Un día esto será una historia divertida
La historia de Nueva York es también la historia de la gente que ha enloquecido con dos plagas urbanas que asaltan los hogares como si se tratara de una maldición bíblica: los ratones y las cucarachas.
El primer ratón apareció la noche antes de que me quedara sola en el apartamento, en el que normalmente convivo con dos amigas. Fue tan veloz al asomar la cabeza entre los fuegos donde cocinamos, que creímos que lo habíamos imaginado. Pero al cabo de unos minutos, se repitió la escena. Sacó la cabeza entre los fuegos, olfateó y se volvió a esconder. Como iba a estar muchos días sola, me conciencié para no dejarme llevar por el pánico. Solo era un ratoncito, no muy distinto del hámster que mi hermana y mi amiga Ana habían tenido de pequeñas. Seguro que se había dado cuenta de que aquí no encont...
El primer ratón apareció la noche antes de que me quedara sola en el apartamento, en el que normalmente convivo con dos amigas. Fue tan veloz al asomar la cabeza entre los fuegos donde cocinamos, que creímos que lo habíamos imaginado. Pero al cabo de unos minutos, se repitió la escena. Sacó la cabeza entre los fuegos, olfateó y se volvió a esconder. Como iba a estar muchos días sola, me conciencié para no dejarme llevar por el pánico. Solo era un ratoncito, no muy distinto del hámster que mi hermana y mi amiga Ana habían tenido de pequeñas. Seguro que se había dado cuenta de que aquí no encontraría nada y se aburriría. En las noches que sucedieron, distintos ratones fueron saliendo cuando menos lo esperaba: de debajo de la nevera, detrás del horno. Siempre a última hora, cuando estaba a punto de irme a la cama. Empecé a sentirme como en el relato de Cortázar, Casa tomada, acechada por un enemigo invisible que podía ocupar nuestro espacio en cualquier momento. Dormir se convirtió en una misión imposible: cualquier sonido era potencialmente un ratón en movimiento. Para amargura de mi vecina, empecé a hacer mucho ruido al cambiar de estancia. A la que podía, me atrincheraba en mi habitación, como los personajes del relato de Cortázar.
Cuando iba a sexto de primaria tuve una profesora que destinaba una hora de la asignatura de lengua a la lectura en voz alta. El título que nos tocó ese año fue Las brujas, de Roald Dahl, una novela genial y terrorífica en la que un niño y su abuela descubren la Asociación de Brujas de Inglaterra, que están celebrando su convención anual en un hotel haciéndose pasar por mujeres corrientes. Las brujas siempre llevan guantes, porque no tienen uñas, son calvas y tienen los agujeros de la nariz extremadamente grandes, para oler mejor a los niños. Pero lo peor de todo es que las brujas convierten a los niños en ratones, los domestican y los hacen bailar a su antojo. Las brujas y esos ratoncitos danzarines se incrustaron en mi imaginario. Fueron los primeros de muchos roedores literarios que conocería y en algunos casos despreciaría (nunca he sido la mayor fan del reino animal): Stuart Little y los ratones de Cenicienta, ratas grandes y grises como Scabbers, el animal de compañía de Ron Weasley, que no por casualidad acaba siendo la encarnación de uno de los personajes más despreciables de la saga Harry Potter, Peter Pettegrew.
La historia de Nueva York es también la historia de la gente que ha enloquecido con dos plagas urbanas que asaltan los hogares como si se tratara de una maldición bíblica: los ratones y las cucarachas. En los bingos de «vivir en Nueva York» se considera sufrir estos dos calvarios un rito de paso de la ciudad. Los cohabitantes que han pasado por esto se lanzan animadamente a aconsejar sobre trampas, estrategias bélicas y sugerencias para no enloquecer. Ya en el año 1865, un exasperado reportero del New York Times escribía sobre la guerra contras las ratas, y afirmaba contundentemente: «Las trampas no sirven absolutamente para nada».
Derrotada, llamé llorando a unos exterminadores que encontré en Google. Haciendo esa llamada recordé un ensayo de Nora Ephron, Mi vida en 3.500 palabras, en el que explica que durante un desencuentro sentimental, en mitad de su llanto desconsolado, se encontró pensando: un día esto será una historia divertida. Al escribir y al contar, la literatura se convierte en compañía y en arma de defensa: no puedes alterar lo que te está pasando, pero puedes apropiarte del relato de esas circunstancias y hacerlo tuyo.
Me visitan los exterminadores y confirman que efectivamente, «aquí hay actividad». Colocan una serie de artilugios y se van. Una noche más brota un ratón de los fuegos. Me veo en pijama, con los labios manchados de vino, mi zapatilla enganchada en la trampa de pegamento que yo misma he puesto, una sartén en la mano, y pienso, como Ephron: un día esto será una historia divertida.