.
Y para las princesas más jóvenes, las que tenían unos 15 años, simplemente caminar por la calle, vestidas a la manera occidental, en una sociedad abierta, les resultaba increíble, podías verlo en sus ojos. Deambular por un centro comercial era para ellas lo máximo. No solo para comprar, ya que hasta de eso se cansaban, sino porque querían estar rodeadas de gente sin ninguna cortapisa, mezclarse. Ir al cine, por ejemplo. En ocasiones iban una y otra vez a ver el mismo filme solo para estar en el cine, porque en el Reino no están permitidos. Pueden ver cintas en sus palacios, pero, al fin y al cabo, eso no tiene nada que ver con la experiencia de disfrutar de una película rodeadas de otras personas».
Querer ser normales y jugar a conseguirlo comprando como el que traga un plato exquisito sin saborearlo. Vivir para gastar y gastar para vivir, rodeadas del lujo más exclusivo. Ese es el sueño de las princesas saudíes. Imaginando que su destino no está escrito en letras de oro negro, discriminadas y reprimidas y, sin embargo, abanderando como única posibilidad de rebeldía el hacer saltar la caja registradora de una boutique. O irse sin pagar de un hotel.