Opinión

Tomar la fresca

Los ponds de Hampstead son unos estanques para nadar al aire libre, de agua marronosa, rodeados de arbustos que en primavera sueltan alguna flor de viburnum. De forma regular, cada ciertos metros se ven unos pintorescos aros salvavidas blancos y rojos anclados al suelo como boyas de agua dulce.

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Los ponds de Hampstead son unos estanques para nadar al aire libre, de agua marronosa, rodeados de arbustos que en primavera sueltan alguna flor de viburnum. De forma regular, cada ciertos metros se ven unos pintorescos aros salvavidas blancos y rojos anclados al suelo como boyas de agua dulce.

Mi amiga Alicia nada en el ladies pond, el estanque femenino. Es socia de este club público al que no tanta gente quiere pertenecer porque nadar al aire libre en Londres no parece la idea más seductora para el gran público. La primera vez que volvió después del confinamiento tuvo que avisar al socorrista para que la vigilara muy de cerca: el agua estaba tan fría que no sabía ni si podría alcanzar uno de los salvavidas más cercanos. Mientras tanto, varias mujeres pasados los 70 se sumergían en el agua y hacían largos y largos sin pestañear. ¿Serán las mismas ninfas curtidas que se bañan cada día en la Concha, llueva o truene? ¿Estarán hechas del mismo material?

El estanque de mujeres es un lugar mítico en Londres, y según traspasas el torno de entrada apareces en un día cualquiera del grupo de Bloomsbury. Es fácil imaginar a Virginia Woolf imaginando su habitación, reordenando en la cabeza su privilegio. La habitación propia de todas esas mujeres que se deslizan por agua helada riéndose bien alto de nuestros remilgos es el ladies pond, es la Concha, son las aguas de las rías gallegas y los chapuzones en el Atlántico. Es una habitación sin paredes ni límites, un reino de pelos despeinados, gadgets analógicos, neoprenos viejos y termos llenos de caldo de huesos cocinados con la despreocupación de quien no tiene idea de qué es el colágeno. Un caldo de huesos precaldo de huesos.

En ese estanque, en esas aguas frías, no importa nada más allá que dar una siguiente brazada. Escribo esta carta con los pies helados después de darme un baño tardío en el Cantábrico en un día nublado. Es agosto. Cuando abran esta revista aún lo seguirá siendo. Todavía estará fresco el recuerdo del mismo polo viejo de todos los veranos; de la insólita combinación de un caftán con un collar enorme en una gran stravaganzza estival; del traje de baño favorito, algo desgastado ya en las gomas. Espero que haya desayunado huevos frescos y sobrasada curada al sol mediterráneo, y pan untado con mantequilla y miel de algún valle lluvioso. Espero que haya charlado con las vecinas como una pieza más de la maquinaria colectiva que sabe que pasar la tarde al fresco debería ser patrimonio de la Unesco. Ojalá haya visto gallinas autóctonas, lustrosas y gordas y se haya tomado un helado escogido en un cartel descolorido por los años. Espero que haya comido sardinas con las manos (en esto soy implacable, si no las come con las manos, deje por favor de leer).

Esto sí es la libertad. Esto son sus dominios, su reino. Un estado mental. No se deje engañar, no pasa nada si ahora que llega septiembre sigue siendo usted un ratito más su versión de verano. Este número va de eso, de darle todos los instrumentos, historias y personajes que le ayuden a hacer lo que le dé la gana.

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