Manuel Rivas: «Cómo no tener esperanza después del movimiento maravilloso de las mujeres»
Las palabras en el Manuel Rivas -poeta, novelista y periodista- son un manifiesto rebelde. Nos recibe en su casa, en A Coruña.
Dice Manuel Rivas que, a veces, cuando se queda «varado o bloqueado en la escritura» se pone a caminar por su casa imitando a Charlot. «Es un mito para mí. Su andar representa el andar literario». Y comienza a imitarlo, balanceando sus pasos a lo largo del pasillo. «Conecta con el surrealismo. Yo le llamo el andar simultáneo. Con cada paso, Charlot pisa en el pasado y en el presente. En la luz y en la oscuridad. En Eros y en Tanatos. Traza su propio camino, sin buscar autopistas. Si tuviera que definir mi literatura, sin duda, sería como una literatura vagabunda».
El es...
Dice Manuel Rivas que, a veces, cuando se queda «varado o bloqueado en la escritura» se pone a caminar por su casa imitando a Charlot. «Es un mito para mí. Su andar representa el andar literario». Y comienza a imitarlo, balanceando sus pasos a lo largo del pasillo. «Conecta con el surrealismo. Yo le llamo el andar simultáneo. Con cada paso, Charlot pisa en el pasado y en el presente. En la luz y en la oscuridad. En Eros y en Tanatos. Traza su propio camino, sin buscar autopistas. Si tuviera que definir mi literatura, sin duda, sería como una literatura vagabunda».
El escritor gallego nos recibe en su casa de A Coruña, donde anda «bajo arresto domiciliario» ultimando proyectos. Fuera, se oyen las campanas de la catedral de San Jorge, donde, nos cuenta, se casaron en 1901 Elisa y Marcela, las amantes gallegas que protagonizarán la nueva película de Isabel Coixet. Cientos de libros, recuerdos y curiosidades varias habitan los distintos espacios. «Me cuesta desprenderme de las cosas. Soy una planta invasiva», sonríe. Quizá de ahí venga su «obsesión» por las maletas.
En el recibidor hay tres llenas de objetos. De una saca una caracola gigante, que coge con ambas manos y se lleva a la boca sin pensarlo. Tiene los dedos manchados de tinta y pinturas de colores. Uuuuuuu. Rivas sopla con todas sus fuerzas y el sonido enmudece el de las gaviotas que graznan fuera. De la otra despliega una tela que lleva grabado ‘Nunca mais’, el grito de rabia que desató el desastre del Prestige y al que estuvo tan íntimamente ligado. «Fue una revolución del mar. Hasta entonces hablar de ecología era algo minoritario. Pero esta experiencia ya forma parte de la mejor identidad de la gente». Y entre dibujos, cartas y ediciones antiguas como Mohicania, (poemario ecológico que publicó en 1987) también está el cepillo para lijar que había dentro de la caja de herramientas que su abuelo le dejó a su padre como herencia. El hombre que inspiró El lápiz del carpintero y que Alfaguara ha editado 20 años después. Un retrato de los rostros de la Guerra Civil que le valió el Premio de la Crítica.
¿En qué ha cambiado en este tiempo Rivas como hombre y como autor? «Me fui limpiando el hielo. Me siento más libre respecto a las convenciones sociales y las propias –dice–. Hubo un momento clave, creo. Escribir Los libros arden mal (2006) fue una inmersión en la que la marea fue tan abismal que caí en un pozo. Pensé en dejar de escribir. Pensé que no valía para nada. Hasta que los personajes me dijeron: ‘No nos puedes dejar empantanados. Ponle coraje’. Y un día me levanté dándome cuenta de algo decisivo: que aunque fracasara como escritor y no tuviera eso que llaman éxito o fama, escribiría igual. Y fue un momento de felicidad y excitación tan grande, que me salvó. Tener la certeza de que seguiría escribiendo aunque nadie me leyera me salvó».
EL NARRADOR ARTESANO
El universo literario de Manuel Rivas ha echado raíces junto a su cama. Allí trabaja a mano, sobre cuartillas en blanco en las que «cuelga» dibujos y palabras en castellano, gallego e inglés. Mecanizadas las primeras ideas, vuelve a escribir y dibujar sobre nuevos espacios en blanco. «Es un trabajo artesano –explica–. Yo le tengo miedo al vacío, porque se puede llenar de cosas malas, tristes. Y en cada página veo una planta para cultivar. Creo que vivimos una especie de descivilización, que es un vaciamiento. Y la tarea humana es crear lugares: un libro, una canción. Inventar una realidad inteligente que nos dé una cierta trascendencia. Generar un acuerdo entre generaciones que sostenga las vigas del mundo».
Él anda ocupado con un libro de relatos que publicará en otoño, Vivir sin permiso y otros cuentos del Oeste, en cuyo texto principal se basa la serie sobre el narcotráfico Vivir sin permiso que Telecinco estrena en otoño. Hojea cuadernos llenos de notas. En uno aparece una de las fotografías que hizo para La mano del emigrante (2001). También una de las postales que acompañaban la edición de Las voces bajas (2012). Ideas de nombres para Los libros arden mal y fotos antiguas de su hermana María y de su padre montando en bicicleta con un elegante traje. Todo se debate en sus cuadernos. «Siempre tomo notas. Creo en una literatura sensorial, así que no puedes apagar, desconectar. Se trata de vivir en la escritura».
En la única pared vacía del salón hay una placa: Avenida de la República. Esa mañana, nos despertó la noticia de la inminente exhumación de Franco en el Valle de los Caídos. La memoria, palabra que golpea tan a menudo sus libros, es de nuevo noticia. «Yo lo que quiero es que busquen a Lorca. Y que dejen en paz a Machado. Pienso en los miles de desaparecidos y en sus familias. En la falta de humanidad y compasión por parte de la Iglesia, el Estado y la Judicatura. El historiador Gerardo Caetano dice: ‘El antónimo del olvido no debería ser la memoria, sino la justicia’. ¿Con Franco? Que hagan lo que quieran, pero debería estar solo».
Sale a la palestra la vergüenza, palabra que ha inspirado su último libro, Contra todo esto, otro ajuste de cuentas con la historia en el que, con su ironía habitual, critica la descivilización, el retroceso y el rearme, la desigualdad y cuarentena de derechos y libertades, el machismo como sistema, la domesticación intelectual, la guerra contra la naturaleza… «Me gusta seguir el consejo de Italo Calvino que decía: ‘De vez en cuando hay que levantar la nariz del papel’. Observar el mundo. Y la vergüenza ayuda a ver hacia adónde nos arrastra el capitalismo impaciente en el que vivimos. Un capitalismo depredador que solo crea deslugares, y eso hay que combatirlo».
Hace una pausa. «Debemos producir otro tiempo que no se mida por el reloj de la explotación y el consumo. Hoy todo es tan convencional y masticable… A veces hablan igual los políticos de derechas que los de izquierdas. Los discursos están cargados de cifras. Pero las cifras pierden el significado. Cuando te dicen que en la Segunda Guerra Mundial ha habido 14 millones de muertos, te olvidas de los muertos de verdad. Y hay que contar con las manos, como lo hacía la gente que ganaba un jornal», dice, cogiendo uno a uno sus dedos. «Las maquinarias de poder cada vez generan más odio y miedo ante el diferente. ¡Qué retroceso! Nos debemos a un tipo de político que necesita del dinero, que no basa su trabajo en programas de humanización».
Ahí, sostiene, entra en juego el papel de la «maltratada» cultura. «Es la única herramienta para curar el miedo. Pero, cuidado, hablo de una cultura no estupefaciente. Porque esta también se puede usar para domesticar. Debemos creer en la educación. No para crear seres uniformes. Ni para anestesiar al ser humano. Para enseñar a pensar. La educación y la cultura son el agua que hace posible que exista la libertad, que es el mayor tesoro que tenemos. Y hablo de una libertad solidaria, que implique la de los demás».
Albert Camús, en El hombre rebelde, hablaba de la necesidad de establecer un primer ‘No’. Rivas, feminista de base, cree que la revolución que hoy lideran las mujeres simboliza justo eso. «Últimamente tengo una esperanza algo negativa, porque ves como los amos del mundo se reúnen en torno a una mesa como los capos de los años veinte. Hay momentos en los que te parece que se llevaron las llaves de los depósitos de esperanza. Pero, ¿cómo no vamos a tener esperanza después de ver el movimiento maravilloso que están protagonizando las mujeres? Ellas, que han sido depositarias históricamente de las cosas esenciales y han llevado todo lo necesario para vivir sobre sus propias cabezas. La mujer va a polinizar la sociedad. Conozco a muchas de ellas y no hay vuelta atrás».
Dice Manuel Rivas que si los pueblos no tuvieran cuentos se morirían de frío. Y él parece saberlos todos. Frente al mar abierto, plantado entre los Menhires de la Torre de Hércules, las leyendas se atropellan en su boca. Señala la línea del horizonte por la que marcharon tantos emigrantes. Su padre a Venezuela, sin ir más lejos. «Es increíble la desmemoria –o peor aún, contramemoria– que existe… Aquí debería levantarse un museo de la emigración».
Sostiene que el horizonte lo contiene todo. «Si lo miras fijamente, puedes ver cómo camina nuestra vida por él. Detrás está lo desconocido o lo que perdiste… o de alguna forma olvidaste». Y nos lleva hasta Monte Alto, el barrio de su niñez. Allí estaban las rocas en las que jugaba mientras veía a los presos de la vieja cárcel caminar por el patio. «Había una alambrada. Las familias venían y se comunicaban con ellos dejándoles mensajes con telas. Ahora se ha aprobado su remodelación para uso público, porque el PP quería hacer un hotel. Imagínate…», dice.
Cuenta que en esa vieja prisión dio uno de sus primeros recitales de poesía. Evoca ese recuerdo con la sonrisa de un poeta «libertario o librepensador», que es como le gusta pensarse a sí mismo. «Elias Canetti decía que el papel de la poesía sería custodiar el sentido de las palabras. Crear hábitats no contaminados. Y un poema es un hábitat que resiste a los pesticidas, busca refugios. Yo creo que la poesía es el último faro. Que la literatura es el último faro. En ese horizonte vivo».